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  • Aportes del judaísmo al Derecho Constitucional

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 11/08/2025 10:38

    La Torá: la compilación de los primeros cinco libros de la Biblia hebrea, específicamente los libros del Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio En los próximos días, si Dios quiere, estaré publicando una obra dedicada a la interpretación de la ley, al rol de los jueces y a los aportes de la tradición halájica al derecho constitucional. Como anticipo, deseo compartir con ustedes una breve nota que aborda esta última cuestión: cómo el acervo jurídico milenario del pueblo judío, con su compleja arquitectura de normas, principios y métodos interpretativos, puede iluminar el debate contemporáneo sobre el alcance y los límites de la función judicial. De seguro, en la vasta historia del derecho, pocas tradiciones han demostrado una capacidad tan notable para armonizar letra y espíritu como la Halajá. No se trata únicamente de un cuerpo normativo antiguo, sino de una cultura jurídica que, durante siglos, ha sabido mantener la tensión fecunda entre la literalidad del texto y las exigencias de la justicia concreta. Allí, el juez no es un mero escriba que transcribe la ley en sentencias, ni un artesano mecánico de silogismos predecibles, sino un guardián prudente que, con las herramientas de la razón y la memoria, explora el sentido profundo de la norma. Tengo para mí que este equilibrio —ni servilismo textual ni voluntarismo judicial— constituye el aporte más relevante de la Halajá a la teoría constitucional moderna. En su seno, se encuentra la advertencia de que toda ley necesita jueces que la entiendan no solo como un mandato, sino como una promesa. Una promesa que, como toda promesa, solo se cumple si se la interpreta con fidelidad al sentido que le da razón de ser. La obra que pronto verá la luz profundiza en esta enseñanza y la enlaza con debates actuales sobre separación de poderes, control de constitucionalidad e igualdad ante la ley, mostrando que las respuestas más lúcidas a los dilemas jurídicos de hoy a veces provienen de voces muy antiguas. Probablemente, las democracias modernas, con toda su parafernalia institucional, todavía tienen mucho que aprender del pasado. Sin duda alguna, el derecho constitucional moderno se edifica sobre pilares que consideramos irrenunciables: la división de poderes como resguardo frente a la concentración del mando, la independencia judicial como garantía de imparcialidad, la interpretación evolutiva de la ley como antídoto contra la obsolescencia normativa y la igualdad ante la ley como expresión tangible de la dignidad humana. Resulta, entonces, tan revelador como contraintuitivo advertir que buena parte de estos principios, que solemos presentar como conquistas recientes de la civilización política, ya contaban con precedentes sólidos en una tradición jurídica tan antigua como la Halajá. Jethro aconsejando a Moisés” (Jan van Bronckhorst, 1659) En efecto, en ese cuerpo normativo y hermenéutico del pueblo judío se encuentran, no en forma embrionaria sino desarrollada con rigor, instituciones y métodos que anticipan, y a veces con mayor refinamiento del que presumimos, los debates y consensos que hoy sostienen la arquitectura constitucional contemporánea. Así, por ejemplo, estudios recientes, especialmente la obra de David C. Flatto The Crown and the Courts: Separation of Powers in the Early Jewish Imagination (2020), han puesto de relieve cómo el pensamiento jurídico judío antiguo prefiguró conceptos constitucionales clave. Flatto demuestra que, mucho antes de Montesquieu en 1748 o de que el juez Edward Coke afirmara en 1607 la supremacía de la ley sobre el rey, destacados pensadores judíos insistieron en que la autoridad legal debía residir en manos de juristas eruditos y no en los gobernantes. En otras palabras, la Halajá consagró tempranamente la convicción de que la ley está por encima de los hombres, no como un simple enunciado retórico, sino como una arquitectura institucional destinada a preservarla de los vaivenes del poder y de las pasiones del momento. Este principio, tejido en el entramado normativo y hermenéutico del derecho judío, claramente anticipó la idea moderna de un poder judicial independiente del poder político, capaz de servir a la justicia incluso cuando ello implique incomodar a los gobernantes. En esa tradición, la autoridad de los jueces no emana de la voluntad del príncipe, sino de su sujeción rigurosa a un orden jurídico que, en última instancia, se reconoce superior a toda potestad humana. II. La división de poderes: la corona y los tribunales Jethro aconsejando a Moisés” (Jan van Bronckhorst, 1659). El relato bíblico del Éxodo (capítulo 18) narra cómo Moisés, abrumado por la carga de resolver personalmente todas las controversias del pueblo, acepta el consejo de su suegro Jetró y delega la función judicial en jueces designados para gobernar cada tribu. De seguro, este episodio no solo ilustra una temprana intuición de eficiencia administrativa, sino que anticipa con sorprendente claridad la idea de separar la función de juzgar de la autoridad única de un líder. En consecuencia, ya tempranamente en la tradición jurídica judía, incluso el rey —símbolo máximo del poder político— debía someterse a la ley y compartir la administración de justicia con instituciones estables, garantizando que la autoridad estuviese siempre limitada por el derecho. Justamente, la idea de la separación de poderes en la tradición judía aparece ya esbozada en los textos bíblicos y se desarrolla plenamente en la literatura del Segundo Templo y rabínica. Con notable agudeza, David C. Flatto observa que en el Tanaj conviven dos hilos narrativos o modelos de organización política. El primero, familiar en el contexto del antiguo Oriente, sitúa al rey como máxima autoridad legal, investido del rol de árbitro supremo de la justicia y depositario último del poder de decisión. El segundo —y aquí radica la verdadera innovación— presenta