Contacto

×
  • +54 343 4178845

  • bcuadra@examedia.com.ar

  • Entre Ríos, Argentina

  • El sobreviviente del Holocausto que llevó ante la Justicia a más de mil criminales de guerra: Simón Wiesenthal, el cazador de nazis

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 20/09/2025 04:38

    Simon Wiesenthal Cuando la guerra terminó, cuando la Segunda Guerra dejó atrás más de sesenta millones de muertos, él pudo callar: pero habló. Cuando el mundo entero aspiraba al siempre difícil arte del olvido, él pudo olvidar también. Pero recordó. Cuando tantos otros resguardaron sus vidas en el silencio, él, Simón Wiesenthal, denunció. Pudo eludir, pero enfrentó. Pudo cansarse, saberse agotado ante la empresa gigantesca que había asumido, pero fue infatigable. Pudo temer, pero fue valiente. Pudo postergar, dejar todo para más adelante, pero se sintió urgido por su conciencia y actuó de inmediato. Pudo esperar una mejor ocasión, pero fue inoportuno. Pudo instalarse al lado de los vencedores, pero se puso del lado de las víctimas. Pudo ser otro, pero fue Wiesenthal. Cuando murió, el 20 de septiembre de hace veinte años, gran parte del mundo sintió que había perdido una llama que perduraba encendida en la conciencia colectiva: el drama atroz de los crímenes de guerra cometidos por los nazis en la Europa ocupada entre 1939 y 1945, que acabaron con la vida de seis millones de judíos, de millones de gitanos, polacos y de otros pueblos a los que Adolfo Hitler y su banda de criminales juzgaron “inferiores”, o “subhumanos”. Ese drama que había sembrado el Este europeo de cientos de campos de concentración al que fueron a parar desde opositores políticos al nazismo en los tempranos años 30, hasta los prisioneros de guerra soviéticos, hasta que en enero de 1943, Stalingrado rindió al ejército alemán y la guerra se dio vuelta para siempre. Wiesenthal, él mismo superviviente de varios de esos campos, dado por muerto varias veces, rescatado de un intento de suicidio, perdido en los laberintos de las fugas y en la confusión de los primeros días de la liberación; Wiesenthal, un hombre joven que el 5 de mayo de 1945 tenía treinta y tres años, pesaba apenas cuarenta y tres kilos y casi muere con las primeras sopas que le sirvieron los estadounidenses que liberaron el campo de Mauthasen donde todavía todo olía a carne humana quemada, Wiesenthal el sobreviviente decidió dedicar el resto de su vida a evitar que los responsables de tanto horror quedaran impunes, inocentes, libres de toda culpa y buenos ciudadanos empeñados en añorar tiempos mejores y en forjar el retorno legal del nacionalsocialismo a la patria destruida. “Cuando la historia mire hacia atrás —dijo Wiesenthal en esos años— quiero que la gente sepa que los nazis no pudieron matar a millones de personas y salirse con la suya”. Muchos sí se salieron con la suya y hasta retornaron a la vida política alemana disimulados bajo la piel del cordero. Otros se perdieron en el mundo con identidades falsas, vidas nuevas, profesiones dignas y conciencias sucias. Y muchos otros que se pensaron seguros en esa nueva vida, fueron perseguidos y alcanzados por el implacable Wiesenthal que se había echado encima una tarea abrumadora y dolorosa. Su causa tenía pocos aliados, el mundo pensaba en reconstruir, en dejar atrás, en los mantos piadosos; su trabajo inagotable fue calificado, hasta el fin de sus días, con un título que si pretendía ser loable, se hundía acaso en lo despectivo: “cazador de nazis”. Wiesenthal fue más que esa simpleza; fue un fiscal sin jueces, un investigador sin estructuras, un tipo solitario y siempre en peligro que logró llevar ante la Justicia a más de mil cien criminales de guerra que no habían sido alcanzados por los juicios de la posguerra. Hoy, a ochenta años del final de aquella guerra y a veinte de la muerte de Wiesenthal, todos los protagonistas de es historia, sobrevivientes y victimarios, están muertos: ya no quedan nazis por cazar, al menos nazis de aquella época. Pero su obra, que perdura en el Instituto Vienés Wiesenthal para los Estudios sobre el Holocausto, heredero del Centro de Documentación Judía de Viena, más sus filiales repartidas en las principales ciudades del