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  • El triste final del hombre que se fugó de prisión mientras esperaba su ejecución en el corredor de la muerte

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 11/08/2025 04:31

    Troy Leon Gregg escapó de la cárcel un par de horas antes de ser ejecutado La noche del 28 de julio de 1980 en Georgia nada hacía pensar lo que iba a suceder minutos después. Era una jornada normal de verano en esa localidad del centro de Estados Unidos. En el corredor de la muerte de la Penitenciaría de máxima seguridad de Georgia, el silencio resultaba opresivo. Allí, a pocas horas de enfrentar la ejecución programada por un doble asesinato, cuatro hombres se reunieron en una celda común. El más conocido entre ellos era Troy Leon Gregg, cuya condena a muerte se había convertido en un caso emblemático en la Corte Suprema de Estados Unidos. Esa noche, Gregg, junto a tres compañeros de condena —David Jarrell, Allen Ault y Jerry Word—, puso en marcha un plan audaz. Iban a huir del pabellón más vigilado del estado y desafiar un destino que parecía sellado. Lo que ni los guardias, ni los funcionarios, ni el propio Estado sabían, era que al llegar el amanecer, Gregg ya no estaría en su celda. Logró evadirse de la prisión tan solo unas horas antes de que le aplicaran la inyección letal. La infancia y el abismo Troy Leon Gregg nació en 1948 en Oklahoma. Fue criado en un hogar marcado por la ausencia de afecto y una disciplina implacable, Gregg abandonó pronto los estudios y alternó empleos mal remunerados con periodos breves en las fuerzas armadas. Su paso por el ejército resultó tan breve como tortuoso, truncado por la indisciplina y su incapacidad para adaptarse a la vida militar. Quienes lo conocieron antes del crimen recuerdan a un hombre de contextura mediana, mirada huidiza y dientes manchados por años de tabaco. Su madre, en declaraciones posteriores al arresto, diría: “Nunca supo cómo pedir ayuda. Se acostumbra uno al dolor y ya no lo nota”. Esta frase, más que un lamento materno, parece describir el núcleo de un hombre forjado por la falta y la furia. El crimen: carreteras y muerte A finales de 1973, Gregg y un acompañante, Dennis Weaver, emprendieron un viaje a través de Georgia. Necesitaban dinero. El destino los llevó a un bar de ruta donde se cruzaron con Fred Simmons y Bob Moore. El relato policial reconstruye una escena helada. El robo a mano armada, los disparos ejecutados a sangre fría, y los cuerpos abandonados en una zanja. La noticia de la fuga de los presos en un diario de Georgia Durante el juicio, la acusación hizo hincapié en la frialdad y la planificación de Gregg. La defensa esgrimió la historia de abuso y carencias, pero el veredicto fue implacable: pena de muerte. En 1976, el nombre de Troy Leon Gregg alcanzó repercusión nacional. Su caso llegó a la Corte Suprema bajo el rótulo Gregg vs. Georgia. Por primera vez desde principios de la década de 1970, el máximo tribunal de Estados Unidos deliberó sobre la constitucionalidad de la pena capital modernizada. En una decisión dividida, se confirmó la validez de las nuevas regulaciones y Gregg regresó al corredor de la muerte con una condena sellada. “Si aceptamos que matar es un mal, ¿qué derecho nos da el Estado de tomar una vida?”, se escuchó en una de las audiencias, palabras que, según algunos asistentes, Gregg musitó desde su asiento de acusado. Estrés, rutina y la espera de la muerte Los años posteriores a la sentencia tiñeron la vida de Gregg de una rutina angustiante. Encerrado más de veinte horas diarias, sujeto a inspecciones constantes y bajo vigilancia armada, desarrolló una obsesión con la fuga. Los guardias observaban con preocupación su actitud cambiante. Había dejado de recibir visitas, escribía cartas a mano para familiares ya distantes y escribía en la pared de su celda la fecha prevista de ejecución. David Jarrell, uno de los condenados que luego se uniría a su plan, narró años después: “Gregg no hablaba de milagros. Decía ´o salimos, o muero sin hacer ruido. No hay otra´”. El plan: improvisación y lucidez La ejecución de Gregg estaba fijada para las primeras horas del 29 de julio de 1980. Los detalles del plan de fuga empezaron