a un monarca sujeto a la ley y apartado de la administración directa de justicia, de modo que el juzgamiento de las controversias se encomienda a instituciones y funcionarios específicos. Justamente esta última concepción es la rompe con el paradigma del poder concentrado en una sola persona, prefigura la idea constitucional de un poder judicial independiente y de un soberano subordinado al orden jurídico. El segundo modelo —el que aquí nos concierne— se expresa de manera paradigmática en Deuteronomio 17:18-20, precepto que ordena al rey de Israel escribir para sí una copia de la Torá, leerla todos los días de su vida y “no desviarse ni a derecha ni a izquierda” de sus mandamientos. Así las cosas, claramente el soberano ya no representa la fuente suprema del derecho, sino su primer súbdito. Su autoridad se legitima únicamente en la medida en que se somete, con disciplina y constancia, a un orden normativo que lo trasciende. De esta manera, la tradición bíblica no solo limita el poder político, sino que consagra la supremacía de la ley como principio rector de la comunidad.Asimismo, Deuteronomio 17:8-12 dispone que, en los “casos difíciles”, la autoridad para juzgar corresponde a los sacerdotes levitas y a los jueces, cuyas decisiones son obligatorias para el pueblo y también para el rey. En palabras de David C. Flatto, este pasaje “separa al rey de la administración de justicia”, subordinándolo a un cuerpo jurídico-religioso que opera como garante de la supremacía de la ley y como valladar frente a la concentración del poder.La literatura judía del período del Segundo Templo llevó aún más lejos esta tensión entre la corona y los tribunales. Tan es así que Filón de Alejandría (siglo I a.C.–I d.C.), filósofo y exegeta de la tradición mosaica, procuró armonizar ambos ideales “reconfigurando la monarquía y proyectando al gobernante como encarnación viviente de la ley”.Ciertamente su propuesta no suponía la disolución del poder real, sino su encuadre dentro de un orden normativo que lo legitimara. Paralelamente, imaginaba una jurisdicción distribuida en diversas oficinas y magistraturas, de modo que ninguna autoridad concentrara todo el poder de juzgar y decidir. Precisamente esta visión, a medio camino entre la centralidad del monarca y la autonomía de los tribunales, refleja un esfuerzo temprano por evitar que el gobierno se convierta en una potestad indivisa, anticipando preocupaciones que siglos más tarde nutrirían el constitucionalismo moderno.Ahora bien, sin lugar a dudas , es en la época rabínica temprana (siglos I-III d.C.) cuando el ideal de la separación de poderes alcanza en el imaginario jurídico judío su formulación más nítida. La Mishná (Sanedrín 2:2) declara sin ambigüedades: “El rey no juzga ni es juzgado”. Con esta disposición, los sabios rabínicos no solo limitaban la competencia del poder real, sino que afirmaban un principio de alcance institucional: la justicia debía ejercerse por órganos autónomos, libres de la influencia directa de la autoridad política suprema. En tal concepción, el rey se convierte en garante y custodio del orden, pero no en árbitro último de las controversias, preservando así la integridad del sistema jurídico frente a la tentación de la concentración de poder. De hecho, la tendencia predominante de la literatura rabínica fue limitar el rol del rey e incluso de jueces individuales, y ensalzar el de la justicia institucional administrada colegiadamente.Los sabios intérpretes sostuvieron con la convicción de quien se sabe custodio de un legado milenario, que “la autoridad legal debe residir en manos de juristas eruditos, no de los gobernantes”, pues solo así se preserva la primacía de la ley sobre las personas. Cabe señalar que para los rabinos, esta no era una consigna retórica, sino un axioma inquebrantable en orden a que la supremacía de la ley divina (Torá) debía imponerse siempre sobre la autoridad humana, por elevada que esta fuera. Por ello mismo repetían como advertencia y promesa que la supremacía de la ley tiene primacía sobre la autoridad de los hombres. Con toda verdad, en tal ethos legalista, el rey no era un legislador absoluto ni un árbitro último, sino un súbdito más de la ley, atado por el orden jurídico que dictaban la Torá y sus intérpretes legítimos, bajo cuya vigilancia se preservaba el equilibrio entre poder y justicia.Permíteme una digresión. Recientemente, la Corte Suprema de los Estados Unidos, en el caso Trump v. United States (2024), sostuvo que un expresidente goza de inmunidad absoluta frente a persecución penal por sus actos ejecutivos “centrales”, y al menos de una inmunidad presuntiva para los demás actos oficiales. La reacción crítica fue inmediata: ¿cómo conciliar ese blindaje presidencial con el rule of law? Aquí reside el centro del disenso: muchos denunciaron que la decisión erosionaba la igualdad ante la ley y entregaba al poder ejecutivo una prerrogativa casi monárquica Lo que esos críticos no repararon es que esta tensión —entre inmunidad del gobernante y supremacía de la ley— fue ya abordada con agudeza en la Halajá. Allí, siglos antes, se debatía cómo preservar la dignidad institucional del líder sin eximirlo del marco normativo supremo.Al respecto, ya la Biblia insinúa que el rey de Israel, a diferencia de otros monarcas del mundo antiguo, no gozaba de un fuero que le permitiera violar impunemente la ley: baste recordar cómo el profeta Natán reprendió sin titubeos al rey David por sus crímenes (2 Samuel 12), o cómo diversos reyes fueron objeto de juicio moral por parte de los profetas. La Mishná, sin embargo, exime de ser juzgados a los reyes de Israel —con la salvedad de los pertenecientes a la dinastía davídica, a quienes se consideraba, al menos simbólicamente, sometidos a la Torá—. Maimónides explica que no se juzga a un rey idólatra o usurpador “para que no surjan disturbios”, admitiendo quizá un realismo político: un monarca tiránico no acataría la sentencia. Aun así, la norma reafirma la separación de esferas: si el rey no puede ser sometido a juicio por los tribunales