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» El Ciudadano
Fecha: 03/08/2025 08:31
Candela Ramírez Le pusieron Clementina porque cada vez que ejecutaba una orden emitía un sonido con los primeros acordes de “Oh my darling Clementine”. Medía dieciocho metros de largo y dos de alto, necesitaron construir una sala exclusiva para alojarla y otra para los racks de alimentación: a casi sesenta años de La Noche de los Bastones Largos, El Ciudadano repasa la historia de Clementina, la primera computadora argentina cuya experiencia fue interrumpida por la dictadura de Onganía. Manuel Sadosky es un nombre fundamental en esta historia: hijo de inmigrantes judíos que escaparon de los pogromos de la Rusia de los zares, se recibió de matemático, se doctoró, vivió en Francia, volvió a Argentina y se convirtió en vicedecano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad de Buenos Aires (UBA). En 1959 empezó las gestiones para que Argentina tuviera su primera computadora electrónica. Hubo una licitación en la que se presentaron varias empresas pero había un requisito: el know how debía quedar para los argentinos. Por eso fue elegida Ferranti, que construyó en Manchester (Inglaterra) las piezas de una computadora modelo Mercury que fue enviada por tierra hasta Liverpool y desde aquel puerto al de Buenos Aires: Clementina llegó a la capital argentina entre noviembre y diciembre de 1960. Ya en 1957, Sadosky junto con varios colegas crearon el Instituto del Cálculo. La puesta en funcionamiento llevó un tiempo, recién fue el 15 de mayo de 1961. Dos técnicos ingleses se quedaron en el país durante un año para capacitar a operarios de empresas públicas y privadas. Al menos cien personas trabajaron con la máquina cubierta por chapas que pesaba 500 kilos, tenía cinco mil válvulas de vidrio y 68 kilovatios de potencia. Este proceso ubicó a Argentina a la vanguardia en términos de tecnología e informática. De hecho, muchos recuerdan a Sadosky como “el padre de la computación” en el país. ¿Qué podía hacer Clementina? La instalación de la computadora marcó un hito en la ciencia argentina. A priori, permitió resolver cálculos matemáticos de forma mucho más veloz que una persona. Además, tal como detalla la web del ex Ministerio de Educación -ahora devenido en Secretaría, Clementina fue utilizada para estudiar ríos patagónicos, resolver cálculos astronómicos, hacer censos comerciales y avanzar con investigaciones tecnológicas. Argentina pasó a hacer consultorías a nivel internacional. Además de emular los sonidos de la canción norteamericana “Oh my darling Clementine”, los programadores argentinos la programaron para que hiciera lo mismo con “La Cumparsita” y darle un sello criollo. En comparación con los móviles y computadoras de ahora, la capacidad de procesamiento de datos de Clementina era mucho, mucho menor, pero para la época era un antes y un después. No tenía teclado ni monitor, “la única forma para ingresar u obtener datos era en cintas de papel perforado, de las que luego se podía leer su contenido en unos teletipos que lo imprimían”. Las perforaciones las hacían operarios en lenguaje binario pero los argentinos no tardaron en reemplazar ese lenguaje de programación que ya utilizaba la máquina modelo Mercury con una versión propia: así nació el primer software argentino, ComIC. Esta inversión fue pensada por una comunidad de investigadores que pensaba a las universidades públicas como sostén de un país con desarrollo. El objetivo era que se utilizara tanto para formar profesionales de excelencia así como que se aplicara a tareas que excedieran la rutina, que fuera de avanzada. Fue así durante al menos cinco años. En 1963, Sadosky fue también uno de los impulsores de la carrera de Computador Científico. En 1965 empezaron las gestiones para reemplazar a Clementina por una computadora aún más moderna. Las mismas estaban muy avanzadas cuando el 28 de junio de 1966 Juan Carlos Onganía encabezó un nuevo golpe de Estado, la llamada “Revolución Argentina”. ¿Qué pasó con Clementina? Una vez en el poder, si bien Onganía