a urdirse reiteradamente en las charlas nocturnas del pasillo de la muerte. Gregg y los otros tres hombres —David Jarrell, Allen Ault y Jerry Word— eran conscientes de los horarios, rutas y hasta los hábitos de los guardias. La tumba de Troy Leon Gregg en Georgia El núcleo del plan requería audacia y precisión. Forzaron los barrotes de la ventana del baño. Usaron una sierra oculta entre sus ropas. Habían conseguido herramientas disimuladas entre objetos personales y se turnaban para cortar los hierros durante las noches previas al escape. Acordaron un código de golpecitos en la pared para alertarse de los movimientos de los celadores. El propósito era eludir la muerte. Esa última tarde, hubo un instante en que Gregg miró a Jerry Word y dijo en voz baja: —Si lo logramos, quizás alguien escuche. Si no, solo seremos un olvido más. Word respondió: —Prefiero morir corriendo afuera que esperar aquí a que vengan. La noche del escape A las 22:30, cuando las luces principales disminuyeron y los guardias iniciaron el relevo nocturno, Gregg y sus compañeros actuaron. Se deslizaron hacia el área del baño compartido. Con pulso firme y sin desorden aparente, retiraron la pequeña reja. Uno a uno, cruzaron la pequeña ventana y descendieron por una cuerda improvisada con sábanas anudadas. Gregg fue el segundo en salir. Puso un pie tras otro sobre el muro lateral y, al tocar el suelo, sintió, según él mismo contaría más tarde, “el primer aire de libertad en siete años”. Cruzaron la zona de sombra en el patio. Uno de los sistemas de alarma falló. Una puerta secundaria se encontraba entreabierta, quizás por descuido, quizás por intervención de algún custodio cómplice nunca identificado. Al pisar la tierra húmeda, Gregg supo que ya no habría vuelta atrás. Gregg había sido condenado a muerte por un doble crimen ocurrido en un bar El calabozo vacío No fue hasta el recuento de medianoche cuando los guardias notaron la ausencia. El jefe de seguridad corrió gritando por el pasillo: —¡No están! ¡Están vacías! La alarma se propagó por toda Georgia State Prison. Radios policiales saturadas, alertas en las carreteras y puestos de control improvisados en todos los accesos y salidas. A las pocas horas, la fuga era noticia en todo Estados Unidos. Un alto funcionario del sistema penitenciario declaró esa madrugada: “En toda mi carrera, jamás vi algo similar. No solo se fugó un condenado a muerte. Se fugó el hombre cuyo caso definió una era legal”. Cada uno de los cuatro hombres tomó una ruta diferente al salir del penal. Se separaron en el bosque cercano, según el plan. Gregg, más preparado físicamente, decidió buscar refugio hacia el noreste, lejos de las rutas principales. Caminó varias horas entre la espesura antes de cruzarse con una pequeña casa rodante estacionada junto a la ruta. Se acercó, intentando controlar el temblor de sus manos. Golpeó la puerta con suavidad. Un hombre mayor abrió, ojos entrecerrados por el sueño. —He tenido un accidente —dijo Gregg—. ¿Puedo usar el teléfono? El rostro del anciano se tensó por la sospecha. Miró de reojo a la linterna que colgaba de la entrada, dudando. Pero el fugitivo no insistió. Se alejó rápidamente, entre los árboles. Más tarde, ese hombre recordaría en una emisora local: “Aquellos ojos no eran los de un vagabundo. Parecían los de alguien que vivía con el final pisándole los talones”. Dos de los prófugos lograron avanzar hasta la frontera entre Georgia y Carolina del Sur. Uno de ellos —Word— sería capturado pocas horas después, exhausto junto a la vía ferroviaria. Jarrell cayó en una estación de servicio, delatado por su nerviosismo al pedir cambio para una llamada telefónica. Pero con Gregg ocurrió lo insospechado. Al día siguiente, a menos de 60 kilómetros del penal, se registró un altercado en un bar. Un hombre discutía con otros dos por dinero. La riña creció, las voces subieron y, en medio de la confusión, uno de los presentes extrajo una pistola y disparó. Al llegar la policía, el fugitivo yacía en el suelo. Fue identificado como Troy Leon Gregg. El hombre que desafió la muerte del Estado encontró el fin abatido en una pelea casual a pocas horas de haber burlado la justicia.

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