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Gualeguaychu » El Dia
Fecha: 07/09/2025 00:32
En Argentina, el proceso de formación docente comienza a mediados del siglo XIX, consolidándose entre sus últimas décadas y las primeras del siglo XX. El Estado desempeñó un papel protagónico en este proceso, en la medida en que fue responsable de crear las instituciones, definir el tipo de preparación y regular las formas de acceso a la docencia. Para el normalismo, el maestro se define como un educador moral de las masas: “Un convertidor en tanto artífice de los cambios esperados, un apóstol, ejemplo de conducta y hasta de vida a imitar, antes que un sabio de quien aprender; tenía que saber lo justo para enseñar y nunca saber por saber”. Durante un largo tiempo, las autoridades locales y vecinos de Gualeguaychú reclamaban insistentemente la apertura de una escuela normal. Esto tuvo eco debido a la decidida voluntad política de los gobernadores de aquella época de abrir este tipo de instituciones educativas en diferentes lugares de la provincia. Puede interesarte En el caso de la Escuela Normal “Olegario Víctor Andrade” (Enova), la piedra fundamental había sido colocada el 5 de enero de 1908, asistiendo a la ceremonia el gobernador de Entre Ríos Faustino Parera. El acto tuvo el siguiente programa: entonación del Himno Nacional acompañados por la Banda de música; lectura del Acta de colocación de la piedra; discurso del Ministro de Hacienda e Instrucción Pública, Dr. Prócoro Crespo, del Director General de Escuelas de la Provincia, profesor Manuel Antequera y del Dr. Luis María Daneri, miembro de la comisión del evento. Los ingenieros Juan O. Buschiazzo e hijos proyectaron el edificio y sus constructores fueron los señores Volpe y Gagger, de la ciudad de Paraná. El profesor Alfredo Villalba, en febrero de 1910, había representado al Gobierno de la Nación para firmar un contrato con el ministro de hacienda de la provincia de Entre Ríos, Dr. Prócoro Crespo “relacionado con la venta de los edificios que ocuparon las escuelas superiores de Gualeguay y Concordia y el que se construye para la nuestra en el terreno”, donde se construirá la escuela normal, según El Noticiero del 22 de febrero de ese año. En efecto, el 1 de marzo de 1910 se conoció el decreto que designaba al primer personal. Como Director fue nombrado Alfredo Villalba, profesor de pedagogía y castellano; y como Vicedirectora, Mercedes Mójica. Se nombraron, además, los profesores de historia, física, química, francés, dibujo natural y trabajo manual (niñas); música, ejercicios físicos, trabajo manual y agricultura (niños); economía doméstica y labores y corte y confección. Las clases comenzaron el 7 de marzo de 1910 con 29 alumnos en primer año para magisterio y 272 en el departamento de Aplicación –primaria–. La institución abrió sus puertas en la Escuela Nº 1 “Guillermo Rawson”. La primera alumna del curso normal fue María Francisca Frávega para el curso normal –magisterio–, mientras que para el departamento de aplicación fue Pedro Etcherriere. En un principio, la institución había sido pensada sólo para varones, aunque en el total de inscriptos hubo mayoría de mujeres. Una matrícula interesante para un tiempo en que los sectores medios se veían beneficiados con el sistema educativo. Los jóvenes provenientes de hogares empobrecidos o humildes también tenían posibilidades, ya que en el cupo de inscriptos estaban previstas las becas, aunque eran mínimas. La Escuela Normal “Olegario Víctor Andrade” tomó un fuerte impulso institucional y de compromiso social. Los alumnos, docentes y los primeros egresados fueron conformando diferentes grupos de trabajo que se relacionaban directamente con la Enova. Hacia fines de 1911 se fundó la Sociedad Sarmiento que tuvo por finalidad la divulgación y promoción literaria en el ámbito escolar y en la comunidad gualeguaychuense. Años más tarde, en diciembre de 1914, la Sociedad Sarmiento presidida por el profesor Luis Doello Jurado inauguró la biblioteca de la escuela. En honor a su trayectoria como docente, lleva su nombre. En 1915 se formó la Asociación de Cultura Física que realizó la primera demostración en la Plaza de Frutos (hoy estadio municipal de fútbol). Al poco tiempo, la Escuela con el apoyo de la Sociedad alquiló un predio de media manzana haciendo cruz con la institución. En septiembre de 1919, el director Bernardo L. Peyret elevó a la Sociedad un proyecto para la dotación de una plaza de ejercicios físicos. “El Diario” de Paraná, en 1920, se hizo eco de las gestiones de Peyret ante el Gobernador, para acceder a una propiedad que les permitiera a las diferentes instituciones educativas y sociales utilizar el predio con fines gimnásticos, atléticos y deportivos. Después de reiteradas gestiones, por decreto de noviembre de 1924, se adquirió la “canchita” para ejercicios físicos. Puede interesarte Los lotes pertenecían a Sixto Vela, Enrique Cepeda, Silvio Isetta y Félix Sobredo. En mayo de 1929 se inauguró el predio. Cerrado por un cerco de mampostería y alambre; el nuevo espacio para actividades físicas contaba con una cancha de fútbol, tenis y pelota al cesto con dos casillas destinadas a vestuario. También en diciembre de 