mundo, son un recuerdo permanente de aquel horror. Y son también una advertencia que hacen eco de las palabras del fiscal estadounidense Robert Jackson ante el Tribunal Militar Internacional que en Núremberg juzgó a gran parte de la jerarquía nazi: “Los agravios que tratamos de condenar y castigar han sido tan calculados, tan malignos y tan devastadores, que la civilización no puede tolerar que se los ignore, porque no puede sobrevivir a que se repitan”. Simon Wiesenthal, en 1958, durante un juicio a criminales nazis Entre los nazis apresados por gestiones directas de Wiesenthal figuran Adolf Eichmann, uno de los principales responsables de la “solución final”, la decisión de eliminar a once millones de judíos del continente europeo, que fue secuestrado por un comando de la inteligencia israelí en Argentina, en mayo de 1960; Franz Stangl, comandante de los campos de exterminio de Sobibor u Treblinka, capturado en Brasil; Karl Silberbauer, el agente de la Gestapo que arrestó a Ana Frank y a su familia en Ámsterdam; Joseph Schwammberger, comandante del gueto de Przemysl en Polonia, apresado en Argentina; Franz Murer, llamado “El carnicero de Wilno”, Erich Rajakowitscg, responsable de los “transportes de la muerte” en Holanda; Hermine Braunsteiner Ryan, una brutal guardia de los campos de concentración que vivía en Nueva York y fue extraditada a Alemania. Todos figuraban en las fichas que con habilidad y paciencia había elaborado Wiesenthal a lo largo de los años. Muchos otros criminales ni siquiera fueron identificados. Entre ellos un SS del campo de Lwów, a quien llamaban “Tom Mix”, como el legendario vaquero, porque a modo de entretenimiento gustaba montar a caballo y pasear por el campo de concentración mientras disparaba y mataba prisioneros al azar. Otro, nunca identificado, era jefe de los confidentes del campo de Cracovia a quien conocieron sólo por su apodo: “El huérfano”. Había asesinado a sus padres, cumplía condena perpetua y los nazis lo sacaron de la cárcel para ponerlo a trabajar como infiltrado entre los prisioneros. ¿Quién era Wiesenthal? Había nacido el 31 de diciembre de 1908 en Buczacz, que es hoy la sección ucraniana de Lvov, que era en la época un importante centro de la vida judía. Lvov es la ciudad que fue polaca, alemana, rusa y que, según quien la nombrara podía ser Lwów, Lviv, Lemberg o Leópolis. Es el escenario del excepcional libro de memorias y de investigación histórica Calle Este, Calle Oeste, de Philippe Sands. Huérfano de padre, que murió en la Primera Guerra Mundial, Wiesenthal se graduó en el Gymnasium, la escuela de educación secundaria, y en 1928 intentó ingresar al Instituto Politécnico de Lwów, pero fue rechazado por que estaba colmado el cupo establecido para estudiantes judíos, así que viajó a Praga para estudiar en la Universidad Técnica donde se graduó como ingeniero arquitectónico en 1932. Cuatro años después se casó con Cyla Mueller, una novia de la adolescencia, y trabajó en un estudio de arquitectura. En 1939, cuando los nazis de Adolf Hitler firmaron un pacto de no agresión con la Unión Soviética de José Stalin, acordaron también repartirse a la desdichada Polonia que Alemania invadió de inmediato, el 1° de septiembre, para dar inicio a la Segunda Guerra. Los nazis se apoderaron de una parte de Polonia y los rusos cayeron semanas después sobre el sector este del país y ocuparon Lwów. Enseguida empezó una “purga de elementos burgueses” que cayó sobre comerciantes, fabricantes, profesores, abogados, médicos y artistas, todos judíos. Quien era padrastro de Wiesenthal —su madre se había vuelto a casar— fue arrestado por la NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, precursora de la KGB, y murió en prisión, su hermanastro fue fusilado y Wiesenthal fue obligado a cerrar su negocio y a trabajar como mecánico en una fábrica de somieres. Simon Wiesenthal y su esposa Cyla Mueller Su vida se complicó mucho más cuando, en junio de 1941, Alemania hizo polvo el pacto con Stalin, invadió la URSS y se adueño de toda Polonia para llevar adelante la masacre de judíos que todavía no estaba decidida de manera formal: la SS lo dejaría escrito de manera críptica en la Conferencia de Wannsee en