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» Comercio y Justicia
Fecha: 05/09/2025 10:12
Por Federico J. Macciocchi (*) En nuestra ciudad de Córdoba la crisis ambiental es tan visible como negada. Un reciente informe publicado por La Voz del Interior localizó decenas de basurales clandestinos en plena traza urbana. No estamos hablando de focos dispersos en el periurbano rural, ni de microbasurales en zonas marginales, sino de un patrón estructural que atraviesa barrios enteros, canales pluviales, reservas naturales y predios públicos convertidos en vertederos ilegales. La postal se repite con obsesiva regularidad: residuos domiciliarios mezclados con restos de obra, electrodomésticos en desuso, animales muertos, plásticos, neumáticos y fuego. Mucho fuego. La primera reacción del poder público ante esta evidencia debería ser la vergüenza. La segunda, la acción. Pero ocurre lo contrario, ni vergüenza ni acción. Lo que predomina es la inercia burocrática, la ceguera selectiva y la indiferencia. Cuando el Estado permite, tolera y omite intervenir frente a un fenómeno masivo y reiterado, ya no es correcto hablar de clandestinidad. Lo que se llama “basural ilegal” debería sincerarse como lo que en los hechos es: un basural tolerado, con habilitación tácita en virtud de la omisión estatal. La Constitución Nacional, en su art. 41, reconoce el derecho de todos los habitantes a un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo humano. Además impone a las autoridades la obligación de protegerlo. Ese derecho incluye no solo la reparación del daño, sino, y sobre todo, evitarlo de acuerdo a los principios de prevención y precaución. La Ley General del Ambiente (25.675) y la Ley Provincial 10208 además de estos principios, prevén la obligación de recomposición y la responsabilidad objetiva de quienes provocan o permiten el deterioro ambiental. Pero en Córdoba, parece que tales principios se archivan cada vez que se trata de residuos. Lo urgente tapa lo importante, y el abandono se vuelve rutina. Nadie niega que parte de la basura proviene de acciones individuales. Pero cuando el problema es masivo, repetido y visible, ya no es un problema de conducta de los ciudadanos sino un fracaso de política pública. No podemos seguir sorprendiéndonos ante vertederos que existen hace años. Las autoridades deben ejercer su rol de control. Y la justicia, salvo honrosas excepciones, no puede continuar invisibilizando el daño ambiental amparándose en rigorismos formales. Las denuncias vecinales están. Los informes periodísticos están. Las imágenes satelitales están. Los antecedentes judiciales también. Pero aún así, el sistema sigue sin construir una respuesta integral, coordinada y con presupuesto, para atacar el problema desde la raíz. Mientras tanto, se normaliza lo inaceptable. Se convive con el humo, los olores nauseabundos, la proliferación de vectores, la contaminación del suelo y del aire, y con la sensación —más devastadora que la basura misma— de que a nadie le importa. Porque la mayor contaminación no es la que entra por la nariz, sino la que se instala en la conciencia colectiva como resignación. En este contexto, el litigio ambiental cobra un valor político, no solo jurídico. Es una herramienta para incomodar al poder, para romper la inercia, para exigir la aplicación efectiva de normas que ya existen pero que nadie ejecuta. Cada acción de amparo, cada medida cautelar, cada reclamo colectivo es una señal de que el derecho ambiental no es sólo un discurso bonito. Es un límite, un mandato, y a la vez una deuda. Córdoba no necesita más diagnósticos. Necesita decisiones. Si el Estado no erradica los basurales, no podrá jamás reclamar responsabilidad ambiental al sector privado. Si no se ejerce el poder de policía ambiental, no podrá exigirse a nadie el cumplimiento de ordenanzas que la propia municipalidad ignora. Si no actúa su rol se convierte en una ficción. Los basurales clandestinos, en rigor, no son ilegales sino que son consecuencia directa de una política pública ausente. Y cuando la omisión estatal se convierte en práctica constante, estamos frente a algo peor que la ilegalidad: la hipocresía institucional. (*) Abogado en causas ambientales de relevancia social. Docente de Derecho de los Recursos Naturales y Ambiental y de Derecho Público Provincial y Municipal (Facultad de Derecho – UNC). Presidente Fundación Club de Derecho.
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