rabínicos, tampoco puede inmiscuirse en su labor ni subordinar su independencia a los dictados del trono. Era, en el fondo, una especie de trueque silencioso: los jueces, con la paciencia de quien mide el tiempo en siglos y no en días, cedían el derecho de sentar en el banquillo a ciertos soberanos díscolos; y a cambio, resguardaban intacta la virginidad de su independencia, dictando sentencias libres de la respiración caliente de la política. Así, sin aspavientos pero con la astucia de los que saben que el poder siempre acecha, los sabios edificaron un territorio jurídico propio, una fortaleza invisible donde la ley se interpretaba sin permiso ni supervisión.Todo ello en su conjunto nos hace ver que la noción de dividir el poder —y, en particular, de separar la autoridad judicial de la ejecutiva— no es un patrimonio intelectual exclusivo de la Ilustración liberal, sino una semilla que germinó en terrenos mucho más antiguos, como el judaísmo del período del Segundo Templo. Resulta asombroso constatar que la independencia judicial y la limitación del poder real no nacieron en los tratados modernos ni en los congresos constituyentes, sino en las aulas de la exégesis bíblica, donde el texto sagrado era diseccionado con rigor hermenéutico para extraer de sus letras no solo preceptos religiosos, sino principios estructurantes de un orden político justo.En ese orden de ideas, cabe hacer notar que, a veces, el populismo se ensaña contra la legitimidad de los jueces. Y, en un punto remoto, no carece del todo de razón. La independencia judicial —ese logro ideológico que tanto reivindicamos— también sirvió, en su origen, para engrandecer el poder temporal de los jueces rabínicos después de la caída del Templo. El drama radica en que quienes hoy buscan abolirla bajo un discurso populista no advierten que la semilla de su prédica es, en esencia, profundamente antirrepublicana: minar la autonomía judicial es debilitar el último dique frente al abuso del poder. Efectivamente, la paradoja es que este logro ideológico de los sabios pudo haber tenido motivaciones más terrenales que el puro idealismo jurídico. Tras la desaparición del reino judío y con él del poder político directo, los rabinos afianzaron su propia autoridad jurídica para llenar el vacío institucional. Lo hicieron delineando jurisdicciones que reforzaban su peso frente a otras élites —reyes, sacerdotes, autoridades imperiales— y consolidando un poder que, aunque revestido de ropaje legalista, también respondía a estrategias de supervivencia y control interno.Un ejemplo medieval particularmente luminoso de la teoría judía de la división de poderes lo ofrece Rabí Nisim de Gerona (Ran, s. XIV) en sus Derashot HaRan. Allí sostiene que Dios instituyó dos sistemas paralelos de justicia. El primero, el mishpat ha-Torá, administrado por el Sanedrín y los jueces según la ley religiosa, con sus exigentes estándares de prueba y procedimiento. El segundo, el mishpat ha-Mélej, por el cual el monarca, en aras del orden público, podía recurrir a medidas expeditivas e incluso a castigos extrajudiciales en aquellos casos donde la estricta ley rabínica no alcanzaba para sancionar al culpable.De hecho, en este esquema, el Ran “enfatizó la separación de las ramas de gobierno, procurando un sistema de pesos y contrapesos entre el Rey y el Beit Din (tribunal)”. El tribunal rabínico regía la vida conforme a la Torá; el rey, en cambio, atendía cuestiones de seguridad y justicia civil que escapaban a la jurisdicción efectiva de la ley religiosa. Se trataba, en definitiva, de un temprano modelo de checks and balances: dos poderes con legitimidad propia, llamados a complementarse, pero ninguno autorizado a usurpar por completo la función del otro. Inclusive el propio Rambán (Najmánides) había advertido sobre los peligros de romper este equilibrio, criticando a los gobernantes asmoneos por acumular simultáneamente el poder real y el sumo sacerdocio, borrando así la línea que debía separar la autoridad civil de la religiosa, toda vez que lo que se jugaba no era solo la arquitectura institucional, sino también la salud espiritual del pueblo: impedir que el poder se concentrara hasta corromper no solo la política, sino también la fe.En ese sentido, la Torá coincide con la célebre afirmación de Locke de que el poder absoluto corrompe absolutamente”. De ahí la prohibición de concentrar incluso funciones menores en una sola persona y la preferencia por la colegialidad en la toma de decisiones judiciales. No era un simple tecnicismo organizativo: era un principio de supervivencia moral y jurídica, diseñado para que ninguna mano, por virtuosa que se creyera, gobernara sin contrapesos. III. El rol de los jueces: independencia, facultades y responsabilidades En franca conexión con la división de poderes, la Halajá forjó una concepción de una riqueza excepcional acerca del rol de los jueces (dayanim), comparable por su densidad doctrinal a la teoría moderna sobre la función judicial. En este horizonte normativo, los jueces no son burócratas grises que repiten de memoria un código, sino agentes morales del bien común, responsables de hacer que la justicia se realice conforme a la ley divina y a los valores éticos que sostienen a la comunidad. Efectivamente, no administran un mero procedimiento, sino que custodian un orden moral y jurídico que trasciende al litigio concreto y al interés particular. El análisis de la tradición jurídica judía revela cómo la autonomía de los jueces y la supremacía de la ley anticiparon principios clave del constitucionalismo moderno, aportando perspectivas valiosas para el debate actual sobre la función judicial De seguro, de las fuentes halájicas surgen con nitidez varias ideas cardinales sobre el juez: (1) su independencia frente a cualquier otra autoridad —política, económica o religiosa—; (2) los límites claros a su potestad para “crear” derecho, so pena de usurpar funciones ajenas; (3) su papel activo en la interpretación y adaptación de la ley a las circunstancias, sin traicionar su letra ni su espíritu; y (4) la