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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 11/09/2025 04:41
Javier y José Arredondo llegaron a El Imparcial a través de un cuñado. Aprendieron todos los roles del restorán, pero desde hace décadas son mozos. Fotos: Gustavo Gavotti Doscientas diez personas comiendo al mismo tiempo. Esa es la capacidad máxima de El Imparcial, que abrió sus puertas en 1860 y que, de todos los restoranes que funcionan en Buenos Aires, es el más antiguo. Es difícil que estén todas las sillas de todas las mesas ocupadas: no siempre hay cuatro personas en una mesa para esa cantidad de gente. Pero en las “horas pico” de El Imparcial, que nunca está tan lleno como los domingos al mediodía, puede haber entre 160 y 170 comensales esperando alguna especialidad española como la cazuela de pulpo o el puchero de gallina, o tomando el café de la sobremesa. Y alguien tiene que ocuparse de toda esa gente. José Arredondo llegó a El Imparcial de la mano de un cuñado. Como el fundador de este restorán al que José le dirá “casa” todas las veces que hable de él, José viene de familia española. El cuñado que lo trajo desde Mojones Norte, en el departamento entrerriano de Villaguay, también tenía sangre ibérica. No se acuerda si empezó a fines de 1990 o principios de 1991, pero sí sabe que está en blanco desde octubre de 1991. Y que apenas le tocó número bajo en el sorteo del servicio militar volvió enseguida al restorán para seguir trabajando allí sin interrupciones. Javier Arredondo, el hermano de José, sí se acuerda la fecha exacta de su llegada: fue el 1º de febrero de 1992. “Me vine de Entre Ríos, pasé a saludar a mi hermano y me quedé. No me fui nunca más”, le cuenta a Infobae. Sentados en una mesa del restorán en el que son mozos desde hace décadas y en el que aprendieron cada detalle del oficio, cuentan sus trucos, sus secretos y sus mejores y peores días vestidos con su chaleco negro y a cargo de las bandejas plateadas de este rincón porteño de culto. Descansan entre el servicio del mediodía y el que vendrá a la noche. Ocupan una de todas las mesas que atienden desde hace más de treinta años, levantan la vista y tantean a sus compañeros de la cocina, a ver qué pueden almorzar. Hacen algunos chistes y se acuerdan de los años en los que el tiempo de descanso era para pasarse un par de horas jugando al fútbol sin parar. “Pero ahora no nos da el cuerpo, olvidate”, dice Javier, el más locuaz de los Arredondo. Él tiene 51, José, 53. Juan, otro de sus hermanos, trabaja en la cocina de El Imparcial, sobre todo en la parrilla. Y el cuarto varón Arredondo, en El Globo, el restorán al que se llega apenas cruzando la calle. El restorán más antiguo de Buenos Aires está en la esquina de Hipólito Yrigoyen y Salta, en el barrio de Congreso Los cuatro entrerrianos descendientes de españoles fueron viniendo de a uno de Mojones Norte a esta esquina del barrio de Congreso, Hipólito Yrigoyen y Salta. Vinieron y se fueron quedando. Hasta hoy, que van y vienen por el enorme salón conociendo cada baldosa, cada uno de los mosaicos que forman murales andaluces, cada cliente de los que reinciden con mayor o menor frecuencia en las mesas más antiguas de Buenos Aires. Historia de un rincón porteño El restorán nació en 1860, hace 165 años, sobre un solar de la entonces calle Victoria, que se convertiría después en Hipólito Yrigoyen. Lo fundó Severino García, un inmigrante español que, como tantos de sus compatriotas afincados en Buenos Aires, vio en la gastronomía un posible futuro laboral. En los años de las grandes oleadas migratorias que llegaban desde Europa, era habitual que quienes llegaban desde España abrieran un almacén, una panadería o un restorán, y Severino García eligió ese destino. Después de su primera ubicación, se mudo a Bernardo de Irigoyen e Hipólito Yrigoyen primero, y en 1933 se instaló en la esquina en la que ya lleva prácticamente un siglo, a apenas tres cuadras de la Plaza de los Dos Congresos. El restorán no siempre se llamó como hoy. Su nombre actual es una consecuencia de la Guerra Civil Española. Es que a apenas a una cuadra, en la esquina de Avenida de Mayo y Salta, funcionaban El Español y el Bar Iberia, que todavía subsiste. En El Español se reunían los franquistas, y en el Iberia, los republicanos. Las discusiones eran frecuentes y, en algunas ocasiones, encarnizadas: en las más violentas, hubo sillas que volaban de un bar al otro con el objetivo de romper algunos vidrios y lastimar a algún contrincante político. En medio de esa disputa sin solución, Severino sostuvo una postura infranqueable: que en su salón, en sus mesas, se comieran especialidades españolas y que no se hablara ni de política ni de religión, así se evitaban las discusiones. El nombre quedó servido: vecino del punto de encuentro franquista y del republicano, nació El Imparcial. Los días más difíciles “Esta es como nuestra casa. Nos