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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 15/08/2025 03:05
La imagen que inmortalizó el fotógrafo Peter Leibing, que protagonizó el soldado Conrad Schumann y que se conoció como "el salto a la libertad" Su salto a la libertad es hoy un monumento nacional en Alemania, reconstruido en imágenes, estatuas, forjado en hierro. Fue el primer alemán en desertar de Berlín Oriental y pasar a Berlín Occidental cuando el que luego sería el Muro de Berlín, la antigua capital del Reich de Adolf Hitler, recién se había levantado y era apenas una barrera de alambradas de púas. El chico, lo era, tenía diecinueve años, era Conrad Schumann, un soldado de la policía militarizada alemana que patrullaba el sector comunista de Berlín y que, en el amanecer del domingo 13 de agosto de 1961, había sido parte de las tropas que habían desplegado, a lo largo de cuarenta y dos kilómetros, una barrera de maderas y alambres, unas altas torres de vigilancia y unos guardias armados, que dividieron a la ciudad en dos y plantaron el embrión del muro que estaría en pie durante treinta y siete largos años. Dos días después, Conrad saltó aquel muro que todavía no era de acero y concreto. Fue el primero en hacerlo; había comprendido, como muchos de sus compatriotas, qué era lo que se venía, qué les esperaba a los berlineses que quedaran del lado comunista y qué era lo que él debía hacer: huir. Su historia, épica, trágica, como la de un héroe griego, le iba a pesar toda la vida y lo llevaría a la muerte. No dejó legado alguno; si algo hay, además de los homenajes tardíos, son las fotos de aquel salto desesperado, mitad pájaro, mitad angustia, sobre aquellas alambradas con púas que fueron la piedra fundamental del muro. Schumann escapó el 15 de agosto de 1961, apenas dos días después de la división de la ciudad. Y si hay fotos de su huida, y si incluso un dramático y breve clip filmado recoge el instante de aquel salto, es porque hubo periodistas alertas y, en especial, un fotógrafo pícaro y dispuesto, tan joven como Schumann, que capturó el instante justo: ahí está Schumann, que parece trepar sobre la alambrada tendida sobre la célebre Bernauer Strasse; en medio de la carrera, con un gesto veloz, se quita del hombro su fusil PPSh-41, o acaso un Kalashnikov de fabricación soviética, cosa de no caer armado del otro lado; vuela con una leve inclinación hacia adelante, como si esperara de sus camaradas un balazo por la espalda; pero no, llega al otro lado y corre unos metros hacia una camioneta policial de la RFA, República Federal de Alemania, la occidental, que lo espera con la puerta abierta. Y ya está, eso fue todo. A lo largo de treinta y siete años muchos alemanes del lado oriental intentaron pasar al otro lado. Algunos lo consiguieron bajo tierra, a través de túneles; o saltaron de los edificios vecinos al muro hasta que los soviéticos los derrumbaron, vaciaron los alrededores y crearon una gran tierra de nadie sembrada de alambres electrificados, de patrullas permanentes, de dispositivos electrónicos de alerta; otros lo hicieron, o lo intentaron, en globos aerostáticos, a nado por los canales que comunicaban uno y otro lado; o, en los primeros tiempos, a la carrera limpia, a todo o nada, sólo para recibir los balazos disparados por los guardias. Muchos murieron en el intento, o fracasaron y fueron encarcelados; muy pocos lo lograron alcanzar la libertad. El primero, fue Conrad. La secuencia de imágenes de Conrad Schumann y su salto de la Alemania Oriental hacia el lado Occidental Schumann había nacido el 28 de marzo de 1942, cuando los nazis todavía dominaban la Europa que habían ocupado y sojuzgado, pero marchaban ya, acaso sin notarlo, hacia su catastrófica derrota que iba a empezar en enero de 1943 en Stalingrado. Era hijo de un pastor de ovejas de la zona rural de Sajonia y se había criado en el campo, en la villa de Leutewitz, al sureste de Berlín y a ciento sesenta kilómetros de Praga, la capital de la entonces Checoslovaquia. Lo educaron los soviéticos de la posguerra que, dado sus orígenes campesinos