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» La voz
Fecha: 19/08/2025 12:11
La oposición busca revertir el veto presidencial a la ley que sube y vuelve permanente el bono para jubilados con haberes más bajos. La intención parece clara: proteger a los adultos mayores con menos recursos. A simple vista, suena justo. Pero si se mira con más detalle quiénes lo reciben y cómo se determina el beneficio, aparece una distorsión preocupante. Una política pensada para dar equidad puede, en los hechos, crear nuevas desigualdades. El origen del problema: las moratorias previsionales Todo arranca en 2005, cuando el gobierno de Néstor Kirchner implementó por decreto la primera gran moratoria previsional. Había dos millones de adultos mayores sin jubilación. Solo el 25% (alrededor de 500 mil personas) eran pobres. Pero al aplicar la moratoria sin filtros, también se jubilaron 1,5 millones de personas que no eran pobres y que no habían aportado al sistema. Con los años, el Congreso fue prorrogando estas moratorias. Se multiplicaron las jubilaciones otorgadas sin aportes y se agravó la fragilidad financiera del sistema. La respuesta fue silenciosa pero clara: licuar los haberes a través de inflación y ajustes en la fórmula de movilidad. Para contener el malestar, en 2022 el gobierno de Alberto Fernández sumó un bono por decreto para quienes cobran la jubilación mínima. Este bono, como las moratorias, tampoco distingue si el beneficiario tiene otros ingresos o patrimonio. Ahora, el Congreso quiere que ese bono aumente y se mantenga en el tiempo. El presidente lo vetó. Pero la Cámara de Diputados ya se prepara para insistir y convertirlo en ley. Un bono que mantiene inequidades Hoy, la mayoría de los jubilados que cobran la mínima lo hacen gracias a las moratorias. Según datos oficiales de mayo de 2025, de los 3,7 millones de personas que perciben el haber mínimo, 3,5 millones no completaron los 30 años de aportes. La moratoria les permitió acceder a una jubilación, lo que fue clave para ampliar la cobertura del sistema. Pero también dejó una secuela estructural: muchos de esos beneficiarios no están en situación de vulnerabilidad, porque cuentan con otros ingresos o redes de apoyo. La gran mayoría de quienes reciben el bono previsional accedieron al sistema a través de estas moratorias. En otras palabras, el bono beneficia casi exclusivamente a personas que no aportaron lo requerido. Al mismo tiempo, más del 80% de quienes sí cumplieron con los 30 años de aportes reciben jubilaciones superiores a la mínima, por lo que no cobran el bono. Como resultado, sufren sin compensación alguna la pérdida del poder adquisitivo por inflación y por los cambios regresivos en la fórmula de movilidad. El núcleo del problema es que ni la moratoria ni el bono consideran la situación socioeconómica del beneficiario. Esa omisión vuelve al sistema profundamente inequitativo: premia por igual a quienes necesitan ayuda y a quienes no, mientras castiga a los que cumplieron con todas las reglas. Además, incrementa el gasto público hasta niveles insostenibles y refuerza los incentivos a la informalidad. El bono se entrega como si todos los que cobran la mínima estuvieran en necesidad, cuando eso no es cierto. Y ahí aparece la paradoja: una herramienta pensada para proteger a los más vulnerables termina beneficiando también a quienes no lo son. Cuando la ayuda no distingue, se vuelve injusta El problema no es cuánto se gasta en bonos, sino cómo se decide quién los necesita. Sin un criterio claro de vulnerabilidad, cualquier ayuda corre el riesgo de volverse regresiva. Sostenida en el tiempo, esta lógica distorsiona los incentivos: desalienta los aportes, debilita el carácter contributivo del sistema y agrava su ya delicada situación financiera. En este contexto, la opción menos mala es que el oficialismo consiga los votos para sostener el veto presidencial. No es una solución a la crisis previsional, pero sí un freno necesario para evitar que se agrave aún más. Lo verdaderamente urgente sigue pendiente: ordenar de una vez el sistema previsional con reglas claras, sostenibles y justas. *Economista de Idesa
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