1915, se constituyó la Asociación de exalumnas Maestras. Esta Asociación fue creada a instancia del rector Bernardo Luis Peyret. Con fecha 10 de diciembre, se convocó a una reunión para el día 13, a las treinta y seis maestras egresadas desde 1913. Los objetivos propuestos para la Asociación eran variados y ambiciosos: afianzar la fraternidad profesional, contribuir a la cultura general, estimular a los alumnos maestros, secundar iniciativas a la realización de festejos escolares o comunitarios. Originariamente, se constituyó una comisión que tuvo a su cargo la organización de la Asociación. Formaron parte de aquella primera comisión el rector Peyret (presidente), Emilia Muñoz Marchini, María Magdalena Samacoits, América Barbosa, Adela Venturino y Leonor Hermelo. Una vez resuelto los estatutos, se conformó la primera comisión directiva de la Asociación de exalumnos Maestros de Entre Ríos con el tiempo se denominaría Asociación de Magisterio. La apertura de la Escuela Normal como opción de estudios secundarios y como formación para un campo de trabajo legítimo y protegido constituyó rápidamente un lugar atrayente para las mujeres y sus familias (mayoritariamente de las capas ascendentes, aunque también de la élite) ya que respondía por diferentes razones a las inquietudes de los distintos grupos de mujeres, convergiendo con la necesidad estatal de brindar educación. Esa construcción política y simbólica de la educación, se trasladó a la formación docente y al estilo de vida y conducta cotidiana de las maestras. El Consejo Nacional de Educación, hasta las primeras décadas del siglo XX, hacía firmar contratos en los que quedaba establecida la forma de vida de las maestras. Aquellos contratos eran una clara invasión a la vida personal y avasalladores de los derechos individuales, pero fieles a un modelo pedagógico basado en la imagen personal, en la rigidez social y en la moralidad reinante. A continuación mencionamos algunos de los puntos que contenían esos documentos: no casarse (este contrato quedara automáticamente anulado y sin efecto si la maestra se casa); no andar en compañía de hombres; estar en su casa entre las ocho de la tarde y las seis de la mañana (a menos que sea para atender una función escolar); no pasearse por las heladerías del centro de la ciudad; no fumar cigarrillos; no ingerir bebidas alcohólicas; no viajar en ningún coche o automóvil con ningún hombre excepto su hermano o su padre; no vestir ropas de colores brillantes; no teñirse el pelo; usar al menos dos enaguas; no usar vestidos que queden a más de cinco centímetros por encima de los tobillos; no usar polvos faciales; no maquillarse ni pintarse los labios; entre otras prohibiciones. El ejercicio de control y observación era para el personal docente y el estudiantado. En las libretas de clasificaciones, además de las notas correspondientes a cada bimestre, había mensajes para los alumnos y los padres. Los mismos hacían referencia a las condiciones de ingreso al Departamento de Aplicación (formación de maestras) como así también con respecto al aseo y a la asistencia. En cuanto a los alumnos, se establecía que “La escuela necesita que sus educandos sean empeñosos, decididos y francos; que se afanen y no se desdigan; que se comprometan y cumplan; que hablen y no mientan. Que sean comedidos, cariñosos y buenos en la casa; estudiosos, obedientes y dóciles en la escuela; respetuosos y dignos en todas partes. Para ello solo abrigarán en su mente ideas y acciones sanas y juiciosas; no mancharán sus labios con palabras impuras, ni con palabras que signifiquen mentir; ni sus manos percibiendo objetos o dineros indebidos; serán afectuosos, sinceros y leales para con sus padres y maestros para con sus hermanos y amigos; rehusarán la calle por los peligros morales y materiales que ocasiona a los que la frecuentan demasiado, y concurrirán a la Escuela para vivir en ella, en pensamiento y acción, para llevar con orgullo el uniforme escolar y dignificarlo con la labor paciente y provechosa”. Los alumnos debían concurrir a la escuela a la hora establecida por los horarios de clases; ya que empezaban estrictamente de acuerdo con ellos. Las llegadas fuera de horario como las inasistencias debían ser justificadas por los padres al día siguiente. En ese mismo sentido, en 1915, el rector Peyret, publicó una exhortación destinada a los educandos en la cual sostiene que antes de comenzar la primera clase de la mañana y de la tarde, los maestros de grado debían pasar revista de la limpieza personal de cada alumno durante la formación general. El documento establecía que “Los niños deben presentarse diariamente a la escuela: con la cara, las manos y las uñas perfectamente limpias; con el cabello corto y peinado; con el uniforme completo y bien conservado, sin manchas ni roturas; con la corbata sana, limpia y hecha moño; con el cuello perfectamente blanco y planchado; con la gorra bien tenida y en ella la insignia de la escuela; con los botines brillantes por el lustre y el aseo”. Este conjunto de normas refleja el ideal de docencia del normalismo, entendido como un sacerdocio moral antes que como una profesión académica.
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