enero de 1942. Wiesenthal y su mujer fueron a parar al campo de concentración de Janowska, en las afueras de Lwów, y asignados al campo de trabajos forzados de la Fábrica Ostbahn, los ferrocarriles alemanes del Este. Empezó entonces un largo calvario para ambos que Wiesenthal dejó relatado con minuciosidad en su libro biográfico Los asesinos están entre nosotros. Cuando en enero de 1942 los alemanes decidieron de manera formal aniquilar a la población judía de Europa, empezó a obrar con mayor crudeza la aterradora maquinaria genocida del nazismo. Para septiembre de ese año, las familias de Wiesenthal y de su mujer habían perdido a ochenta y nueve de sus miembros a manos de los alemanes, entre ellos, la madre de Wiesenthal. Un trato con la resistencia polaca a la que facilitó unos planos de vías férreas, permitió que la mujer Wiesenthal pasara como una ciudadana polaca; sus nuevos documentos la identificaban como Irene Kowalska; fue liberada del campo en el otoño de 1942, vivió en Varsovia durante dos años y fue trabajadora forzada en Renania: los alemanes jamás descubrieron ni quién era ni su condición de judía. Por su parte, Wiesenthal, un experto negociador, un tipo durísimo bajo el manto de una falsa fragilidad, logró escapar del campo de Ostbahn en octubre de 1943, cuando ya el Ejército Rojo empujaba a los nazis hacia Berlín. Lo recapturaron en junio de 1944, salvó su vida por milagro de un fusilamiento masivo en Janowska y gracias al avance de las tropas soviéticas tuvo un reaseguro de vida: el derrumbe del frente oriental alemán, arrasado por los soviéticos, hizo que los SS del campo decidieran conservar a los prisioneros en custodia para evitar que los enviaran a combatir al frente de la derrota. El drama para los guardias alemanes eran que había muy pocos prisioneros a custodiar: de los ciento cuarenta y nueve mil que habían integrado la dotación original quedaban sólo treinta y cuatro. De manera que los doscientos SS capturaron a gran parte de la población de Chelmiec, cosa de ajustar la proporción de prisioneros por guardia, y se la largaron a una penosa travesía que terminó en Mauthausen, en la Alta Austria. Allí Wiesenthal fue liberado por las tropas americanas. La historia del reencuentro con su mujer es un capítulo aparte. Los dos se daban por muertos. Wiesenthal había intentado suicidarse en una de sus capturas: se había cortado las venas; los alemanes lo salvaron para torturarlo y asesinarlo después y esa información, fragmentada, había llegado a oídos de Cyla. A Wiesenthal, en cambio, le habían contado que la calle Topiel de Varsovia, en la que vivía la polaca Irene Kowalska, la identidad secreta de Cyla, había sido arrasada por los nazis, derruida y quemada. Sin embargo, Cyla junto a otros pocos había logrado escapar del exterminio. Ninguno de los dos sabía que el otro estaba vivo. Tras su liberación, Wiesenthal envió una carta a un amigo común, un médico de apellido Biener, en la que le confiaba que su mujer había muerto. Quiso el azar que la noche siguiente a la que Biener recibiera esa carta, Cyla golpeara la puerta de su casa para pedir algo más de información sobre la muerte de Wiesenthal. “Acabo de recibir ayer una carta de tu esposo”, le dijo el médico. “No puede ser, —dijo la mujer— Simón está muerto”. Así se reencontraron. Wiesenthal empezó de inmediato, ni bien recuperó parte de su salud, a trabajar como voluntario para la sección Crímenes de Guerra del Ejército de Estados Unidos. Después pasó a la Oficina de Servicios Estratégicos, precursora de la CIA y dirigió el Comité Central Judío de la Zona Estadounidense de Austria, que ayudaba, o intentaba ayudar a los sobrevivientes del espanto. En 1946 nació su hija, Pauline. Los resultados del minucioso trabajo de Wiesenthal en esos meses, fueron usados en el célebre juicio de Núremberg y en los juicios que siguieron contra los criminales de guerra. Pero pronto, Estados Unidos y la URSS, antes aliados y ahora en los albores de la Guerra Fría, perdieron el interés por esos juicios: las dos potencias se valían de exjerarcas alemanes para tareas de inteligencia, espionaje y desarrollo aeronáutico. "Los asesinos están entre nosotros", las estremecedoras memorias de