importancia insustituible de su integridad e imparcialidad, pues la corrupción de un juez es, en el imaginario bíblico y rabínico, una herida directa a la estructura misma de la justicia. En ese sentido, resulta célebre la afirmación talmúdica: *“¡No está en el cielo!” (lo ba-shamayim hi), dicha por R. Yehoshúa en una disputa legal, para establecer que la interpretación de la Torá corresponde a los sabios humanos y no a revelaciones celestiales directas. Según el Talmud, Dios mismo “sonrió” ante esa declaración y dijo: “Mis hijos me han vencido”, reconociendo que “Dios se excluyó a Sí mismo del proceso halájico, habiendo entregado la interpretación de Su voluntad. Tengo para mí que este pasaje, de una radicalidad poco frecuente incluso en tradiciones jurídicas posteriores, establece que la Halajá confiere a los jueces la autoridad última para determinar el significado de la ley, aunque esa ley tenga origen en lo alto. Se trata, en cierto modo, de un antecedente teológico de la noción de poder judicial independiente y con facultad de revisión, pues ni siquiera la bat kol —la voz celestial, equivalente a una “enmienda divina” improvisada— pudo desplazar la decisión de un tribunal rabínico legítimamente constituido. El mensaje es nítido: la interpretación de la ley, una vez entregada a los jueces, no puede ser revocada ni siquiera por una autoridad superior, porque su legitimidad reside en el propio orden jurídico y en el consenso institucional que lo sustenta. Por tanto, aunque los jueces halájicos no legislan en sentido estricto —pues sus decretos deben anclarse siempre en la Torá o en las potestades normativas que la propia Torá les otorga, como el mandato de “harás conforme a lo que te digan” (Deut. 17:11)—, en la práctica son co-creadores del derecho mediante la exégesis y la aplicación creativa de las normas. Su tarea no es inventar mandamientos, sino desentrañar su sentido, adaptarlos a realidades cambiantes y resolver conflictos que el texto, en su literalidad, no había previsto. En este punto, los sistemas constitucional y halájico convergen, habida cuenta de que los jueces no fabrican el derecho “desde la nada”, pero ejercen una función indispensable de desarrollo normativo dentro de límites formales —la Constitución en un caso, la Torá en el otro—. De su prudencia y de su arte interpretativo depende que esos límites no se conviertan en cadenas que inmovilicen a la justicia, ni en pretextos para traspasar fronteras que preservan el equilibrio del poder. Adaptación e interpretación judicial activa:La Halajá proporciona numerosos ejemplos de cómo los jueces rabínicos, al aplicar la ley divina, actuaban con flexibilidad y pragmatismo responsable –lo que hoy llamamos *jurisprudencia evolutiva o principios de equidad. En ese orden de ideas, un concepto halájico particularmente sugestivo es el de hora’at sha’á —literalmente, “decisión de la hora”—, que faculta a una autoridad rabínica a suspender temporalmente la aplicación de una ley en circunstancias de emergencia o necesidad apremiante, siempre con el propósito de preservar un valor superior. No se trata de abolir la norma, sino de apartarse de ella provisionalmente para que su espíritu no perezca en manos de una aplicación mecánica. La Biblia ofrece un ejemplo paradigmático: Elías el profeta, en una coyuntura crítica para la fe de Israel, realizó un sacrificio fuera del Templo —acto prohibido por la ley ritual— con el fin de restaurar la fidelidad del pueblo a Dios (1 Reyes 18). La tradición justificó este apartamiento bajo el principio de hora’at sha’á. De modo análogo, los rabinos post-talmúdicos invocaron esta doctrina para autorizar acciones extraordinarias, como transgredir el Shabat para salvar una vida (pikuaj nefesh) o adoptar medidas excepcionales para garantizar la paz comunitaria (shalom). Este principio, al igual que las cláusulas constitucionales sobre poderes de excepción, plantea una tensión delicada respecto de cómo habilitar al intérprete para actuar con flexibilidad frente a lo urgente, sin abrir la puerta a un uso abusivo que erosione las garantías ordinarias. La Halajá resolvió esa tensión confiando la hora’at sha’á a autoridades de reconocida legitimidad y delimitando su alcance al caso concreto, preservando así la estructura permanente del orden jurídico. De seguro, esto revela que los jueces halájicos estaban facultados para flexibilizar ciertas normas a fin de dar prioridad a valores superiores en situaciones excepcionales. No se trataba de un acto caprichoso ni de una licencia arbitraria, sino de una prerrogativa cuidadosamente reglada, con anclaje en precedentes bíblicos y en la autoridad que la propia Torá confiere a los dirigentes legítimos en contextos de emergencia. Esa flexibilidad, lejos de ser una grieta en el sistema, formaba parte de su armazón conceptual: un mecanismo pensado para impedir que la letra de la ley, en su rigidez, aniquilara su espíritu. En ese sentido, si trazamos el paralelo, el derecho constitucional también prevé dispositivos análogos como estados de excepción, acciones por estado de necesidad o la ponderación de principios en colisión. En ambos marcos —el halájico y el constitucional— subyace la misma intuición respecto de que en circunstancias extremas, la preservación de valores fundamentales puede exigir apartarse momentáneamente de la regla ordinaria, siempre que ese apartamiento esté controlado por límites sustantivos y procedimentales que eviten su conversión en un atajo hacia el autoritarismo. En esa comprensión del tema, cabe señalar que la teoría contemporánea de Robert Alexy, por ejemplo, concibe los derechos y principios constitucionales como mandatos de optimización que deben ponderarse según el peso de cada uno en cada caso. No es ajeno a lo que hace un rabino al decidir que, en un caso dado, el principio “preservar la vida” derrota temporalmente al principio “guardar el sábado”. En ambos sistemas, los jueces ejercen una función prudencial, calibrando normas generales frente a circunstancias concretas para lograr justicia material. Sucede