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  • El Talmud profanado: del «nunca más» al «ahora nosotros»

    » Diario Cordoba

    Fecha: 28/08/2025 05:17

    La paradoja más hiriente de Gaza es la profanación de la memoria: el recuerdo sagrado del perseguido se ha retorcido hasta justificar la lógica del perseguidor. En el corazón de un pueblo yace la sabiduría de su libro sagrado, el Talmud, que destila el sufrimiento de generaciones en una sentencia que es a la vez ley y brújula moral: «Es mejor figurar entre los perseguidos que entre los perseguidores». Este no es un consejo, es el pilar ético de una identidad forjada en el exilio y la aniquilación; la certeza de que la superioridad moral reside en no convertirse jamás en el monstruo que se padeció. Y sin embargo, he aquí la traición. Para garantizar un «nunca más» que se ha vuelto selectivo, el escudo de la memoria se ha fundido en la espada del opresor. El miedo a la propia aniquilación se ha convertido en la licencia para aniquilar. La lógica del poder, en su pánico a ser eclipsado, exige una fuerza tan ciega que no solo imita, sino que perfecciona la oscuridad que juró desterrar. Aquí reside el abismo moral. En el afán de escapar del destino del perseguido, se ha abrazado con fervor el papel del perseguidor. Se invoca el eco de un dolor antiguo no como advertencia, sino como permiso para infligir un dolor nuevo y desproporcionado. Es, como sentenció Bertrand Russell dos días antes de morir, la más «burda hipocresía: invocar los horrores del pasado para justificar los del presente». Al elegir la seguridad del poder sobre la coherencia del alma, se profana el Talmud en cada bomba y se traiciona la memoria en cada víctima. El «nunca más» se ha convertido en un «ahora nosotros». Pero el lenguaje también mata. Cuando un cerco prolongado convierte el pan en privilegio; cuando la electricidad se vuelve limosna y el agua, un arma; cuando la destrucción indiscriminada de hogares, hospitales y escuelas se vuelve rutina; cuando se normaliza el castigo colectivo y el desplazamiento masivo; cuando el discurso público roza o cruza el umbral del exterminio simbólico -borrando nombres, historias y el derecho mismo a existir-, entonces la sombra que se proyecta tiene un nombre que la historia conoce y el derecho internacional tipifica. La palabra «genocidio» no debería pronunciarse a la ligera; pero tampoco puede ahogarse en la garganta cuando las condiciones -la intención explícita o encubierta, los actos que destruyen en todo o en parte a un grupo, el despojo planificado de su futuro- se apilan como ladrillos de un crimen anunciado. Si no estamos ya en ese umbral, se lo prepara con diligencia. Este deterioro moral no acontece en el vacío. Se sostiene gracias a la complicidad -activa y pasiva- de un ecosistema que protege al gobierno asesino que preside Netanyahu. Complicidad activa es el voto que sanciona la impunidad, la orden que aprieta el gatillo remoto, la firma que autoriza la venta de armas y la estrategia que calcula el daño «aceptable». Es el asesor que diseñó la arquitectura del asedio, el burócrata que acelera el desalojo, el juez que excusa lo inexcusable, el diplomático que bloquea el alto el fuego, el ejecutivo que convierte la devastación en contrato. Complicidad por omisión es el silencio que blanquea. Es la editorial que sustituye «niños asesinados» por «daños colaterales», el comentarista que equilibra la balanza con una falsedad simétrica, la universidad que censura la disidencia, la institución cultural que teme perder patrocinio, el sindicato que mira hacia otro lado, el votante que «no se informa» para no incomodarse, el vecino que, cansado, cambia de canal. Es también la abstención calculada en foros internacionales, la tibieza que se disfraza de prudencia, el «ambos lados» como coartada moral. Conviene, por honestidad, fijar un límite nítido: esto no es una acusación contra un pueblo ni una fe. El judaísmo no es el Gobierno de Israel, ni Israel es sinónimo de judaísmo. La fe que nació para recordar el valor irreductible de cada vida humana no autoriza la degradación de vidas ajenas. La profanación no es del Talmud como texto, sino de su ética por quienes lo invocan selectivamente para justificar lo injustificable. El «nunca más» no se conjuga en singular: o es para todos, o se vuelve una consigna vacía. La memoria, entonces, exige más que monumentos: exige límites y responsabilidades. Exige rechazar el arsenal conceptual que blanquea el horror - «daño colateral», «daño proporcional», «cinturón de seguridad»- y recuperar un vocabulario que nombre lo que ocurre sin eufemismos. Exige romper la cadena de la complicidad: alzar la voz cuando callar es cómodo, negarse a financiar con impuestos o inversiones lo que nos repugna, exigir a gobiernos y empresas que cesen su apoyo, demandar garantías efectivas de protección, retorno y reparación para las víctimas, y un horizonte político de igualdad de derechos, no de supremacías. No hay neutralidad posible ante el sufrimiento organizado. La neutralidad es un ángulo muerto que favorece al poder. Si la ética del Talmud nos enseñó algo, es que la dignidad de la víctima no se preserva cambiando de manos el látigo, sino desarmándolo. Por eso, nombrar la sombra del genocidio no es retórica: es una alarma moral. Y denunciar la complicidad -la que mata con decreto o con silencio- no es exceso militante: es la condición mínima para que el «nunca más» vuelva a significar «para nadie». *Escritor

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