pertenecía al sector de los militares más propensos al desarrollo (los azules, a diferencia de los colorados que pretendían una estructura productiva más cercana al modelo agroexportador) vio en las universidades una amenaza: un espacio propenso al marxismo, con docentes que adoctrinaron a los futuros profesionales. Eran los sesenta, el mundo estaba sometido a las reglas de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Los militares argentinos -y latinoamericanos- ya se formaban en la Doctrina de Seguridad Nacional que configuró la idea de enemigo interno y se dio permisos para perseguir y detener a opositores políticos. Desde 1918, durante el primer gobierno del radical Hipólito Yrigoyen, las universidades eran autónomas, tenían su propio presupuesto y libertad de cátedra e investigación. Esta definición se conoce como la Reforma Universitaria. En 1949, durante el primer gobierno de Juan Domingo Perón, se quitaron los aranceles: las universidades pasaron a ser gratuitas y la matrícula aumentó de forma exponencial en todo el país. Desde la dictadura del 1955, la persecución política fue parte de la vida cotidiana de los argentinos: se disolvió el Partido Justicialista y se persiguió a ex funcionarios y militantes. El justicialismo estaría proscripto durante dieciocho años. Esta política se extendió con el Plan de Conmoción Interna (Conintes) durante el gobierno de Arturo Frondizi, de impronta desarrollista, pero cuando éste mostró apertura para la participación política del peronismo fue destituido. Los militantes comunistas ya estaban en blanco de persecución también. Pasó José María Guido como presidente provisional, asumió como presidente el radical Arturo Illía en 1963 pero sufrió la misma suerte que los anteriores: fue derrocado en 1966. Apenas un mes después del golpe de Onganía, el 29 de julio del 66, el gobierno de facto decretó que las universidades pasarían a la órbita del Ministerio del Interior. Si bien no utilizaron la palabra “intervención” era una clara afrenta contra la autonomía universitaria. Ese mismo día, docentes, estudiantes y autoridades se reunieron en estado de asamblea en las facultades de Medicina, Filosofía y Letras, Ciencias Exactas y Naturales, Arquitectura e Ingeniería de la ciudad de Buenos Aires. La respuesta de la dictadura fue brutal: la Policía Federal irrumpió en los edificios a los golpes y con gases lacrimógenos. Dispuso decenas de docentes y estudiantes con las manos en alto contra la pared en salones de las facultades. El hecho fue tan escandaloso que tuvo repercusión internacional: el profesor estadounidense Warren Ambrose, invitado extranjero en la Facultad de Ciencias Exactas, escribió una carta al editor de The New York Times, que al día siguiente la publicó. Así lo reconstruye una nota publicada en Infobae en 2022: “Entonces entró la policía. Me han dicho que tuvieron que forzar las puertas, pero lo primero que escuché fueron bombas, que resultaron ser gases lacrimógenos. Los soldados (confunde policías con soldados) nos ordenaron, a los gritos, pasar a una de las aulas grandes, donde se nos hizo permanecer de pie, con los brazos en alto, contra una pared”. Esa misma nota, firmada por Daniel Cecchini, indica que a la semana siguiente hubo al menos 1300 renuncias de docentes. Se inició así una de las mayores “fugas de cerebro” que padeció el país. No sería la última. Y ahí entra la historia de Clementina: el acceso a la nueva computadora que la reemplazaría nunca se dio, se canceló la gestión. Muchos de los profesionales que sabían manejarla renunciaron o se fueron del país. Un equipo pudo mantenerla con vida unos años más pero sufriendo a su vez el desfinanciamiento de estos trabajos. Además, pasó a utilizarse únicamente para tareas rutinarias, arruinando así su carácter vanguardista. El 6 de junio de 1971 el diario La Nación publicó una nota titulada “Una lágrima por Clementina” donde anunciaba su desmantelamiento. Algunas de sus piezas todavía están exhibidas en el Departamento de Computación de la UBA.
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