y humildes, lo juzgaron “políticamente adaptable”: cosa de los soviéticos. A los diecinueve años se alistó en la policía de Berlín del Este, dominado por la URSS y dirigido por Walter Ulbricht, un estaliniano confeso y fervoroso que rigió con mano de hierro los destinos paupérrimos de aquella parte de la Alemania de posguerra. Fue Ulbricht quien dio la orden de impedir con disparos la fuga de alemanes hacia el sector occidental de la ciudad. En 1945 Alemania ya estaba partida en dos. La posguerra había puesto el sector occidental del país en manos de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Canadá, los aliados en su lucha contra Hitler; el sector oriental de Alemania había quedado en manos de la URSS de José Stalin, que había sido aliado de los aliados y ahora era un enemigo declarado: aquellos eran los palotes de la Guerra Fría. En realidad, el país estaba dividido en cuatro porque, dentro del sector comunista, estaba Berlín ocupada a su vez, y dividida, entre aliados y comunistas. Para aprovisionar al sector occidental de Berlín, los aliados debían atravesar territorio soviético, lo que siempre era un motivo de tensión. Cuando la URSS decidió instalar el Muro de Berlín, Stalin ya había muerto y defenestrado por la nueva dirigencia comunista que encabezaba Nikita Khruschev. Berlín era el centro de la disputa entre Estados Unidos y la URSS ambos con la convicción, tal vez acertada, que afirmaba que quien dominara Berlín dominaría Europa. El muro se construyó a lo largo de 44 kilómetros y separó Berlín: el sector Oeste, administrado por americanos, británicos, franceses y canadienses, vibraba al ritmo del progreso; el sector Este, bajo dominio soviético, era austero, empobrecido, callado (AFP) El muro se levantó con el visto bueno de Occidente. Los alemanes del Este trabajaban en el Oeste, ganaban más y tenían más oportunidades; quienes podían incluso se mudaban al otro lado. La gran crisis migratoria hacia el Oeste había vaciado Alemania y Berlín de la mano de obra especializada: técnicos, médicos, maestros, profesores, ingenieros, abogados, artesanos y decenas de otras profesiones esenciales buscaban en el lado occidental mejor paga y mayor libertad. Quienes trabajaban en el Oeste y vivían en el Este gozaban además de grandes ventajas: cobraban mejores sueldos y les era muy barato comprar bienes de consumo en el Este; en suma, la URSS se veía obligada a financiar la vida de los alemanes que jugaban a dos bandas: eso era demasiado para el socialismo. En junio de 1961, dos meses antes del muro, Khruschev se había encontrado en Viena con el presidente de Estados Unidos, John Kennedy. Khruschev, que quería controlar Berlín y desalojar a los aliados, amenazó con una guerra que podía derivar de manera inevitable en un conflicto atómico. A su regreso a Washington, Kennedy quiso saber cuántos muertos provocaría esa guerra en Estados Unidos: cien millones, le dijeron, casi la mitad del país. Kennedy, que vivió su corta presidencia con el temor de un conflicto atómico, desechó la guerra y Khruschev se sintió autorizado para dividir Berlín. Las iniciales alambradas de púas, los postes de madera y los precarios puestos de vigilancia tenían una razón: si Occidente protestaba por la división de Berlín, la URSS siempre podía volver atrás. Pero Occidente calló y, con los meses, el cemento y la piedra, el concreto y el acero reemplazaron a los alambres. Conrad Schumann escapó antes. Había sido uno de los jóvenes soldados que el domingo 13 de agosto, verano pleno, había participado de la “Operation Rose”, como se conoció el operativo de dividir Berlín. En las siguientes cuarenta y ocho horas, él y sus jóvenes camaradas vieron lo nunca imaginado: familias enteras, amores, amistades, empleos, estudios y ocio habían quedado divididos; incluso los muchachos y las chicas que el sábado habían ido a bailar a lado occidental de Berlín, no podían ahora regresar a casa; o sí podían, pero a una vida incierta y opaca y opresiva. Las protestas de los berlineses del este fueron acalladas con bombas de gas, chorros de agua y detenciones sumarias. Peter