que, en efecto, los jueces no pueden desentenderse de los resultados de sus decisiones, reconociendo que el Derecho no opera en el vacío, sino en un contexto social real que exige al juez responsabilidad por las consecuencias. La Corte Suprema Argentina ha expresado este mismo punto: el Poder Judicial no es un mero intérprete mecánico, sino un actor esencial en el equilibrio institucional y en garantizar justicia sustantiva, lo que requiere que considere los efectos prácticos y el impacto humano de sus fallos. Esta concepción finalística del rol judicial armoniza perfectamente con la halájica: el juez rabínico, al igual que el constitucional, debe buscar no solo la legalidad sino también la justicia integral, aplicando la norma con sabiduría (chochmá) y discernimiento ético (biná). Integridad e imparcialidad: La Halajá otorga un lugar central a las cualidades personales y éticas de los jueces, como si advirtiera que ningún diseño institucional, por perfecto que parezca, puede sostenerse sobre magistrados moralmente frágiles. Anticipa así el ideal moderno del juez virtuoso e imparcial e íntegro en su conducta, ajeno a favoritismos, impermeable a sobornos y presiones, capaz de resistir tanto el halago como la amenaza. En su visión, la justicia no se garantiza solo con normas, sino con jueces que encarnen, en su vida y en sus decisiones, la dignidad de la ley que administran. En ese sentido, el perfil del juez halájico quedó trazado ya en Éxodo 18:21, cuando Moshé, siguiendo el consejo de Yitró, buscó “hombres capaces, temerosos de Dios, hombres de verdad que aborrezcan la avaricia” para designarlos jueces sobre miles, centenas, cincuentenas y decenas. El Talmud (Sanedrín 17a) amplió esa imagen, enumerando las cualidades exigidas a los miembros del Sanedrín: sabiduría en la Torá, conocimiento de las ciencias, dominio de varias lenguas, humildad y buena reputación, entre otras virtudes. Los Pirkei Avot (Ética de los Padres) insisten en la prudencia y la colegialidad: “Sed mesurados en el juicio” (Avot 1:1) y “No actúes como árbitro solitario, pues no hay sino Uno que juzga a solas” (Avot 4:10), advirtiendo contra la soberbia de confiar solo en el propio criterio y recomendando siempre la deliberación en tribunal. La Halajá prohíbe de manera absoluta el soborno (shojad), incluso el llamado “soborno de palabras” —elogios o halagos que puedan enturbiar la objetividad—. La Torá es tajante: “El soborno ciega a los sabios y pervierte las palabras de los justos” (Éxodo 23:8) y “No torcerás la justicia, no harás acepción de personas ni tomarás soborno” (Deut. 16:19). La imparcialidad debe ser radical: “No favorecerás al pobre ni honrarás al poderoso” (Lev. 19:15), prohibición que revela una concepción estrictamente igualitaria de la justicia, donde la lástima es tan peligrosa para el juicio como el poder. Asimismo la praxis talmúdica reforzó esta neutralidad: si un litigante se presenta con vestimenta lujosa y otro con ropas humildes, el juez debe ordenar que ambos se equiparen —por ejemplo, que el rico vista con sencillez— para evitar sesgos visuales; tampoco se permite que uno esté de pie y otro sentado durante la audiencia. Cada detalle ritual tiene un sentido en orden a asegurar la igualdad de trato en la sala. La máxima “el pequeño y el grande os son iguales” (Deut. 1:17) condensa este ideal: ante la ley, toda persona es medida con la misma vara, sin que el peso social, la riqueza o la pobreza inclinen la balanza. La interpretación de la ley: texto y espíritu en diálogo: Una de las contribuciones más fecundas de la Halajá al pensamiento jurídico es su enfoque hermenéutico: la manera, cuidadosa y meticulosa, de entender e interpretar la ley. Efectivamente, la tradición rabínica, a lo largo de milenios, fue tejiendo un aparato interpretativo de notable sofisticación, capaz de aplicar la Torá a circunstancias inéditas sin traicionar su esencia. De seguro, este legado no es solo arqueología jurídica: ofrece paralelos y lecciones de enorme valor para la interpretación constitucional contemporánea, que también oscila entre dos polos en tensión. Por un lado, el respeto al texto original como ancla de legitimidad; por otro, la convicción de que la Constitución debe “vivir”, adaptarse y responder a los desafíos de su tiempo. Entre la rigidez de la letra y el vértigo del cambio, tanto la Halajá como el constitucionalismo buscan un mismo horizonte: que la ley siga siendo justa sin dejar de ser ley. Al respecto, cabe señalar que los sabios distinguieron dos niveles en la interpretación de la Escritura: el pshat (sentido literal, llano del texto) y el drash (interpretación extendida, buscándole significados contextuales, teleológicos o alegóricos). Esta tensión interna en el pensamiento rabínico –literalismo vs. interpretativismo creativo– refleja un conflicto análogo al que se debate en la jurisprudencia moderna entre originalismo textual y constitucionalismo evolutivo. La Halajá reconoce que aferrarse de manera exclusiva al pshat —el sentido literal— puede derivar en rigidez e incluso en injusticia cuando las circunstancias se transforman. Por ello, desarrolló métodos destinados a leer más allá de la letra. En ese sentido, por ejemplo, los trece principios hermenéuticos de Rabí Ishmael (la Baraita de Rabbi Ishmael) —que incluyen reglas como el kal va-jomer (argumento a fortiori), la gezera shavá (analogía por término común) o el binian av (generalización desde un caso base)— constituyen un sistema lógico y coherente para extender la ley escrita a supuestos no previstos explícitamente. Así, la gezera shavá permite inferir que un término en un versículo acarrea una determinada consecuencia legal porque la misma palabra aparece en otro contexto normativamente definido; el kal va-jomer, por su parte, habilita a trasladar una norma de un caso menor a uno mayor cuando este último, por mayor razón, debería estar comprendido. La Constitución Nacional de 1853 No caben dudas que tales técnicas guardan un parentesco —salvando las distancias históricas y culturales— con instrumentos