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» Clarin
Fecha: 12/08/2025 08:34
Creo haber mencionado a un amigo cuyas visitas son intempestivas y extemporáneas. Como siempre llega mientras estoy ocupado en mis quehaceres, que son pocos pero solitarios, le doy una copa de cognac y lo siento de cara al balcón. “Amistad inglesa” llamo a esta estratagema que me libra de mantener cualquier conversación, que suelen tener derivas impensadas. Pero hoy, al arrellanarse, anunció: “Tengo un amigo”. “Lo felicito, es un progreso”. No hizo caso de mi sarcasmo inglés. “Tengo un amigo que se ha divorciado. Bueno, no exactamente divorciado. Se ha separado de su cónyuge llevándose lo puesto y de alguna manera, in extremis”. “Sucede” acoté, pero él siguió. Dijo que su amigo lamentaba el fin de la pasión y de un domicilio fijo, pero lo que más lo apenaba era su biblioteca. Que la daba por perdida, ya que no era aconsejable que se dejara ver en las cercanías de su antiguo hogar, ya que el encono de su antigua enamorada se anunciaba temible y perdurable. “¿Incunables?” pregunté. “¿Primeras ediciones, libros raros?” Nada de eso, respondió. Eran libros comunes, pero muy apreciados por su amigo. Abrió los brazos melodramáticamente: “¡Una biblioteca es la exteriorización de nuestra alma!”. Consideré inoportuno objetarle. “¿Y qué piensa hacer?” “Lo resolveré yo. Está hablando con la Unidad Volante de Recuperación de Bibliotecas. La L.R.F.U., por sus siglas en inglés”, anunció. Me lo quedé mirando. “Tengo derecho a usar pasamontañas con agujeros para los ojos, pantalones y suéter de cuello alto negros. Y borceguíes al tono. Cuerdas y corta vidrio”. “¿Quiénes se supone que son y qué hacen?”, inquirí. Mi amigo me dijo que por el momento era él solo, y que hay estudios internacionales que prueban que nueve de cada diez divorciados experimentan, tarde o temprano, una sensación de pérdida por el trance vivido, y que ocho de cada diez señalan los libros personales como parte irreversible de esa pérdida. “La LRFU está para solucionar esa injusticia”, afirmó. “¿Y cómo?” me atreví a inquirir. “Trepamos por las paredes con sigilo, ingresamos por los balcones y nos llevamos los libros retenidos por el cónyuge expulsor”. Enumeré levantando dedo por dedo: “Allanamiento nocturno de morada con escala, uso de elementos cortantes y punzantes, tal vez letales, hurto si no robo de objetos no fungibles, sin descartar uso de violencia en cosas y eventualmente personas. No es un buen comienzo”, le advertí. Me miró enfurruñado. Afirmó que lo suyo era justicia poética. Devolver la felicidad perdida. Que un libro no es un objeto, es el tiempo en que se lo leyó, y más la imaginación desplegada al leerlo. Y que eso queda pegado al objeto de papel. Y debe respetarse. Tanto, le dije, como la dolorosa pero irreversible lógica de los amores contrariados donde, demás está decirlo, los de afuera no comprenden el idioma en que están escritos.
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