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  • Enfermarse en la Buenos Aires colonial: sangradores, hospitales precarios, vómitos para curar y vino para tolerar una operación

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 11/08/2025 04:57

    El médico Juan Antonio Fernández fue cirujano y médico voluntario en el ejército. Fue el primer presidente de la Facultad de Medicina Los extranjeros que visitaban la ciudad más de 200 años atrás, y que la caminaban temprano por las tardes, decían que con lo único con lo que se cruzaban en las calles eran con perros y con médicos. Fue Juan de Garay quien, cuando fundó Buenos Aires en 1580, dispuso la construcción de un hospital. Como si la burocracia hubiese sido una constante en estas tierras, recién comenzó a construirse 34 años después. Recibió el nombre de San Martín de Tours y estaba ubicado en Defensa y México. Allí se atendían a los pobres, indigentes y a los marineros. Era una humilde construcción de paredes de adobe y techo de paja y que a lo largo de la historia, tuvo otros nombres: Nuestra Señora de Copacabana, del Rey, Santa Catalina. Lo cerró Rivadavia en 1822. Cuando Garay fundó Buenos Aires en 1580, dispuso un terreno para construir un hospital Como obviamente no cubría las necesidades de la población, los Bethlemitas -conocidos como “barbones” por sus largas barbas- se hicieron cargo en 1748. Conocidos como padres hospitalarios, porque se ocupaban del cuidado de los enfermos internados, administraron la Casa de la Residencia, que los jesuitas dejaron abandonada cuando fueron expulsados. Ubicada en Humberto I, entre Defensa y Balcarce, fue el origen del Hospital de Hombres donde, cuando se creó la Facultad de Medicina, los alumnos realizaban allí las prácticas. Fue demolido en 1883. Tanto los Bethlemitas como los jesuitas fueron los primeros en tratar la locura. Más tarde surgió el Hospital de Mujeres, atendido por la Hermandad de la Santísima Trinidad, en Mitre y Esmeralda, al costado de la iglesia de San Miguel. Fue clausurado en 1822. También se usó como centro asistencial la Casa de los Niños Expósitos, que había sido fundada en 1779. Eran edificios ruinosos, dominados por la humedad, sin ventilación, en las salas se mezclaban los pacientes con enfermos mentales y con ancianos e inválidos que no tenían dónde vivir. Saturnino Segurola, precursor de la vacunación. Por más de quince años, administró la vacuna en la quinta familiar Con los hospitales, se repetiría una constante: no tenían la suficiente capacidad para albergar a los pacientes sin recursos y no tenían el acceso a los medicamentos como estaba regulado, ya que la mayoría de los boticarios no cumplían con su obligación de atender gratis a la gente pobre. El doctor Juan Antonio Fernández –el hospital que funciona en Palermo lleva su nombre- destacaba la labor de las boticas de Marengo, Bravo y la de Escalada, quienes sí atendían en forma gratuita a los más postergados. Los principales focos de insalubridad en la ciudad que provocaba enfermedades eran los desechos en la vía pública, los restos de animales faeneados en las casas, que se descomponían al aire libre, junto a la basura y la materia orgánica, que provocaban que hubiera cada vez más roedores. Faltarían décadas para contar con un sistema de aguas corrientes, se desconocían los beneficios del aseo personal y las cuestiones de higiene, todo lo que configuraba un peligroso caldo de cultivo, ideal para la proliferación de pestes y enfermedades. Miguel O'Gorman era un médico irlandés, quien estuvo al frente de una institución que reguló a médicos y a boticarios, y que además persiguió a los curanderos Uno de los problemas centrales era la viruela -la vacuna llegó en 1805- calificada como una plaga “cuyo horror hace que el amigo abandone al amigo, el marido a la esposa y los padres a sus hijos, dejándolos perecer a manos, si no del contagio, de la necesidad”, como se describió en La Gaceta. Fue el presbítero Saturnino Segurola el que, durante 16 años, aplicaba todos los jueves la vacuna