Simon Wiesenthal Wiesenthal siguió. Junto a treinta voluntarios, abrió el Centro de Documentación Histórica Judía de Linz, Austria, no demasiado lejos de la casa natal de Hitler y de las calles donde el dictador había soñado con un futuro centrado en los lienzos, las acuarelas y los óleos. Wiesenthal tenía una obsesión: Eichmann, el SS que había simulado ser un tipo gris, un sencillo escribiente, un simple burócrata al frente de una tarea enorme: manejar el laberinto de trenes que llevaban deportados a al muerte. No era verdad. Eichmann había sido un nazi convencido y frenético que había confesado que “saltaría contento a la fosa” porque la sensación de llevar a cinco millones de personas en la conciencia le provocaba una enorme satisfacción. Cuando la oficina de Wiesenthal cerró, en 1954, la copia de toda su documentación pasó a los archivos Yad Vashem de Israel, con una sola excepción: el prontuario de Eichmann. Ya en 1953 Wiesenthal había recibido información que afirmaba que Eichmann vivía en Argentina. Era muy buena información que le habían dado un par de personas que habían hablado con Eichmann en Buenos Aires, donde vivía con un nombre falso, Ricardo Klement, aunque su familia, mujer e hijos, usaban el apellido real; donde contaba con el amparo de la embajada alemana y donde se pavoneaba en el restaurante de escenografía bávara ABC, de la calle Lavalle en el centro porteño, junto con otro criminal: Joseph Mengele, el médico asesino de Auschwitz. Wiesenthal había pasado esa información a Israel a través de la embajada de ese país en Viena y, en 1954, la había hecho llegar a Nahum Goldmann, titular del Congreso Judío Mundial. Sin embargo, el FBI y los Estados Unidos manejaban otros datos que decían que Eichmann vivía en Damasco, Siria, protegido por el gobierno golpista de Hachem al-Atassi. No era verdad. Era un bulo que el propio Eichmann había dejado correr para protegerse. Recién en 1959, por el testimonio de un sobreviviente de los campos nazis que tenía una hija que había empezado a noviar con el joven Klaus, hijo del criminal de guerra, Alemania informó a Israel que Eichmann vivía en realidad en Argentina. Allí fue capturado en mayo de 1960 por un comando del Mossad, llevado a Israel, juzgado, condenado a muerte y ejecutado el 31 de mayo de 1962. La captura de Eichmann reavivó el fervor de Wiesenthal, que volvió a abrir el Centro de Documentación Judía de Viena y se concentró sólo en la búsqueda de criminales nazis de guerra. Ahora tenía otra prioridad: Karl Silberbauer, el hombre de quien, se sospechaba, había arrestado a Ana Frank, la muchachita de catorce años que vivió dos años escondida en un ático de Ámsterdam junto a toda su familia. Ana murió de tifus en el campo de Bergen Belsen, pero durante su escondite escribió su famoso “Diario” que fue rescatado por su padre, el único sobreviviente de toda la familia. Los neonazis holandeses tuvieron éxito durante algunos años en desacreditar el diario de Ana Frank, al que catalogaron de falso, hasta que en 1963 Wiesenthal encontró a Silberbauer, que entonces era inspector de policía en Austria. Cuando le preguntó si era el hombre que buscaba, Silberbauer dijo: “Sí, arresté a Ana Frank”. Karl Silberbauer, oficial de la Gestapo que arrestó a Anna Frank En octubre de 1966, dieciséis exoficiales de la SS fueron juzgados en Stuttgart, Alemania, por crímenes de guerra: nueve de ellos habían sido hallados por Wiesenthal. Entre los acusados figuraba Franz Stangl el jefe de los campos de Sobibor y Treblinka. Wiesenthal lo había ubicado en Brasil, desde donde fue extraditado a Alemania, condenado a cadena perpetua. Murió en prisión en junio de 1971. En 1967 Wiesenthal publicó sus memorias, con un título que era también una advertencia: Los asesinos están entre nosotros. Cuando le tocó viajar a Estados Unidos para presentarlo, en la que era si se quiere una gira de publicidad, Wiesenthal denunció de paso haber identificado a Hermine Ryan, de soltera Braunsteiner, una tranquila ama de casa de Queens que había supervisado, entre otros crímenes, el asesinato de cientos de chicos en el campo de Majdanek. Fue extraditada a Alemania, juzgada como criminal de guerra y condenada a cadena