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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 30/08/2025 06:52
Libertad (imagen ilustrativa) La modernidad política, desde la Ilustración hasta las democracias contemporáneas incluyendo los proyectos totalitarios del siglo XX, se presenta como el terreno privilegiado de la emancipación. En este sentido, el discurso de la libertad, la autonomía individual y la soberanía popular constituyen los pilares de la legitimidad política moderna. Sin embargo, Emmanuel Lévinas advierte la existencia de una trampa fatal en el modo bajo el cual la noción de libertad ha sido pensada en Occidente. El sujeto moderno, heredero del cogito cartesiano, ha concebido la libertad en términos de autodeterminación, cuya cumbre, Immanuel Kant, determina la libertad como la capacidad de la razón para darse a sí misma la ley moral. Este sujeto, entendido como autónomo, centrado en sí mismo y capaz de legislar su propia norma moral, es el paradigma de la libertad entendida como autarquía pero que conlleva, sin embargo, el riesgo de convertirse en una forma velada de esclavitud. Lévinas forja la idea de libertad no como autoafirmación, sino como disponibilidad ante el mandato ético que surge de la otredad. Desde esta perspectiva, las ideologías políticas modernas, nacionalistas, socialistas, liberales o tecnocráticas, pueden ser comprendidas como dispositivos de captura de la subjetividad, y productores de almas esclavas. Sujetos que, bajo la ilusión de autonomía, reproducen mandatos que no provienen de la otredad sino de estructuras de poder impersonales. Ahora bien, la otredad, fundadora de la ética y de donde proviene el mandato, se expresa y se transmite en tradiciones, hoy sobre todo las religiosas, por resguardar al ser humano del absolutismo de las ideologías políticas. Para Lévinas, es precisamente esta dimensión trascendente de las tradiciones lo que sustrae al ser humano de la clausura de la totalidad, de la tentación de convertir lo político en una nueva religión secular. La religión, al mantener vivo el vínculo con un Otro absoluto, impide que el ser humano quede absorbido por las construcciones totalizantes del Estado, la nación, la clase o el mercado. Desde esta perspectiva, el legado religioso aparece como la reserva ética que introduce una exterioridad irrenunciable frente a la tentación de idolatrar los proyectos políticos o a sus líderes. No obstante, es necesario advertir que también la religión, cuando se absolutiza, se deforma en fanatismos y radicalismos que esclavizan el alma de manera semejante a como lo hacen las ideologías políticas. Allí donde la trascendencia se trueca en cerrazón absorbente e imposición violenta, se pierde la función liberadora de la otredad y se produce un simulacro de lo sagrado que convierte la fe en ideología. De este modo, tanto lo político como lo religioso, en caso de absolutizarse, culminan siendo fábricas de idolatrías. Y así, el planteo de una libertad no agotada en la capacidad de elegir u optar entre alternativas ni en la autoafirmación soberana del sujeto, desmonta tanto el núcleo del liberalismo, donde la libertad es entendida como ausencia de coacción externa o interna; así como del marxismo, donde la libertad se proyecta como una emancipación de las condiciones materiales de opresión. En ambos casos, la libertad es pensada desde una centralidad del yo y de su capacidad de autodeterminación, mientras que en Lévinas la libertad es heterónoma y proviene del mandato originado a su vez en la otredad, y que no se elige, sino que se recibe. Mandar, desde Jean-Jacques Rousseau hasta el constitucionalismo liberal, significa establecer normas universales que los individuos aceptan en tanto ciudadanos libres, obedeciendo a la ley como si fuese obra propia. Pero esto, según Lévinas, ha devenido en un modelo político que demanda una voluntad individual obediente de una totalidad esclavizante como voluntad general, contrato social o soberanía estatal, en la cual la otredad se disuelve. Luego, en favor de mantener el concepto de libertad no como autarquía sino como responsabilidad ante la otredad, mandar no debería significar imponer una orden externa sobre una conciencia neutral, sino intervenir en la interioridad misma de la voluntad. Mandar, en este sentido, no es coaccionar, sino afectar. No es violentar la autonomía, sino inaugurar la posibilidad misma de la libertad como responsabilidad, como deuda, como exigencia. Y por eso, el mandato no es una ley positiva, ni un dogma, ni una imposición política, sino la epifanía de la otredad que me obliga sin mediaciones institucionales ni contratos sociales. El mandato antecede a la política y de hecho, debería fundarla. Y por eso, la libertad no consiste en la autarquía del yo, sino en la posibilidad de responder al llamado que me obliga más allá de toda elección previa. Las ideologías políticas modernas, en cambio, funcionan como mandatos invertidos, produciendo obligaciones en nombre de una totalidad, la nación, la clase, el mercado, la raza o el pueblo soberano, que reducen la singularidad a una mera función de un proyecto colectivo. De este modo, la ideología reemplaza a la otredad por un ídolo abstracto. Allí donde el mandato ético libera al sujeto de su solipsismo, la ideología lo esclaviza bajo consignas que funcionan como falsas conciencias y suplen la otredad por identidades y obediencias tan fabricadas como cerradas. Es así como puede entenderse que las ideologías modernas, lejos de realizar la promesa emancipadora, generan nuevas formas de esclavitud espiritual. Nietzsche ya había anticipado, en su crítica a la moral de rebaño, cómo los valores pueden convertirse en instrumentos de domesticación. Y Lévinas radicaliza esta crítica al mostrar que la esclavitud surge cuando la subjetividad se desvincula del mandato ético originario. El siglo XX ofrece ejemplos paradigmáticos. Los totalitarismos, nazi y soviético, produjeron sujetos dispuestos a sacrificar la singularidad en nombre de un ideal supra-histórico. Pero también en la democracia de masas se observa la fabricación de almas esclavas, individuos que creen ejercer su libertad mientras obedecen a imperativos de consumo, productividad o identidades políticas prefabricadas. Y aquí, la paradoja consiste en que cuanto más se enaltece la libertad, más se la vacía de su dimensión ética originaria, destruyendo la singularidad al transformar a los individuos en cosificaciones. Así, las ideologías contemporáneas operan como programas de domesticación de todo aspecto de la vida individual y colectiva, administrando pasiones. Repensar la relación entre libertad y mandato en un horizonte no ideológico ni político que produce esclavitud bajo la apariencia de emancipación, es un punto importante para afirmar que la verdadera libertad sólo se cumple en la responsabilidad hacia la otredad. Esta perspectiva abre un camino para una política no idolátrica, fundada en la capacidad de resistir toda tentación de reducir al ser humano a engranajes de un sistema y por ende a los ídolos políticos que, en nombre de la emancipación, perpetúan formas de servidumbre espiritual. Y es aquí donde, precisamente en esta era destradicionalizante, las tradición religiosa, siempre que permanezca abierta a la responsabilidad frente a un Otro y al mandato trascendental que la funda, ofrece un resguardo imprescindible contra la esclavitud ideológica. Una libertad que no esclaviza, sino que humaniza, mediante un ámbito que recuerda y actualiza la exterioridad de lo humano frente a cualquier totalidad política, así como también manifiesta la diferencia entre el poder como fuente legal impositiva, y la autoridad como fuente de valor demandante de responsabilidad. La primera, donde la demanda de obediencia radica en el miedo o como producto del interés; y la segunda, donde la obediencia es autoexigida y radica en el mismo reconocimiento de la otredad como fuente de legitimidad.
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