antivariólica a la sombra de un pacará, en lo que hoy es la plazoleta José Luis Romero, en las calles Puan y Baldomero Fernández Moreno, en el barrio de Caballito. También había tifus, tos convulsa, sarampión, disentería, y desvelaba a los médicos la cuestión de la tisis pulmonar. Se llegó a tratar a pacientes con vapor de brea o alquitrán mientras se mantenía caliente sobre el fuego. Los bebés sufrían del mal de los siete días, esto es, pasado una semana, muchos fallecían y no se sabía por qué. Algunos lo adjudicaban a que, apenas nacidos, eran bautizados con agua fría, y se empezó a hacerlo con agua tibia. Pero la realidad era el tétanos que contraían cuando le cortaban el cordón umbilical. Y algo muy temido por los porteños, la hidrofobia, enfermedad producida por la mordedura de animales rabiosos, ya que los perros callejeros siempre fue un tema que preocupó a vecinos y autoridades. Hubo tiempos en que los presos alojados en el Cabildo, encadenados y con palos, salían por las noches a matarlos. En el diario El Censor se explicaba que, en caso de una mordedura, debía cauterizarse la herida, aplicar una cataplasma de pan y leche o de malvas para combatir la inflamación y así promover la supuración. Dos veces al día debía administrarse mercurio dulce o frotarlo en la herida. Para aliviar los espamos, se recomendaba la tintura amoniacal de valeriana y alcanfor. Mesa de operaciones que se usaba en el Hospital de Hombres. Se conserva en la Iglesia de San Pedro Telmo (Revista Caras y Caretas) Médicos Según un informe de comienzos de 1810, trabajaban en Buenos Aires ocho médicos y 22 cirujanos. De éstos últimos, existían dos tipos: los cirujanos latinos, que eran los que se formaron en una academia, que manejaba el latín y la terminología de los medicamentos, y los romancistas, que habían aprendido de muy jóvenes los rudimentos de la medicina junto a maestros, pero que no podían recetar y menos estudiar las obras médicas que se publicaban en Europa en latín porque desconocían esa lengua. La actividad comenzó a ser regulada en 1780, cuando el virrey Juan José Vértiz creó el Protomedicato, una institución que supervisaba la actividad de los médicos, inspeccionaba las boticas –donde se fijaba modo de almacenamiento, precios y hasta su limpieza- y además hacía docencia ya que levantó la primera escuela de medicina, que funcionó en Perú y Alsina. También se dedicó a perseguir a los curanderos los que, hasta entonces, las autoridades habían hecho la vista gorda debido a la escasez de médicos. Las instrucciones para vacunar, de 1813 Su primer director fue el médico irlandés Miguel O’Gorman, quien había venido al Río de la Plata acompañando al virrey Pedro Cevallos. O’Gorman también se dedicaba a la docencia junto a Agustín Eusebio Fabre, Cosme Mariano Argerich, Justo García y Valdés, Juan de Dios Madera, Francisco Cosme Argerich, Francisco de Paula de Rivero, Cristóbal de Montúfar y Ventura Salinas y Gutiérrez, entre otros. Había otros que se especializaban en tratar las fracturas y en acomodar los miembros para que no quedasen demasiado desparejos. Se los conocía como “los algebristas”. Además, estaban los sangradores, esto es, quienes aplicaban ventosas, sanguijuelas o hacían cortes para que fluyera la sangre, que se consideraba enferma, para provocar el alivio del paciente. Era una costumbre que venía de la Edad Media y permaneció hasta principios del siglo XIX. Los partos eran monopolizados por las matronas; además de este cuerpo médico casi sui generis, estaban los curanderos, quienes dominaban la escena. A tal punto, que en el primer censo realizado muchos años después, en 1869, había 1047 contra 458 médicos. Cuando el 12 de agosto de 1821 se fundó la Universidad de Buenos Aires, comenzó a enseñarse medicina. Los cursos estaban a cargo de Francisco de Paula Rivero y Francisco Cosme Argerich Boticarios La primera botica que funcionó en Buenos Aires fue administrada por los jesuitas: en la quinta en los fondos de San Ignacio, en Perú y Alsina, se cultivaban plantas medicinales. Se