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  • “Atacar el lavado de activos es atacar el motor financiero de la corrupción”

    » Comercio y Justicia

    Fecha: 03/09/2025 13:32

    La frase pertenece al especialista Marcos Sequeira, quien -al referirse a estos delitos- aseguró que el verdadero daño es sistémico: distorsiona los mercados, ahuyenta la inversión legítima, erosiona la confianza de la gente en la democracia y debilita la capacidad del Estado de gobernar La relación simbiótica entre la corrupción y el lavado de activos, es una “amenaza estratégica” para la democracia y la economía”, señala a Factor Marcos Sequeira, experto en derecho penal económico, quien disertará sobre este tema en la apertura del V Congreso Internacional en Derecho Constitucional y Derecho Penal organizado por la República del Ecuador. Recordemos que Sequeira fue distinguido con el “Diploma de Excelencia Académica” por parte de las autoridades públicas y entidades deontológicas de ese país en los años 2023 y 2024. – El próximo día 18 abrirá el congreso internacional con un tema que genera gran preocupación: “Corrupción y lavado de activos”. ¿Por qué es tan importante analizar estos dos delitos de manera conjunta? – Es trascendental porque no son delitos aislados sino dos caras de la misma moneda. Funcionan como un ecosistema criminal interconectado. La corrupción genera las ganancias ilícitas y el lavado de activos se encarga de darles una apariencia legal para poder reinsertarlas en el mercado. Es un círculo vicioso que se retroalimenta y fortalece, consolidando un ciclo de impunidad que degrada nuestras instituciones. Dogmáticamente, hablamos de un concurso de delitos real, donde el lavado es un acto posterior y autónomo, pero que teleológicamente está unido al delito precedente de corrupción. Sin la expectativa de poder lavar los activos, el incentivo para cometer actos de corrupción a gran escala disminuiría drásticamente. – Usted lo califica como una “amenaza sistémica”. ¿Significa que su impacto va más allá del dinero que se desvía? – Exactamente. Cuando hablamos de grandes tramas de corrupción, el enriquecimiento de unos pocos es sólo el principio. El verdadero daño es sistémico: distorsiona los mercados, ahuyenta la inversión legítima, erosiona la confianza de la gente en la democracia y debilita la capacidad del Estado de gobernar. El bien jurídico protegido en estos casos no es simplemente la “correcta administración pública”, una visión ya superada, sino un bien jurídico supraindividual y de naturaleza difusa. Hablamos del “orden económico y financiero” y, más profundamente, de la “legitimidad del sistema democrático”. La corrupción ataca la premisa fundamental de la igualdad ante la ley y la imparcialidad del poder estatal, convirtiéndose en un factor de desestabilización que trasciende el ámbito puramente económico para adquirir una dimensión política y social. Deja de ser un problema de orden público para convertirse en una amenaza estratégica para la seguridad y el desarrollo de un país. – ¿Cómo funciona en la práctica este círculo vicioso? – Opera en dos direcciones. Primero, un acto de corrupción, como un soborno o un sobreprecio en una obra pública, genera una masa de dinero sucio. Para poder usar ese dinero sin levantar sospechas, los delincuentes necesitan “lavarlo”. Ahí entra el segundo delito. Pero, a su vez, el propio proceso de lavado puede requerir nuevos sobornos, por ejemplo, a un funcionario bancario para que ignore un reporte. Con el dinero ya “limpio”, las redes criminales aumentan su poder para corromper aún más. El lavado no es una consecuencia, es el habilitador estratégico de la corrupción a gran escala. Este proceso se materializa en tres etapas clásicas. La primera es la colocación (placement), la fase más vulnerable, donde se introduce el efectivo ilícito en el sistema financiero. Esto a menudo se hace a través del “pitufeo” (smurfing), fraccionando grandes sumas en depósitos menores a los umbrales de reporte obligatorio. La segunda etapa es la estratificación (layering), que