quedamos acá porque nos sentimos cómodos”, dice Javier, pero enseguida advierte: “Lo que tiene nuestro oficio es que es muy sacrificado por el horario cortado. Faltás a los cumpleaños de la familia, al primer día de clase de los chicos, y eso es duro”. “Todo lo que ponés acá lo sacás de la vida personal”, completa José. Los hermanos viven en Quilmes. Antes de las 11 de la mañana salen de sus casas para viajar hasta el restorán, y vuelven cada noche pasada la 1 de la madrugada. Los hermanos no dudan: los días más difíciles en el restorán fueron los de la crisis de diciembre de 2001. Foto: Reuters Mariana Bazo. “No vale la pena volver a casa por las horas que tenemos entre el mediodía y la noche: si lo hiciera, me cansaría todavía más y es un gasto de plata”, dice Javier. En las mesas del restorán le sirvieron abadejo a la plancha a Raúl Alfonsín, un comensal “que siempre se acordaba del nombre de cada mozo”, y también arroz con mariscos a Arnaldo André. Vieron pasar por las mesas a las que dedican su vida a Mirtha Legrand y a Amalita Fortabat. Vieron, también, la historia argentina en movimiento. “2001 fue lo más difícil que nos pasó. Estamos en el centro de la ciudad, cerca del Congreso. Pasaban las balas, el humo, el fuego. Sentimos la vida en peligro y después vino la recesión que fue durísima también para el trabajo”, cuenta Javier. José recuerda los meses más quietos de la pandemia como otro de los momentos más difíciles de su carrera de mozo, “aunque no llegó a ser como 2001”, advierte. Por estos días, los miércoles son días más tranquilos de lo que quisieran: “Con la marcha de los jubilados y la represión, mucha gente evita esta zona, en el salón lo sentimos”, cuenta el mayor de los Arredondo, rodeado del ruido que viene de una cocina en plena preparación para el turno noche. “Hoy está difícil, la gente la está pasando mal económicamente y cuida más el bolsillo. Hay clientes que venían todos los días y ahora vienen una o dos veces por semana, y los que venían semanalmente ahora vienen cada quince días. Además, cayó mucho el turismo de afuera. Pero el que es leal, es leal. Vuelve siempre”, define Javier, y empieza a revelar el primero de los trucos del oficio que empezó a aprender el día que pasó a saludar a su hermano y se quedó para siempre. “A mí me encantaría vender siempre un pulpo caro con un vino caro, porque la propina de ese servicio, que casi siempre se calcula como un porcentaje, es más alta que si el cliente come y toma otra cosa. Pero yo prefiero equilibrar lo que quiere la casa y lo que quiere el cliente, porque entonces ahí estoy apostando a que se vuelva un cliente regular, que va a venir seguido, y eso termina siendo lo más importante”, devela Javier. Javier Arredondo tiene 51 años. Llegó al restorán a saludar a su hermano, le ofrecieron trabajo y no se fue nunca más José se anima a responder sobre si los mozos siempre recomiendan lo que efectivamente “está más rico” en la cocina, sobre todo en la parrilla. “Hay que saber vender, equilibrar lo que está más atrás con lo que recién salió. Todo el tiempo nuestro trabajo es dar un servicio completo y de calidad al cliente, entonces recomendarle bien es parte de ese servicio de calidad, pero no perdiendo de vista que hay que vender lo que está en la cocina de la forma más equilibrada posible”. Cuidar al cliente y tenerle paciencia No se hicieron mozos enseguida los Arredondo. Fueron aprendices, pasaron por la cocina, por la barra, por la bacha. Hasta que se calzaron el chaleco, la bandeja, la sonrisa y la paciencia, y salieron a ese salón que conocen de memoria. “Conocer todas las partes del trabajo, sobre todo el funcionamiento de la cocina, te hace dar el mejor servicio en la mesa. Y la forma de ganar una buena propina es lograr que el servicio sea el mejor: para eso hay que confiar en que la comida va a estar bien, ver que esté bien presentada, servirla bien al cliente, estar atento a lo que necesite todo el tiempo”, describe Javier. Su hermano suma: “Para la buena propina importa todo”. Pero algunas cosas pueden importar más que otras. “El cliente que ya te conoce y te espera para sentarse en una de tus mesas, va a dejar propina porque te está eligiendo. Tal vez deja el 10%, no más que la media, pero sabés que es un cliente regular y que quiere que vos seas su mozo. A los clientes regulares, que en muchos casos se convirtieron en nuestros amigos, hay que cuidarlos mucho”, explica Javier. Hay que cuidarles, entre otras cosas, el bolsillo. “En épocas económicas más difíciles, como ahora, una forma de ganarse una buena propina es recomendando bien al cliente para que el ticket no se le vaya mucho de precio. Por ejemplo, si ves que apunta a un plato muy caro, recomendar un complemento que no salga tanto, o advertir cuando están pidiendo mucho para que compartan alguna de las opciones”, suma Javier, y vuelve sobre algo que los hermanos enfatizan una y otra vez: “Por ahí