Leibing era un chico apenas un año mayor que Schumann y se ganaba la vida como fotógrafo de la agencia Conty Press de Hamburgo A Schumann le tocó patrullar la legendaria Bernauer Strasse, que era la frontera entonces entre las dos Berlín y es hoy un mojón histórico y el sitio conmemorativo donde se puede recorrer la historia del Muro. Lo que Schumann vio y vivió en cuarenta y ocho horas echó abajo años de educación comunista; lejos de ser testigo de una “amenaza a la patria socialista” que le habían convencido impedir y vencer, Schumann vio a miles de manifestantes desarmados, furiosos, impotentes, envueltos en lágrimas, desesperados por descubrir caras conocidas del otro lado de las alambradas, que agitaban sus puños y que les gritaban, a él y a sus camaradas, que era un cerdo, un traidor o, todavía más insultante dado que se trataba de muchachos alemanes, los acusaban de ser como los guardias de los campos nazis de concentración. El 15 de agosto Schumann supo que ese día iba a saltar al otro lado, que iba a abandonar casa, familia, amigos y su puesto de soldado, para empezar de nuevo en Berlín Occidental; imaginó con notable certeza que en poco tiempo más los alambres iban a ser reemplazados por cemento, que Berlín Este quedaría aislada y que huir sería mucho más difícil y peligroso. La mañana de su fuga, cuenta el historiador Frederick Kempe, lo vieron probar con la punta de su bota militar qué tan resistente era el vallado de alambre: ¿podía pisarlo y saltar?, ¿se hundiría bajo su peso?, si caía sobre el laberinto de alambre de púa todo estaría perdido. Uno de sus compañeros se acercó durante uno de esos testeos y le preguntó: “¿Qué hacés por acá?”. Y Schumann contestó con una evasiva: “Mirá –le dijo– el alambre ya está oxidado…”. Del otro lado de la púas, en la frontera oeste, latía la otra parte de esta historia. El fotógrafo Peter Leibing era también un chico apenas un año mayor que Schumann; se ganaba la vida como reportero de la agencia Conty Press, de Hamburgo, y se había largado doscientos cincuenta kilómetros hasta Berlín, con la sed de veinte años y la intuición de los profesionales, a buscar una imagen que hiciera historia. Había hecho ya varias tomas fantásticas del drama berlinés: soldados del Este con sus ametralladoras listas y amenazantes, mujeres en pleno llanto que descubrían a lo lejos y del otro lado a un familiar o a un amigo, rostros tristes, rabiosos, chicos afligidos, desolados. Cuando Leibing vio a Schumann tocar varias veces los alambres con su bota, pensó que allí podía tomar otra buena foto: solo había que esperar. “No pensé en nada. O casi. Tenía la mente en blanco y un único pensamiento: ‘No quiero morir aquí, corriendo’. Todo duró cuatro o cinco segundos”, contó Conrad años después Enfocó varias veces a Schumann y tomó algunas fotos del soldado contra la pared de un edificio del Este, mientras fumaba un cigarrillo; alguien le comentó que también había visto al joven soldado probar varias veces la resistencia de la alambrada con su bota. Pasado el mediodía, un chico del Oeste se acercó demasiado al borde de la frontera y Schumann lo echó con un grito; sin embargo y para su sorpresa, el chico oyó que el soldado le confiaba en un murmullo: “Ich werde springen” (Voy a saltar). El muchachito salió corriendo para avisar a las patrullas del Oeste que, minutos más tarde, estacionaron una de sus camionetas cerca del muro de alambre, pero no tanto como para despertar las sospechas de los guardias del Este. Entonces Leibing ajustó objetivo, velocidad y distancia de su cámara y esperó. Le pareció una ironía que su cámara fuese una Exakta, fabricada en Alemania del Este. Fue una larga espera hasta que, a las cuatro de la tarde Schumann vio que dos de sus camaradas daban vuelta una esquina y desaparecían de su vista. Azar o premeditación, lo dejaron solo. Leibing ni lo pensó: alzó su cámara y enfocó al joven soldado que en ese momento tiró su cigarrillo, empezó a correr hacia la alambrada de púas, pisó con su bota derecha un sector donde los alambres estaban más tensos, lo había chequeado tantas veces, con fuerza