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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 02/08/2025 06:32
Luis Caputo El ministro de Economía, Luis Caputo, atribuyó al “riesgo kuka” la trepada del dólar. Aprendió más temprano que tarde los códigos de este tiempo. Compactó en una simplificación para la “popu” la tediosa explicación económica que permitiría comprender las múltiples razones que generaron la subida. En una jornada sofocante en la que el precio de la divisa norteamericana puso vértigo en el tiempo preelectoral, el jefe de la cartera económica terminó el día ofreciendo sus argumentos en un canal de streaming. El estilo comunicacional del Gobierno se ha hecho carne en el financista circunspecto que supo ser. “Si está barato, comprá, no te la pierdas campeón”, se aventuró a cruzar irónico a un empresario que pretendió correr el eje del debate mientras exponía en un auditorio de 700 ejecutivos en la escuela de negocios de la Universidad Austral. Ocurrió apenas unas semanas atrás. La movida que llevó a Caputo a neutralizar el “off the récord” que Alejandro Fantino convirtió en un vaticinio catastrófico se inscribe en esa línea de torpezas comunicacionales. Milei también salió a enmarcar la estampida del dólar en la burbuja retórica en la que habita. “Son una secta los kukas inmundos. Tienen el cerebro lavado”, se despachó en otro canal de streaming en el que acusó a los senadores de promover un ataque especulativo. Para Milei la corrida que llevó al dólar a sus máximos niveles históricos “fue el primer golpe político”. “Ahí es cuando te atacan la moneda”, dijo. “Mandaron a la basura inmunda de Stiglitz a proclamar el apocalipsis”, sostuvo el Presidente para concluir que todo fue producto de los que “ya sabíamos que iban a venir a hacer daño” En los días que corren todo debe entenderse en clave electoral. Queda claro que polarizar con el kirchnerismo será el eje de la campaña. De “la patria es el otro” a “la culpa es del otro”. Más allá, mucho más allá de las decisiones económicas que precipitaron el corrimiento del valor de la moneda verde, la identificación y señalamientos de los supuestos responsables no admite dilaciones. Nada nuevo. Cualquier parecido con el inolvidable relato K no es pura coincidencia. El poder comunica con golpes de efecto. Es de manual. Por eso importa conocer la matriz sobre la que corre el lenguaje del poder. En estas horas turbulentas reapareció con toda su fuerza una palabra liminar en la narrativa política: traición. Victoria Villarruel “La traidora”, en este caso, tiene nombre y apellido: Victoria Villarruel. La innombrable a la que el oficialismo decidió borrar de la faz gubernamental es ahora visibilizada al solo efecto de hacerla cargo del tembladeral cambiario. Del destierro al que la confinó el mismísimo Presidente al infierno de la lapidación mediática. Devenida en chivo expiatorio por haber habilitado la sesión en la que el Senado, por clara mayoría, votó cinco leyes que el Gobierno considera letales para el equilibrio fiscal, la vice vuelve a escena para ser referente de “todo lo que está mal”. Una kuka más. El agravio, el insulto, la descalificación funcionan como un atajo narrativo que moldea la realidad: nombra, reduce y fija el lugar del otro. La palabra “traición” es la más contundente porque rompe cualquier puente. Quien es acusado de traidor ya no tiene legitimidad política ni moral. En la política contemporánea: quien controla el lenguaje, controla los límites del debate. “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”, la emblemática frase de Ludwig Wittgenstein parece haberse adelantado con fuerza anticipatoria a los instructivos de los spin doctors de la era digital. En “Tractatus”, el filósofo, matemático y lingüista austríaco sostiene que el lenguaje no es simplemente un instrumento para comunicarnos, sino el marco que define lo que podemos pensar y conocer. No hay palabras inocuas. Todas las palabras tienen un peso específico, un poder de daño o restauración dependiendo el caso. En el planeta libertario es imposible desacoplar el fondo de la forma. Se gobierna comunicando. Se comunica para gobernar. Si el lenguaje es el límite de lo pensable, controlar el lenguaje es controlar la realidad social. Quien controla la agenda controla la realidad. La narrativa gubernamental fija los límites del debate con palabras que simplifican, polarizan y configuran la realidad. El lenguaje es una tecnología de poder: lo que nombramos existe; lo que dejamos sin nombrar desaparece. Es usado como herramienta discursiva en orden a construir poder e identidad. Para Wittgenstein, en la política, lo que no se nombra, no existe; lo que se etiqueta, se reduce y se controla. Se instalan conceptos por desgaste. Se instalan metáforas o imágenes. Los liderazgos disruptivos