en esa compra la propina no es mucha, pero si lo cuidás, ese cliente probablemente vuelva”. José dice que uno de los secretos de su trabajo es equilibrar lo que recién se cocinó con lo que lleva más tiempo esperando a la hora de recomendarle un plato al comensal Las propinas que alcanzan el 15% o incluso el 20% del ticket vienen de las mesas más grandes, en las que el servicio es más exigente por la cantidad de personas a las que hay que atender. “Si una mesa da muchísimo trabajo por la cantidad y la variedad, se espera una propina por encima del 10%. Diría que si es el 10%, en esos casos se queda medio corto”, describe José. Las “mañas” del comensal son otra clave para mejorar la propina. “Cuando vos sabés que a un cliente le gusta el arroz con más o con menos azafrán, o cómo toma el café, o a qué punto quiere la carne, lo habitual es que esa persona lo agradezca y lo retribuya al momento de dejar la propina. Y esa persona también agradece que vos hagas saber a otros compañeros tuyos cómo le gusta el café, el arroz o la carne, así siempre hay alguien que va a saber atenderlo si su mozo habitual está de vacaciones o se enfermó”, dice Javier. En los mejores meses de trabajo, la propina puede llegar a triplicar el sueldo que cobran los Arredondo. Pero lo habitual es que la propina duplique el sueldo. “Es una parte importante de lo que llevamos a casa, por eso hay que dar el mejor servicio para que el esfuerzo valga la pena”, suma el hermano mayor. Según los hermanos, hoy el salario básico por convenio de un mozo es de 1.050.000 pesos. “A eso a los que estamos en blanco hay que sumarle la antigüedad, pero a la vez hay muchos chicos en el rubro gastronómico a los que hacen trabajar en negro por la mitad de la plata”, cuenta Javier. El sueldo fue lo que lo sedujo en febrero de 1992, cuando entró a trabajar a El Imparcial: “Pasé a saludar a mi hermano y me dijeron que me quedara a trabajar hasta que empezaran las clases, yo no había terminado el secundario. Me decían ‘quedate que con lo que juntes te comprás unas pilchas’. Y cuando cobré a fin de mes… bueno, decidí quedarme”, reconstruye. Los dos se consideran “mozos de la vieja escuela”, de los que pasaron por todos los puestos del restorán, tuvieron maestros y también fueron maestros de otras generaciones. “Los chicos más jóvenes no tienen tanta paciencia para formarse, quieren que todo vaya más rápido. E incluso tampoco se acuerda tanto los pedidos grandes”, cuenta José. Él todavía toma cada pedido de memoria: “Sigo hasta que esta deje de funcionar”, dice sonriente, y se golpea despacito la cabeza. Javier, en cambio, se acuerda de casi todo pero anota los pedidos en las largas mesas de oficinistas que piden menú ejecutivo: “Es que son muchos pedidos, si vienen en la hora de almuerzo están apurados, y ya no me quiero quemar la cabeza para recordar eso, así que tomo la comanda”, cuenta. Lo que pasa en la cocina, queda en la cocina El mito sobre lo que le ocurre al plato de un cliente cuando, por alguna queja, vuelve a la cocina, se agigantó con el correr de los años. Las descripciones populares sobre las posibles represalias tras bambalinas van desde detalles que no pasarían ninguna prueba de bromatología hasta, directamente, escenas escatológicas. Los Arredondo conocen a fondo el funcionamiento de la cocina: dicen que es uno de los grandes aprendizajes de los mozos de "la vieja escuela" Los Arredondo no dudan en responder sobre esa sospecha que late en el inconsciente colectivo. “Llevar el plato de nuevo a la cocina es una oportunidad para mejorar y para que la cocina y todo el servicio que brindamos se reivindique. Es mucho mejor que el cliente me devuelva el plato cuando apenas lo prueba que una queja cuando ya terminó, porque entonces yo tengo la posibilidad de que ese plato mejore, que si hace falta se haga de vuelta, y que el cliente quede satisfecho”, describe Javier. Y responde: —¿Entonces es un mito todo lo que se dice sobre lo que le pasa a un plato cuando vuelve a la cocina? —No debería ocurrir. —¿Pero ocurre? —Puede ser que ocurra, pero no debería. Los últimos clientes de este mediodía en El Imparcial ya se fueron. Los Arredondo están por almorzar, descansar un rato, tal vez caminar unas cuadras por Avenida de Mayo, ese pedazo de Buenos Aires en el que se instalaron tantos españoles durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Van a volver al ruedo cuando los próximos clientes lleguen, a la hora de la cena. Van a atenderlos con la experiencia que construyeron durante más de tres décadas y van a jugar su mejor carta: hacer todo lo posible para que esos comensales vuelvan. Tal vez los años los conviertan, además de en clientes regulares, en algunos de los amigos de la vida que conocieron en este salón por el que van y vienen desde que eran dos pibes. Este salón enorme al que los dos llaman, sin ninguna duda, “casa”.
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