interpretativos del derecho moderno: la analogía legal, la inducción a partir de principios generales o la interpretación extensiva en supuestos de texto oscuro o lagunoso. En todos estos casos subyace una misma conciencia: las normas aisladas nunca bastan para abarcar la complejidad de la vida, y por ello “la ley escrita requiere siempre interpretación, adaptabilidad y equilibrio con los valores fundamentales. En ese sentido, permitdme señalar que la Halajá dejó siempre en claro que detrás de la letra se oculta un espíritu. Los sabios discutieron incesantemente el ta’am hamitzvá —la “razón” o finalidad de los mandamientos—, indagando en los principios éticos que les daban sentido. En el derecho judío, las reglas adquieren significado únicamente cuando se interpretan a la luz de principios éticos superiores y valores centrales derivados de la Torá. Sin dudas esta visión teleológica encuentra un paralelo evidente con corrientes de interpretación constitucional que invocan los valores subyacentes de la Constitución —justicia, dignidad, libertad— como brújula para aplicar e incluso orientar el texto. Entre los valores que la Halajá menciona de manera explícita para guiar la decisión judicial se cuentan la dignidad humana (kevód ha-briyot), la equidad y la compasión (rajmanut). El principio de Kevod ha-briyot, en particular, autoriza incluso a derogar temporalmente un precepto rabínico para evitar la humillación de una persona. El Talmud (Berajot 19b) lo ilustra con un ejemplo tan simple como revelador: si en Shabat alguien ensucia su ropa con barro, pese a la prohibición de lavar prendas en ese día, los sabios permitían quitar la mancha en público para que la persona no pasara vergüenza. Es un recordatorio de que la equidad y la humanidad temperan la letra estricta. Así las cosas, este ethos halájico se hermana con la epiqueya aristotélica, que busca mitigar la dureza de la ley general frente a casos singulares, y se proyecta hacia doctrinas modernas como el principio de proporcionalidad, que en el derecho constitucional equilibra derechos en colisión y evita que la aplicación mecánica de una norma arrase con valores superiores. En el debate contemporáneo, los originalistas sostienen que la Constitución debe interpretarse según el significado original de sus palabras al momento de adoptarse, mientras que otros favorecen una interpretación evolutiva que adapte el texto a la realidad actual. Curiosamente, desde la perspectiva de la Halajá y la sabiduría rabínica, la interpretación de la ley como un ‘texto muerto’ es profundamente ajena e incompatible con la verdadera comprensión del derecho. La Halajá no ve la Torá como un documento histórico estático, sino como una fuente infinita de sabiduría aplicable a cada generación. En efecto, se dice que los principios de la Halajá son eternos y divinos, su esencia no cambia con el tiempo, pero al mismo tiempo la Halajá enfrenta el presente, creando una relación dialéctica entre el pasado y el futuro. ¿Cómo se concilian ambos polos —fidelidad al texto y adaptación a la realidad—? La respuesta está en la interpretación. La oralidad de la ley (Torá Shebeal Pé, Torá oral) asegura una resignificación constante. Así la Mishná y el Talmud ya reinterpretaron la Torá para responder a un mundo sin Templo; los códigos medievales —de Maimónides y el Shulján Aruj— reordenaron y actualizaron la normativa para sus épocas; las responsa (teshuvot) de cada generación han aplicado principios antiguos a cuestiones inéditas, desde contratos bancarios hasta la fertilización in vitro. Todo esto sin alterar “ni una letra” de la Torá escrita, cuya redacción permanece intacta, pero extrayendo de ella sentidos nuevos para tiempos nuevos. En este sentido, la Halajá encarna una interpretación dinámica, en la medida que promueve una adaptación continua de la norma escrita a nuevas circunstancias históricas, tecnológicas y sociales, sin renunciar jamás a los principios fundacionales. Ese equilibrio virtuoso entre tradición e innovación es también la aspiración de muchas cortes constitucionales en orden a leer el texto fundacional de manera que responda a los desafíos del presente sin traicionar su identidad ni sus valores esenciales. La Corte Suprema argentina ha definido a la Constitución como “una creación viva” y ha rechazado lecturas meramente literalistas que la inmovilicen. Del mismo modo, la Halajá nunca podría concebir la Torá como “letra muerta” desconectada de la vida del pueblo judío; por el contrario, asume que “una lectura estrictamente textualista, aislada de su contexto histórico y de su dimensión viva, corre el riesgo de vaciarla de propósito”. En prieta síntesis, puede vislumbrar que la Halajá aporta no solo esta filosofía general sino también herramientas concretas de interpretación que han sido notadas por juristas. Por ejemplo, la idea de los valores subyacentes en la ley –que la Halajá siempre recalca– puede ayudar a contrarrestar visiones positivistas extremas en el derecho secular. Asimismo, la tradición rabínica de argumentación dialógica (registrando opiniones disidentes, minoritarias junto a la mayoritaria en el Talmud) prefigura la importancia de disensos judiciales y opiniones concurrentes, esenciales en jurisprudencia moderna para la evolución del derecho. En definitiva, cada página del Talmud es casi un prototipo de un debate judicial, con mayorías, minorías, razonamientos, analogías, precedentes bíblicos citados, etc. Incluso la figura retórica talmúdica del makhlóket (disputa legítima donde “estas y aquellas palabras son palabras del Dios viviente”) envía un mensaje poderoso respecto de que puede haber más de una respuesta válida en la interpretación legal. Finalmente, la Halajá enseña que la interpretación legal es, por esencia, un proceso comunitario e histórico. No se trata de una labor aislada de genios solitarios, sino de una cadena de transmisión en la que cada eslabón aporta y a la vez recibe. Lo recuerdan las palabras de Pirkei Avot (1:1) respecto de que Moisés recibió la Torá en el Sinaí y la transmitió