considera a Agustín Pica y Milans el primer boticario laico que tuvo Buenos Aires, según se desprenden de las actas del Cabildo de 1770. Para instalar una botica se debía contar con el capital y con los contactos necesarios en Europa para conseguir los productos. Entonces, no existía la venta libre, sino que solo los médicos podían ir a comprar los productos y ellos mismos los preparaban. Pero no todo era sufrimiento. En las boticas también se podía adquirir la “pomada de la Reina”, importada de Francia, se usaba para teñir las canas de negro o castaño oscuro, y sus virtudes eran que no manchaban la piel y que mantenía el color por cuatro meses. En esa línea, para la calvicie se aplicaba el aceite imperial de Rusia, que se vendía en pequeñas botellas, y las mujeres usaban el agua de las Sultanas que servía para “hermosear el cutis” y prevenir las arrugas. Barberos: cabellos y algo más Los barberos eran los indicados para sacar dientes. ¿Cómo se elegían? En la vidriera de los locales, se dejaban colgadas las piezas dentales extraídas. Se concurría a aquel que tenía más dientes, porque se suponía que tenía más práctica y técnica en la extracción. Para el dolor de muelas, la receta era sencilla: cebolla mojada en aceite, vinagre y sal. Y ante un diente agujereado, se debía lavar con aguardiente y se tapaba con opio. El que necesitara dientes postizos, había dos maneras de conseguirlos: se les quitaba a los cadáveres o a los animales. Había casos como el de Benito Ramírez, quien se promocionaba como colocador de dientes provenientes de animales, no de gente muerta. El blanqueo de dientes, se lo hacía frotándolos con harina de cebada y sal. Fragmento del reglamento preservativo del mal de la rabia, elaborado por el Protomedicato, publicado en abril de 1816 en el diario Los Amigos de la Patria y de la Juventud En 1814 salió publicado un aviso en los diarios donde un “Profesor de la facultad dentista” ofrecía todo tipo de servicios: extraía piezas “con la mayor delicadeza y finura”, limpiaba dentaduras, arreglaba las dentaduras desiguales, emplomaba caries y colocaba dientes artificiales y hasta dentaduras completas. Primero atendió en la posada donde se alojaba, y luego se mudó a la calle de San Francisco. Hubo dentistas que se destacaron no especialmente por el ejercicio de su profesión. Ese fue el caso de Juan Etchepareborda, nacido en Francia en 1823 y que de joven, luego de recibirse en su país, se radicó en Argentina y que hizo diversas pruebas, por 1853, con la energía eléctrica, llegando a iluminar su casa. Prácticas habituales Se operaba tanto en el hospital como en las casas, donde el enfermo debía transitar el posoperatorio. El riesgo de muerte era altísimo y los dolores eran apenas mitigados con opio o con carlón, el vino más barato. Y que sea lo que Dios quiera. Se usaban purgantes y vomitivos para cuando alguien se sentía mal; se consideraba que el vómito liberaba el mal y aliviaba. El opio se usaba para los dolores, calmar los nervios, frenar la tos o para cortar una convulsión; la fiebre se combatía con la quinina, práctica heredada de los aborígenes. Para las enfermedades venéreas, se recomendaba el ácido antisifilítico. Para las operaciones también se usaba el opio y, en los casos más extremos, como eran las amputaciones, se emborrachaba al paciente con ron o aguardiente, recurso usado en el ejército, que no resultaba del todo efectivo, pero era el que empleaban los que se empeñaban en salvar vidas cuando la medicina sobraba el ensayo y error, y más de una vez el único remedio era el de esperar un milagro. Fuentes: Historia de la Medicina – Facultad de Medicina UBA; Historia de la Farmacia Argentina, de J.A.I. Liceaga; Tratamiento del dolor quirúrgico en Buenos Aires durante la primera mitad del siglo XIX, por Adolfo Venturini. En anestesia.org.ar; La cultura de Buenos Aires a través de su prensa periódica (1810-1820), de Oscar Urquiza Almandoz; Los Amigos de la Patria y de la Juventud, edición facsimilar

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