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» Clarin
Fecha: 11/08/2025 06:32
Precedida por una catástrofe doméstica (un estante amurado cedió y derramó su carga libresca), esta ha sido una semana de reencuentros a pie de biblioteca. Cuando reforzamos la estantería, el reordenamiento se impuso y aparecieron tesoros agazapados en la penumbra del doble fondo: entre otras sorpresas, una edición de Rojo y negro, de Stendhal, y otra de El sentido de la muerte, de Pablo Bourget, dos maestros de la novela psicológica, leídos por mi abuelo Rafael hace más de un siglo, antes de que mi padre naciera. Tengo esas precisiones porque él firmaba y fechaba sus ejemplares, una costumbre que también ejercito y que aquilata su sentido en la alegría que me da saber, gracias a su minuciosa datación, que en 1922 y en 1924, mi abuelo leía las palabras que tengo ahora frente mí. El mundo como un libro que podemos desentrañar y la vida como un viaje en el que nos zambullimos sin brújula son dos grandes metáforas que enriquecen la comprensión de lo que somos. He buscado a mis mayores en muchas páginas y en algunas he creído encontrar sus pistas, fantaseando con conversaciones que no tuvimos. Si mi padre era un gran lector de historia argentina (De Mitre a Romero, pasando por Busaniche y Bischoff, en pos de entender cómo llegamos hasta aquí), rastreo en su papá parte de mi amor por la literatura: esa eterna gratitud hacia la imaginación y el talento de los autores que pueden consolarnos de la aspereza de lo real. Algo del carácter de mi madre, que crece siempre ante la adversidad, se asoma en los “Humorismos tristes” del mexicano Luis G. Urbina, poema que integra una antología que me regaló cuando yo era muy chica y que volvió a saludarme esta semana reordenando anaqueles: “¿Sufrir? ¿Llorar? ¿Morir? ¿Quién piensa en eso? / El amor es un huésped que importuna; / mírame cómo estoy; ya sin ninguna / tristeza que decirte. Dame un beso.”
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