de este tiempo se apalancan en la comunicación. “Somos lo que hablamos”. Independientemente de cuan elaborado o intuitivo sea, el discurso que baja desde el poder genera realidad. El lenguaje adquiere un poder performativo. El entorno digital acelera la instalación de la idea. El dicho deviene hecho. El filósofo, lingüista y asesor político norteamericano George Lakoff, lo resume en su teoría de los frames -encuadres-. Las palabras no son neutrales, cada término activa un marco mental, un conjunto de valores y creencias. Javier Milei y Santiago Caputo Los gobiernos fijan el perímetro del debate. Si el concepto se acepta socialmente cualquier discusión fuera de ese marco se vuelve impensable. Lo que se enuncia desde el poder no sólo “informa”, crea también un ámbito de actuación. El concepto “batalla cultural”, habilita acciones “bélicas” contra el adversario. El señalamiento y exclusión de personas y grupos sociales es una estrategia a la que se recurre en orden a concentrar poder y decantar la nitidez de la propia imagen. La disrupción lingüística que conlleva el acelerado ecosistema de la comunicación digital desacraliza el lenguaje institucional. La corrección discursiva deviene ligera, insustancial, no impacta. Se diluye atropellada por el tsunami de emociones que desatan las diatribas montadas en insultos y metáforas distópicas, tan frecuentes en este tiempo político. La estocada final queda asestada sobre la construcción del relato opositor. La reivindicación, del diálogo, del consenso, de la tolerancia no parece mover emoción alguna. Lo políticamente correcto no va más, no rinde. La palabra “institucional” no moviliza. El lenguaje del oponente se presenta tan correcto como burocrático e insustancial, pierde fuerza, no alcanza para construir sentido. Los contenidos violentos, agresivos o negativos se vuelven rápidamente virales. Alimentan los algoritmos que nutren el descontento, la frustración, el resentimiento. Son el popcorn de la era digital. Las palabras no son sólo herramientas, son un arma de doble filo. Las palabras sacan a la intemperie la matriz de valores del que las usa. Lo que decimos nos expone, muestra qué dioses y demonios habitan en nuestro interior. También nos constituyen. Nos muestran en nuestra más íntima y profunda vulnerabilidad. Los líderes disruptivos de este tiempo quedan presos de sus propias narrativas. Están obligados a ir siempre por más. No pueden moderar su lenguaje sin perder su base. Tanto Milei como Trump son “presos” de sus propios términos. Están condenados a moverse en los extremos. La palabra “casta”, banalizada tras la refriega por la composición de las listas, deja paso a la expresión “kuka”. La “kukarda” engloba a todos aquellos que no tienen adhesión plena al catecismo libertario. Lejos de ser eliminada, la casta parece estar siendo absorbida por el el generoso concepto de “tabula rasa”. La “traición” servirá, de aquí en más, para explicar los tropezones. La palabra “traición” es aún más pesada porque se aplica a quien supo pertenecer al “nosotros”. La fuerza del concepto radica en que convierte la diferencia política en una falla moral, genética, existencial. Si el otro es un kuka no se lo debate: se lo señala y excluye. Por eso el lenguaje agresivo no es forma, es fondo. El lenguaje no es solo un recurso retórico. Es la herramienta con la que los gobiernos definen el perímetro del debate público. Lo entendió Margaret Thatcher cuando en los años 80 repitió su lema neoliberal: “There is no alternative” (no hay alternativa). La frase bloqueaba de entrada cualquier discusión sobre políticas distintas. Si no hay alternativa, no hay debate. Donald Trump hizo lo propio con el término “fake news”. Al etiquetar como falsas a todas las informaciones críticas, erosionó la confianza en los medios y concentró el poder narrativo en su propia voz. Una estrategia que, a su modo, Javier Milei hace propia con deleitación. El lenguaje no es inocente. La palabra que se emite desde el poder funciona como un molde: define qué se puede pensar y qué queda fuera del debate. Pero en esa fortaleza también se esconde una debilidad: cualquier contradicción en el uso de sus propias palabras erosiona identidad y liderazgo. Para moldear el sentido común hace falta no perder el control de la agenda. La conversación pública debe seguir gestionando las emociones colectivas. Cuando los logros o verdades reveladas entran en crisis, es imperativo sostener el relato, exacerbarlo. Cuando las cosas se complican la narrativa deviene mesiánica y demanda un proceso purificador, eliminar lo “sucio” del sistema. Comprender las estrategias comunicacionales que inspiran el lenguaje del poder permite ampliar los espacios para seguir ejerciendo el pensamiento crítico.
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