busca ocultar el origen del dinero mediante una maraña de transacciones complejas, usualmente transfronterizas, utilizando empresas fantasma (shell companies) en jurisdicciones con alto secreto bancario y corporativo. Finalmente, llega la integración (integration), donde los fondos, ya con una apariencia de legalidad, se reintroducen en la economía a través de la compra de bienes de lujo, propiedades inmobiliarias o la inversión en negocios legítimos. – Desde el punto de vista legal, perseguir estos delitos es notoriamente difícil. ¿Dónde radica la principal complejidad para la Justicia? – La complejidad es inmensa y ha obligado a la propia Teoría del Delito a evolucionar de manera notable a lo largo del último siglo. Los modelos clásicos del causalismo, cuyos máximos exponentes fueron Franz von Liszt y Ernst von Beling, resultaban absolutamente insuficientes. Su modelo partía de un concepto de acción “ciego”, puramente mecanicista, entendido como una modificación del mundo exterior causada por un movimiento corporal. La pregunta en el tipo penal era simplemente si la acción había sido “causa” del resultado, según la fórmula de la conditio sine qua non. Esto generaba un problema de regresión al infinito, pues el fabricante del arma de un homicidio también era “causa” del resultado. Todo el análisis valorativo y subjetivo se postergaba a la culpabilidad. La primera gran revolución vino con el finalismo de Hans Welzel. Él parte de una base ontológica: la acción humana no es ciega, es inherentemente “final”, es decir, dirigida por la voluntad hacia un fin. Esta concepción provocó un giro copernicano en la estructura del delito: el dolo y la culpa, como elementos subjetivos, fueron extraídos de la culpabilidad e integrados en el tipo penal, dando lugar a la distinción entre un tipo objetivo (la descripción externa del hecho) y un tipo subjetivo (la finalidad del autor). Esto permitió analizar la intención delictiva desde el primer escalón del análisis, una solución mucho más lógica y justa. Sin embargo, el finalismo aún no resolvía del todo los problemas de la causalidad en el tipo objetivo. Aquí es donde surgen las teorías del funcionalismo, principalmente con los desarrollos de Claus Roxin y Günther Jakobs. Ellos proponen la Teoría de la Imputación Objetiva, que sostiene que no basta con “causar” un resultado; es necesario que este pueda serle “imputado” jurídicamente a la conducta del autor como obra suya. Roxin, desde su perspectiva de un funcionalismo político-criminal, establece tres filtros para afirmar la imputación. Primero, la conducta debe haber creado un riesgo jurídicamente desaprobado, superando el nivel de riesgo permitido en una sociedad moderna. Segundo, ese riesgo específico debe haberse realizado en el resultado y no otro distinto (el famoso ejemplo de la víctima que muere en el accidente de la ambulancia). Y tercero, el resultado debe estar comprendido dentro del fin de protección de la norma que se violó. Por su parte, Jakobs desarrolla un funcionalismo normativista o sistémico, mucho más radical. Para él, el delito no es la lesión de un bien jurídico, sino la defraudación de una expectativa normativa. El delincuente, con su acto, comunica que la norma no es válida. La pena es la respuesta del sistema para reafirmar la vigencia de la norma. Su teoría de la imputación se basa en la gestión de riesgos y en la delimitación de esferas de competencia o “roles”. Un individuo es responsable cuando, con su conducta, viola los deberes asociados a su rol social. Esto es particularmente útil para analizar la participación de los “facilitadores” en el lavado de activos -abogados, contadores-, quienes son responsables por infringir los deberes de su rol profesional. Esta evolución nos permite entender la corrupción como un delito pluriofensivo de infracción de un deber, cuya persecución exige herramientas dogmáticas sofisticadas que superan con creces la simple causalidad. – Si se lleva el análisis a nuestro país, ¿cuál es la situación en Argentina respecto a la lucha contra estos fenómenos? – Argentina