suficiente para impulsarse un poco hacia arriba, pero no tan fuerte como para caer al suelo mientras, con un giro del hombro y un manotazo a la correa, se deshacía de su fusil; Leibing lo captó cuando volaba con los brazos abiertos para arrojar el arma y mantener el balance de su cuerpo: a los testigos les pareció un pájaro. Así cayó del otro lado de Berlín, con el pie izquierdo y, sin detenerse un instante, se zambulló dentro de la van Opel Blitz de la policía del Oeste, que se había adelantado, lo esperaba con su puerta corrediza abierta y se lo llevó de allí a toda velocidad. Años después, Schumann recordaría aquel instante: “No pensé en nada. O casi. Tenía la mente en blanco y un único pensamiento: ‘No quiero morir aquí, corriendo’. Todo duró cuatro o cinco segundos”. Conrad Schumann había hecho historia gracias a la foto de Leibing, que dio la vuelta al mundo y que ganó premios y medallas. Schumann se estableció luego en Berlín Occidental, conoció a su mujer, Kunigunde, tuvo un hijo y se perdió en la historia. De ella lo rescató Ronald Reagan el 12 de junio de 1987. Esa mañana, de espaldas al muro y a la Puerta de Brandeburgo, el entonces presidente de Estados Unidos desafió al primer ministro de la URSS, Mikhail Gorbachov con un discurso que llevaba el sello de su jefe de escribas en la Casa Blanca, Anthony Dolan: “Señor Secretario General Gorbachov, si usted busca la paz, si usted busca la prosperidad para la Unión Soviética y para el Este de Europa, si usted busca la libertad, venga a esta puerta, señor Gorbachov, abra esta puerta. Señor Gorbachov, ¡tire abajo este muro!”. Como un fantasma del pasado, Schumann fue fotografiado luego junto a Reagan y a su mujer, Nancy. El salto a la libertad del primer desertor de la Alemania roja es hoy un monumento nacional en su país, reconstruido en imágenes, estatuas, forjado en hierro También volvió del pasado su historia no conocida: la vida no le había sonreído tanto como esperaba en el lado occidental de Alemania: había caído en el alcohol durante al menos una década; había trabajado como albañil, enfermero y en la fábrica de automotores Audi de Ingolstadt. Poco antes de que el muro fuese derribado por los alemanes del Este y del Oeste, el 9 de noviembre de 1989, Schumann posó frente a él con la foto ampliada de Leibing que lo había hecho famoso: la atesoraba en el comedor de su casa de Baviera, junto a la foto con los Reagan de dos años antes. Dijo entonces que jamás se había arrepentido de aquel salto: “Estoy orgulloso de lo que hice –confió al Corriere della Sera–. Corrí un gran peligro, rompí con mi pasado y empecé a soportar una intensa presión”. Una vez caído aquel muro de la vergüenza, Schumann volvió al Este de Alemania. Lo que descubrió, lo llenó de amargura. Sus padres le habían escrito infinidad de cartas en las que le imploraban que regresara a Berlín Este; pero ahora descubría que todas esas cartas, más otras muchas de similar contenido y firmada por familiares y amigos, habían sido dictadas por la Stasi, la temida policía secreta comunista. Descubrió también algo tanto o más doloroso aun: “Cuando volví, supe que mi gesto nunca había sido aceptado por algunos de mis parientes y por mis viejos amigos que ya no quisieron hablar conmigo. Pero la verdad es que sólo desde el 9 de noviembre de 1989 me sentí realmente libre”. Schumann nunca pudo soportar el vacío de sus amigos que le reprocharon haber traicionado al mundo comunista, un mundo que de hecho ya no existía; también recibió reproches de sus padres y de sus hermanos: dudó entonces de visitar a sus seres más queridos en la vieja casa familiar de Sajonia y volvió al otro lado de la frontera que ya no existía. El 20 de junio de 1998 treinta y siete años después de su salto a la libertad y nueve años después de la caída del muro, lo hallaron colgado de un árbol cerca de Riesa y de la ciudad de Kipfenberg, en la Alta Baviera, casi a orillas del Elba y en lo que en otros tiempos había sido Alemania Occidental y ahora era Alemania unificada. Tenía cincuenta y seis años.
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