a Josué; Josué a los ancianos; los ancianos a los profetas; y los profetas a los miembros de la Gran Asamblea. Seguramente esta secuencia no solo relata un linaje, sino que encarna un principio en orden a que la autoridad jurídica se legitima en la continuidad de la comunidad interpretativa, en el diálogo entre generaciones que reexamina el texto a la luz de su tiempo sin romper el hilo que lo une a su origen. Es decir, cada generación de intérpretes recibió la antorcha. De forma similar, la interpretación constitucional se construye generación tras generación –los jueces actuales se apoyan en precedentes de sus predecesores y así sucesivamente, formando una cadena. Cabe consignar que en el derecho judío, sin embargo, ocurre algo aún más osado: interpretaciones posteriores pueden incluso “corregir el rumbo” de interpretaciones previas (mientras no se viole una ley explícita de la Torá). Así, la Halajá posee mecanismos de reexaminación de normas antiguas a la luz de nuevas realidades (ej: Hilel instituyó el Prozbul para sortear la condonación de deudas del año sabático, adaptando la ley bíblica de forma creativa pero legítima). Esto nos recuerda a la idea de que los tribunales pueden revocar precedentes obsoletos para mantener la vigencia de los principios en contextos cambiantes –un equilibrio entre stare decisis y necesidad de cambio. Para sorpresa de muchos, cabe consignar que la Halajá transmitió una enseñanza de inusitada fuerza: “Es hora de actuar por Dios, pues han invalidado Tu ley” (Salmo 119:126). Los sabios entendieron este versículo como una autorización excepcional para suspender, de manera temporal, un precepto cuando ello fuera indispensable para preservar el espíritu mayor de la Torá. No se trataba de abolir la norma, sino de reconocer que, en circunstancias extremas, la fidelidad a la ley exige apartarse de su letra para salvar su propósito. En efecto, esta máxima encarna una idea de gran relevancia jurídica: la supervivencia del propósito esencial de la ley se sitúa por encima de su literalidad cuando ambas entran en una tensión irreconciliable. Es un recordatorio de que la letra, sin su espíritu, se convierte en un cascarón vacío, y que la verdadera lealtad al derecho consiste en resguardar la integridad de su fin último, incluso si para ello hay que desafiar la forma en un momento de crisis. En suma, en el ámbito de la interpretación jurídica, el aporte halájico consiste en demostrar cómo un sistema normativo puede ser fiel a su texto fundante sin caer en literalismos estáticos, manteniendo un diálogo constante entre texto y realidad, entre letra y espíritu. Esto brinda un valioso marco de referencia para juristas constitucionales que buscan conciliar tradición constitucional con adaptabilidad a los nuevos desafíos de la sociedad. IV. La igualdad ante la ley: imparcialidad y dignidad en la justicia El principio de igualdad ante la ley —columna vertebral de los Estados constitucionales modernos— encuentra resonancias hondas y persistentes en la ley judía. Es cierto que la sociedad bíblica establecía distinciones formales entre hombres y mujeres, israelitas y extranjeros residentes, sacerdotes y seglares. Sin embargo, la Halajá erigió mandatos categóricos de imparcialidad judicial y trato igualitario que han dejado una impronta ética en la noción universal de igualdad jurídica. La Torá ordena la imparcialidad en la justicia con una claridad inusitada. Ya lo proclama Levítico 19:15: “No harás injusticia en el juicio: no favorezcas al pobre ni honres al poderoso; con justicia juzgarás a tu prójimo”. En una sola línea se condensa el núcleo de la igualdad legal: el estatus socioeconómico no debe inclinar la balanza. Del mismo modo, Deuteronomio 1:17 instruye: “No hagáis distinción de personas en el juicio; oíd al pequeño como al grande; no temáis a nadie, porque el juicio es de Dios”. Aquí se añade una doble advertencia: todas las personas —débiles o poderosas— merecen ser oídas por igual, y el juez no debe dejarse intimidar por la posible represalia de un potentado. Es, a la vez, un respaldo a la independencia judicial y una afirmación categórica del trato igualitario. Deuteronomio 16:19 vuelve sobre el tema: “No tuerzas la justicia; no hagas acepción de personas ni tomes soborno”. La reiteración no es casual. En un mundo en que la parcialidad hacia los poderosos era la regla y la deferencia a los nobles, una expectativa social incuestionada, la ley mosaica la proscribe con todas las letras. Proclama que el juicio pertenece a Dios y que ante Él todos son iguales. De esta forma, la Halajá aporta a la historia jurídica un principio que, siglos después, se convertiría en piedra angular del constitucionalismo moderno: nadie está por encima ni por debajo de la ley. En la práctica halájica, las normas sobre imparcialidad no fueron meros enunciados retóricos: se aplicaron con severidad y detalle. El Talmud (Shevuot 30a) ordena a los jueces tratar a los litigantes como iguales en todo: “Que ninguno de vosotros se siente mientras el otro está de pie; que ninguno hable todo el tiempo mientras el otro se limita a breve”, evitando así cualquier ventaja de honor o de atención que pudiera inclinar el juicio. Del mismo modo, instruye a los tribunales a no retrasar la justicia de los pobres por su pobreza ni a acelerar indebidamente la de los ricos por su influencia. En este punto, la Halajá anticipa la máxima moderna según la cual justicia retrasada es justicia denegada, reconociendo que la igualdad en juicio exige también igualdad en los tiempos y en el trato procesal. Otro pilar de esta concepción es que la ley, por su origen divino, tiene vocación universal: todos los seres humanos —judíos o no— están sujetos a la ley moral básica de Dios, expresada en las Siete Leyes de Noé. Aunque el sistema legal interno distinguía entre las obligaciones de un judío y de un gentil, existía una clara conciencia de justicia universal. La norma bíblica “una sola ley tendréis, para el nativo y para el extranjero” (Números 15:16) fue entendida, en su sentido llano, como