cuenta con un marco legal robusto, con un pilar represivo en el Código Penal y uno preventivo en la ley 25246, que creó a la Unidad de Información Financiera (UIF). La UIF es la bisagra del sistema y el punto de contacto de Argentina con la red global de cooperación, el Grupo Egmont. Su función es central para implementar el “enfoque basado en riesgo” que exigen los estándares del GAFI. Sin embargo, los datos muestran una brecha entre la norma y la realidad. Si bien entre 2019 y 2024 hubo 91 sentencias condenatorias por lavado, la tasa de condenas efectivas por corrupción contra altos funcionarios sigue siendo históricamente muy baja. Esto se debe a múltiples factores: la complejidad probatoria, el uso de sofisticadas estructuras corporativas para ocultar a los beneficiarios finales, y a veces, la falta de una voluntad política sostenida. Tenemos las herramientas, el desafío está en la ejecución eficaz. – Mencionó el impacto en la economía y la democracia, pero ¿cómo afecta esto al ciudadano común? – Lo afecta de la manera más directa y brutal. La corrupción funciona como un impuesto oculto y altamente regresivo. Cada peso que se desvía o se lava es un recurso que no va a un hospital, a una escuela, a la seguridad o a infraestructura. Esto no es una metáfora. Dogmáticamente, la corrupción afecta la capacidad del Estado para cumplir con la “parte prestacional” de los derechos fundamentales. El derecho a la salud o a la educación, consagrados en la Constitución, requieren de una inversión pública activa. La corrupción drena esos fondos, impidiendo la materialización de esos derechos. La falta de una cama en una terapia intensiva o de una vacante en un jardín de infantes es, muchas veces, la consecuencia directa de ese dinero que terminó en el bolsillo de un corrupto. El costo lo pagan los más vulnerables con su bienestar y sus oportunidades. – Con vistas al el futuro, ¿cuáles son los nuevos desafíos? Se habla mucho de las criptomonedas. Sin duda. Los criptoactivos representan una nueva frontera. Ofrecen pseudoanonimato y un alcance global que facilita las tres etapas del lavado. La tecnología blockchain, si bien pública en muchos casos como Bitcoin, es pseudónima. La clave es vincular una dirección alfanumérica a una identidad real. Los criminales usan herramientas de ofuscación como los “mezcladores” o tumblers, que agrupan y mezclan transacciones de múltiples usuarios para romper el rastro. También utilizan el “salto de cadena” (chain hopping), convirtiendo fondos rápidamente entre diferentes criptomonedas, a menudo pasando por privacy coins que ocultan por defecto los detalles de las transacciones. El auge de las finanzas descentralizadas (DeFi), que operan sin intermediarios, añade otra capa de complejidad. Hoy vemos una verdadera batalla tecnológica entre estas técnicas y el análisis forense de blockchain que usan las autoridades para seguir el rastro del dinero. – Finalmente, ¿existe una salida a este círculo vicioso? – Por supuesto, pero requiere una estrategia integral y coordinada en tres ámbitos. En el ámbito nacional, blindar la autonomía funcional y los recursos de organismos como la UIF y fortalecer la independencia y especialización judicial. Desde una perspectiva político-criminal, como diría Roxin, esto es una decisión fundamental para que el sistema funcione. En el ámbito corporativo, promover una cultura de cumplimiento (compliance). Los programas de cumplimiento son, desde la óptica de Jakobs, la manera en que la empresa gestiona su propia esfera de competencia para no defraudar las expectativas normativas y evitar la responsabilidad penal. Finalmente, en el ámbito internacional, acelerar la cooperación judicial a través de los tratados de asistencia recíproca (MLAT) y armonizar las regulaciones, especialmente sobre activos virtuales, para evitar el arbitraje regulatorio. El mensaje final es claro: cuando cortamos la ruta del dinero, reducimos drásticamente la oferta de corrupción. La ley importa, pero la ejecución decide.

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