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» Comercio y Justicia
Fecha: 01/08/2025 05:05
Por Federico J. Macciocchi (*) ¿Quién quiere un fuero ambiental? En la jerga judicial, cada vez que algo molesta, se encapsula. Cuando algo incomoda, se lo especializa. Y si amenaza con volverse estructural, se lo transforma en expediente técnico. Así es como se instala la idea de crear un fuero ambiental, con espejitos de colores progresistas y reflejos conservadores. Parece un avance institucional pero huele a trampa procesal que neutraliza la defensa del ambiente y licua el control constitucional. Discursivamente, la creación de un fuero ambiental suena bonito. Especializar jueces, dotarlos de herramientas, garantizar el acceso a la justicia, etc., etc. Pero como suele pasar con las buenas intenciones institucionales, el problema no está en lo que se promete, sino en lo que se oculta. En Córdoba, no hace falta imaginar qué pasaría si tuviéramos un fuero ambiental porque ya tenemos algo bastante parecido. La mayoría de los amparos ambientales dirigidos contra el Estado (provincial o municipal) terminan en las cámaras en lo contencioso administrativo. Es decir, un fuero supuestamente especializado que al menos en los hechos ya existe. ¿Y cuál ha sido el resultado? Procesos cada vez más lentos, interminables, burocratizados y alejados de los territorios en conflicto. Hasta la reforma de la ley de amparo, cualquier juez de primera instancia podía tramitar estas causas. Y si bien el sistema no era perfecto, al menos permitía que una apelación se resolviera en tiempos razonables ante las cámaras. Hoy, en cambio, toda causa contra el Estado se canaliza directamente en las cámaras en lo contencioso administrativo y las apelaciones van al Tribunal Superior de Justicia. El problema es que el TSJ no tiene plazos para resolver. Lo que antes llevaba semanas o pocos meses, hoy demora años. Hablamos de causas urgentes —por definición— que deberían resolverse de forma “expedita y rápida” y que, en los hechos, se transforman en procesos kafkianos sin final a la vista. Para muestra, basta un botón. Por ejemplo, la Cámara Contencioso Administrativo de 1ª Nom. viene rindiendo culto a El Proceso de Kafka, al hacer uso y abuso de audiencias conciliatorias, permitiendo que las demandadas presenten permanentemente informes que el tribunal traslada a la parte actora, y así eludir su obligación de dictar sentencia. Es como si se forzara a los actores a perder por cansancio, o a que la causa devengase abstracta. Así, un proceso —que debe ser sumarísimo— se vuelve una novela sin fin, donde cada presentación es una excusa para no resolver. El amparo ambiental, en vez de proteger derechos, se convierte en pura liturgia que premia al que contamina y se olvida del que reclama. Entonces, ¿qué ganamos con la especialización si los procesos se eternizan? ¿Qué aporta un fuero ambiental si los jueces “especializados” no actúan con eficacia y rapidez? ¿Y qué garantías le quedan al ciudadano si, además, se lo obliga a litigar fuera de su localidad, en un circuito procesal concentrado, ajeno y saturado? El derecho ambiental es un derecho constitucional. Y en nuestro país, todos los jueces son jueces de la Constitución, y por tanto, todos son jueces del ambiente. Acotar la cuestión ambiental a un solo fuero es reducir su alcance, es limitar su defensa a una puerta única y angosta que se transforma, como ya lo estamos viendo, en un cuello de botella judicial. Además, esta idea desconoce lo esencial del derecho ambiental, que es transversal. Atraviesa lo administrativo, lo penal, lo civil, lo comercial, urbanístico. No puede encarcelarse en una estructura estanca sin resignar eficacia ni alcance. Pensar que un solo fuero puede comprender y resolver la complejidad ambiental es como creer que la realidad se amolda al organigrama del Poder Judicial. La creación de fueros especiales —como el penal económico o el fuero anticorrupción— no resolvió los problemas que prometía abordar. Los encapsuló. Y en algunos casos, sirvió para demorar o diluir el control judicial en vez de fortalecerlo. La experiencia cordobesa debería servirnos como advertencia. Ya tenemos una suerte de fuero ambiental, y lo que produjo no fue una justicia más ágil o comprometida, sino un sistema más lento, más alejado y menos efectivo. En vez de crear estructuras deberíamos pensar en hacer funcionar las que existen. Que los jueces —todos— se formen en derecho ambiental, apliquen sus principios y asuman su deber constitucional. Que la justicia entienda que lo ambiental no es una competencia, sino una causa colectiva. Una causa urgente. Cuando las decisiones son materialmente insuficientes y encima llegan tarde, no hay fuero que valga. En materia ambiental, cuando la justicia llega tarde, ya no es justicia. Es complicidad con el daño. (*) Abogado en causas ambientales de relevancia social. Docente de Derecho de los Recursos Naturales y Ambiental y de Derecho Público Provincial y Municipal (Facultad de Derecho – UNC). Presidente Fundación Club de Derecho.
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