perpetua. Los asesinos… fue prologado por el escritor checo Joseph Wechsberg y ofrece un retrato físico y de personalidad de Wiesenthal: “Tenía el mismo aspecto que hacía presentir su voz en el teléfono: acogedor y, desde luego, no el de un hombre que se dedica por entero a perseguir asesinos, aunque no le falten músculos; mide cerca de un metro ochenta. (…) Es de cabeza grande y calva, cara alargada y despejada frente. Tiene ojos reflexivos y no tardé en descubrir que pueden hacerse penetrantes. Con su bigotito y su tendencia a engordar, podría ser un próspero comerciante, al igual que su padre, o el logrado arquitecto que Wiesenthal era en realidad antes de la Segunda Guerra (…) Da la impresión de ser un hombre muy reposado y cuesta averiguar que su calma encubre una disciplinada tensión y mucha emoción reprimida (…) Pisa el suelo balanceándose, al igual que un marino en alta mar, y parece como si sostuviera una pesada carga sobre sus hombros. Sabe ser oyente atento y silencioso, pero cuando empieza a hablar y se deja llevar por la emoción (cosa que le ocurre casi siempre) subraya las frases con amplios movimientos de sus brazos enormes y los ojos le brillan con poder hipnótico. (…) Posee dotes de persuasión, un agudo sentido de la lógica y el ingenio talmúdico de sus antepasados, combinación que a muchos les ha resultado irresistible (…)”. Su oficina en el Centro de Documentación Judía de Viena era espartana, con los muebles justos y tres habitaciones para cuatro empleados. No solía ir en persona detrás de los fugitivos nazis: se encargaba de la recopilación y el análisis de la información y confiaba en una amplia red internacional de colegas, amigos, seguidores incluidos muchos veteranos de la guerra. Una sección especial de su oficina documentó en aquellos años las actividades de varios grupos de extrema derecha y neonazis. A lo largo de los años recibió decenas de premios y condecoraciones y un número similar de atentados y amenazas de muerte. Parecía dar la misma importancia a unos y a otras. Vivió siempre en un departamento vienés modesto, donde pasaba tardes enteras mientras contestaba decenas de cartas, estudiaba y mantenía al día sus archivos. Allí murió su amada Cyla el 10 de noviembre de 2003. Simon Wiesenthal (centro) recibe la medalla de honor de la Asociación Internacional de Fiscales por sus distinguidos servicios a la justicia penal internacional durante más de medio siglo en Viena, el 17 de abril de 2002 (REUTERS/Heinz-Peter Bader) Wiesenthal murió dos años después, mientras dormía. Después de un servicio religioso en el Cementerio Central de Viena, con la presencia del presidente austriaco Wolfgang Schuessel, diplomáticos y líderes de diferentes comunidades religiosas, su cuerpo fue trasladado a Israel y enterrado en Herzliya, una ciudad del distrito norte de Tel Aviv. El rabino Marvin Hier, fundador y decano del Centro Simón Wiesenthal dijo entonces: “Al partir a su eterno descanso, estoy seguro de que hay una gran conmoción en el cielo mientras las almas de los millones de asesinados durante el Holocausto nazi se preparan para recibir a Simón Wiesenthal, el hombre que defendió su honor y nunca permitió que el mundo los olvidara”. Era la versión de una respuesta de leyenda que Wiesenthal le había dado a un viejo compañero de desdichas en el campo de Mauthausen, y que fue citada por Clyde Farnsworth en la revista New York Times de febrero de 1964. Wiesenthal había ido a pasar el sabbat en casa de quien ahora era un rico fabricante de joyas. “Simón —le dijo el anfitrión después de la cena— si hubieras vuelto a construir casas, hoy serías millonario. ¿Por qué no lo hiciste?”. Y Wiesenthal le contestó: “Sos un hombre religioso, creés en Dios y en la vida después de la muerte. Yo también. Cuando lleguemos al otro mundo y nos encontremos con los millones de judíos que murieron en los campos de concentración y nos pregunten: ‘¿Qué has hecho?’, habrá muchas respuestas. Vos dirás ‘Me hice joyero’. Otro dirá ‘Dirá: ‘He contrabandeado café y cigarrillos estadounidenses’. Otro dirá: ‘Construí casas’. Yo diré: ‘No te olvidé’.

    Ver noticia original

    También te puede interesar

  • Examedia © 2024

    Desarrollado por