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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 28/08/2025 04:49
En Buenos Aires se hizo rendir nuevamente a todos los médicos residentes que habían alcanzado determinada nota (Foto: Ministerio de Salud bonaerense) La noticia es Xueba 01, un robot humanoide de 1,75 metros y 30 kilos que ha sido admitido como estudiante en la Academia de Teatro de Shanghái. La curiosidad técnica representa un hecho inédito: una máquina que ingresa a la universidad no como objeto de estudio, sino como sujeto académico, tras superar el mismo proceso de admisión que cualquier aspirante humano. Xueba 01 participará en clases presenciales, ensayos con otros estudiantes y deberá defender una tesis en Diseño de Artes Escénicas Digitales, con foco en la ópera tradicional china. Equipado con cámaras oculares, expresión facial, capacidad para hablar en mandarín e incluso modificar su altura o apariencia según el personaje que interprete, el androide fue aceptado no solo por su funcionalidad, sino por el objetivo explícito de integrarlo al arte, dotarlo de una base “cultural y espiritual” y explorar -según su mentora, la profesora Yang Qingqing- la relación entre inteligencia artificial, creatividad y tradición. La escena es real y perturba: un robot artista de IA, con carnet universitario, que camina seis horas sin descanso. Un humanoide que responde con humor a las críticas: “Si no me gradúo, podrían borrar mis datos o donarme al Museo del Drama”, dice. Xueba 01 encarna una paradoja educativa y existencial. Mientras exigimos a los humanos pensar con los ojos cerrados -sin apuntes, sin ayudas externas-, admitimos que una máquina piense con todo el saber del mundo en sus circuitos. Así, lo que alguna vez fue un límite entre lo humano y lo mecánico comienza a desdibujarse en el corazón mismo de la cultura y las artes. La otra noticia es que en Buenos Aires se hizo rendir nuevamente a todos los médicos residentes que habían alcanzado determinada nota en una evaluación, ante la sospecha de que algunos se habían copiado. Hubo indignación, titulares, debates encendidos. Pero el eco íntimo de esa noticia, en medio de los gritos morales de las redes sociales, obligó a una pregunta incómoda: ¿y si la copia, práctica secularmente denostada, hubiera sido siempre una forma arcaica de inteligencia aumentada? ¿Y si el viejo arte del “machete” anunciaba, como un profeta encorvado, la era en que saber ya no es recordar, sino saber buscar e interpretar? Los exámenes de historia, en la escuela tradicional, solían exigir una fidelidad casi clerical: fecha, nombre, batalla, caudillo. Reproducir sin errar. ¿Qué mérito tiene eso, nos decimos ahora, si no hay comprensión, ni comparación, ni juicio? Si alguien recurría al machete para recordar cuántas naves partieron del Puerto de Palos o en qué año asumió Yrigoyen, ¿traicionaba el ideal del conocimiento o apenas atajaba la absurdidad de un sistema que confunde memoria con sabiduría? Durante siglos, las culturas orales veneraron a los que sabían recordar. Los juglares, los poetas homéricos: todos eran bibliotecas vivientes. Pero hoy el saber reside fuera del cuerpo. Está en Google, en ChatGPT, en el chip del robot chino que rinde exámenes con todo el archivo de la humanidad a cuestas. Mientras tanto, nosotros castigamos al estudiante que, por pereza o picardía, busca en su bolsillo lo que no pudo almacenar en su memoria. No proponemos ni mínimamente una apología ingenua del engaño, ni pretendemos absolver la trampa sistemática o el aprovechamiento deshonesto. El esfuerzo genuino y la integridad siguen siendo fundamentos irrenunciables de la educación. Licuar el esfuerzo en la comodidad del atajo contradice sus fundamentos. Pero es necesario repensar críticamente el sentido y los límites de lo que evaluamos y castigamos. Entender un cambio fenomenal en el paradigma: copiarse en una prueba que solo exige recordar datos es una señal de que esa prueba ya no tiene sentido. Tal vez el machete fue siempre una protesta muda contra el aprendizaje enciclopedista, una forma de decir: esto no me sirve si no puedo usarlo para pensar. Una declaración anticipatoria de que lo que se puede copiar no merece ser aprendido. ¿Qué sentido tiene, entonces, evaluar lo copiable? ¿Y si lo verdaderamente valioso debiera definitivamente medirse por la creación, el juicio y la conexión? En el mundo de la respuesta al segundo, es extraño el mérito de recordar lo sabido e indispensable saber qué preguntar. Si antes “machetearse” era un gesto clandestino, casi artesanal, hoy la inteligencia artificial lo institucionaliza con eficiencia robótica. No se limita a ayudarnos a recordar: empieza a pensar por nosotros. Involucra la ética académica y la preservación de nuestra existencia, porque ¿qué queda del cerebro humano cuando tercerizamos nuestras decisiones, nuestras inferencias, nuestros dilemas? En ese sentido, el machete de papel manchado de tinta y arrugado en el bolsillo era el intento desesperado de un joven por mantenerse a flote en un sistema desbordado de exigencias inútiles. En cambio, la IA no se desespera ni improvisa. Con una sonrisa sintética, nos reemplaza. El verdadero problema no es que copiemos, sino que ya no sepamos qué vale la pena aprender. Y peor aún: que ya no estemos seguros de si vale la pena aprender, cuando la máquina lo hace mejor. En su clandestinidad, el machete al menos implicaba una elección: saber qué anotar, qué guardar, qué ocultar. Requería un criterio y una jerarquización, Ese acto de discernimiento hoy pareciera desvanecerse ante un clic. Tal vez no sea casual que la historia del ladrón del fuego conocido como Prometeo sea anterior a la de cualquier robot. La analogía es el machete. Por lo tanto, el saber robado o tomado a escondidas, ¿habrá sido siempre una parte constitutiva de nuestra humanidad? Antes de condenar sin matices al que copia, hemos decidido preguntarnos qué tipo de saber evaluamos, si insistimos en exigir lo que una máquina hace mejor. ¿Qué es más deshonesto, copiarse o seguir enseñando como si el siglo XXI no hubiera comenzado? Qué ironía es pensar que el futuro pudiera estar escondido en esos papelitos minúsculos que temblaban dentro de nuestros puños infantiles.
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