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» Diario Cordoba
Fecha: 20/08/2025 19:18
«No hay algoritmo capaz de oler el pan recién hecho ni de bendecir una herramienta.» Epígrafe de encíclica doméstica, sentencia de catón plebeyo: en ella se cifra la herejía necesaria. Los oficios humildes -panadero, platero, herrero, hortelano, encuadernador- no son atrezo para turistas ni estampa de calendario, sino cimiento moral de la vida civil. Chesterton llamó a la tradición «democracia de los muertos»; los oficios son su plebiscito cotidiano, el voto en blanco -y sin propaganda- que los antepasados depositan en nuestras manos. La tecnocracia, con su burocracia fosforescente de pantallas que suben como mercurio febril, ha degradado la sabiduría manual a «procedimiento replicable». Dickens temió al hombre reducido a apéndice; Bernanos avisó de que ningún decreto cura la indigencia de un mundo que reniega de la virtud nacida del trabajo aplicado; y Péguy, terco como un profeta, murmuró que todo empieza en mística y termina en política. Cuando la mística del oficio se evapora, sobreviene esa política de parches, subvenciones y eslóganes que promete excelencia mientras abarata la realidad. Córdoba, ciudad que aviva la luz como quien bruñe plata, todavía conoce esa gramática. El platero escucha el metal como si templara un salmo; el panadero madruga a una liturgia que el reloj ignora; el hortelano mide el tiempo por el rubor del tomate; el campanero reconoce, a tientas, la salud de un bronce por su respiración; el encuadernador rescata de la intemperie a los libros desahuciados. Nada de esto cabe en la celda de un Excel ni se certifica con un «sello de calidad» que ignora el temblor de la yema del dedo. Simone Weil enseñó que la atención es la forma más pura de generosidad: el oficio humilde consiste en esa atención enamorada a la materia, obediencia al real que desarma la soberbia del planificador. Rehabilitar su prestigio no exige mausoleos verbales, sino justicia concreta: aprendiz en vez de becario fungible; escuelas-taller donde el saber se pegue por roce; tutela fiscal y urbanística de los talleres que encienden los barrios; precios que paguen el tiempo y el temple, no la pantomima del «servicio exprés»; y una escuela que enseñe que la inteligencia, antes que en la nube, nace en la mano. No hay innovación más revolucionaria que volver a hacer bien lo que ya sabíamos hacer. Dostoievski prometió que la belleza salvaría al mundo; quizá pensó en esa belleza tangible de una miga justa, de una bisagra sin chirrido, de un surco recto, de un lomo cosido a mano. Un pueblo que desprecia a quien endereza un clavo empieza a torcerse por dentro. Aprendamos de nuevo el alfabeto de las manos -humildad, paciencia, precisión- y sabremos leer la realidad sin subtítulos. Las naciones no se sostienen con dashboards ni con campañas, sino con hombres y mujeres que, al amanecer, ponen el mundo en su sitio sin reclamar aplauso; y, al dejar la herramienta sobre la mesa, la dejan -misteriosamente- bendecida.
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