que el extranjero residente (ger toshav) debía recibir el mismo trato legal que un ciudadano israelita en cuestiones civiles. El ger toshav —extranjero que aceptaba las leyes fundamentales— gozaba de protección y derechos dentro de Israel, en una época en que la mayoría de culturas negaban garantías legales plenas al forastero. Es cierto que, en la época talmúdica tardía, aparecieron disposiciones discriminatorias hacia gentiles —como la Mishná Bava Kama 4:3, que eximía de pagar daños al gentil pero no viceversa—, reflejo de contextos históricos de hostilidad y persecución. Sin embargo, comentaristas medievales como Rabí Menajem Meiri (siglo XIV) reinterpretaron estas normas de manera restrictiva, afirmando que “solo aplicaban a pueblos idólatras y sin ley; pero cualquier nación ordenada y reconocedora de Dios queda fuera de estas categorías, y nuestros sabios se referían únicamente a los paganos de su tiempo”. Con esta lectura, el Meiri eliminó las distinciones legales medievales entre judíos y no judíos en las relaciones civiles, afirmando la igualdad esencial de todo ser humano perteneciente a un pueblo moralmente civilizado. Su postura refleja una corriente interna de la Halajá empeñada en sostener, como ideal normativo, la igualdad fundamental en dignidad y derechos de cada persona, anticipando formulaciones que siglos más tarde ingresarían en las constituciones modernas. En nuestros días, estudiosos judíos han subrayado que mantener distinciones legales injustas, contrarias al principio de igualdad, constituye un Hillul HaShem —una profanación del nombre de Dios—. En el Talmud tardío —esa marea infinita de voces y réplicas que es al mismo tiempo un tribunal, una escuela y una novela coral— hubo normas que, nacidas de la desconfianza y de la autodefensa, trataban al extranjero como un cuerpo extraño al que convenía tener a raya. Y, sin embargo, siglos después, un rabino de Gerona, Menajem Meiri, se plantó frente a esas mismas líneas como quien se planta frente a un edificio de piedra oscura y decidió que no se trataba de derribarlo sino de abrirle ventanas: leyó en su contexto, preguntó por su finalidad, la amarró a la coherencia de todo el edificio jurídico y, en esa operación, la transmutó de regla cerrada a excepción vergonzante, reservada para pueblos sin ley ni orden, y dejó, como norma general, la igualdad que aquella había negado. Fue un acto de alquimia interpretativa: no cambió la letra, pero la hizo decir otra cosa, la devolvió al cauce del respeto y la dignidad. Justamente, viendo esa operación, no puede dejar de pensar en ese largo viaje que el derecho constitucional norteamericano ha hecho en torno a la igualdad y a la libertad de asociación. Recuerden el caso Boy Scouts of America v. Dale, año 2000: la Corte Suprema, con el ceño fruncido de las decisiones divididas, estableció que obligar a los Boy Scouts a readmitir a un dirigente expulsado por su orientación sexual era una injerencia insoportable en su “asociación expresiva”. En ese entonces, la igualdad para las personas LGBT todavía era un terreno pantanoso y la balanza, inclinada con la prudencia de quien teme resbalar, favoreció a la organización privada que alegaba un credo moral propio. Pero el tiempo, que es el más eficaz de los legisladores invisibles, fue espesando el concepto de igualdad. Diez años después, en Christian Legal Society v. Martinez, la misma Corte avaló que una universidad pública exigiera a los grupos estudiantiles abrir sus puertas a todos como condición para recibir fondos y reconocimiento. Y así, en una sucesión de fallos posteriores, la Corte empezó a trazar un mapa menos improvisado de esta guerra fría entre expresión y acceso igualitario: en la casa privada, la asociación se protege con celo; en el espacio público o paraestatal, la igualdad manda con voz más fuerte. ¿No es, en el fondo, la misma música que sonaba en la obra del Meiri? Quizá, al final, todo se reduzca a esa vieja intuición que late en la Halajá en orden a que la ley es un relato escrito por muchas manos, y cada generación, como un copista que corrige sin corregir, introduce variaciones que no alteran la melodía, pero la mantienen viva. En ese sentido, el Meiri y la Corte Suprema son personajes de una misma fábula: uno en Gerona, otro en Washington, ambos conscientes de que la justicia en nada se parece a una piedra tallada y que su autoridad no proviene de la obstinación de repetir palabras, sino de la lucidez para leerlas a la luz de la dignidad que las justifica. En suma, los aportes de la Halajá al ideal de igualdad ante la ley pueden resumirse así:(a) consagró la imparcialidad judicial como mandato divino, prohibiendo privilegios o discriminaciones en los tribunales;(b) postuló la universalidad de ciertos derechos y deberes, desde la igualdad normativa del ger toshav hasta los preceptos noájidas como antecedente del derecho natural;(c) afirmó la dignidad intrínseca de cada persona como fundamento de excepciones equitativas (Kevod HaBriyot) y del valor igual de cada vida;(d) sostuvo que la legitimidad del sistema legal depende de su justicia, de que “no haya distinción de personas, porque el juicio pertenece a Dios”. Estos principios, incorporados a la ética judeocristiana, impregnaron la cultura jurídica occidental y se proyectaron en textos fundacionales como la Declaración de Independencia de los Estados Unidos afirma que “todos los hombres son creados iguales”, eco remoto de “Hashem creó al hombre a Su imagen” y de la Mishná sobre Adán. El Estado de Derecho implica que ni el gobernante está por encima de la ley —algo que ya insinuaba Deuteronomio—, y la justicia ciega se nutre de las exigencias bíblicas de no “levantar el rostro” de nadie en juicio. Así, la Halajá no solo anticipó, sino que cimentó éticamente, uno de los postulados más altos del constitucionalismo moderno: que la justicia debe ser igual para todos, sin discriminación, y que la ley, para ser justa, ha de tratar a cada individuo con igual respeto y sin privilegios.

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