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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 31/07/2025 04:43
Rodolfo Ortega Peña Juan Domingo Perón llevaba treinta días muerto y el clima político se enrarecía a pasos agigantados cuando la noche del miércoles 31 de julio de 1974 el diputado nacional Rodolfo Ortega Peña salió de su despacho en el Congreso para encaminarse, sin saberlo, hacia la muerte. “El Pelado”, como se lo llamaba, era el único legislador del ala izquierda del peronismo que seguía ocupando una banca en la Cámara de Diputados después de la renuncia, en enero de ese año, de los ocho diputados que respondían a la Juventud Peronista en protesta por la reforma de corte netamente represivo del Código Penal propuesta por el propio Perón. Ortega Peña, que no respondía como los renunciantes a la conducción de Montoneros, había decidido seguir dando la pelea legislativa. A diferencia de sus colegas, creía que el Congreso todavía podía ser un lugar de lucha desde el cual cumplir con la promesa que había hecho en el momento de jurar el cargo: “La sangre derramada no será negociada”. Sabía que esa decisión ponía en riesgo su vida, porque lo habían amenazado de muerte. Aun así, eligió seguir adelante, pese a que la situación era cada vez más adversa. El ala derecha del justicialismo –que ya hegemonizaba el Gobierno en vida del general– seguía ganado espacio alrededor de la sucesora María Estela Martínez de Perón, y buscaba borrar todo atisbo de rivalidad no solo a nivel nacional sino también en las provincias. Los diarios del día informaban sobre el dictamen favorable de la Cámara de Diputados de la Nación para la intervención de Mendoza, donde se tambaleaba Alberto Martínez Vaca, uno de los últimos representantes del sector más progresista del peronismo que todavía conservaba su cargo. Desde el Ministerio de Bienestar Social, “El Brujo” José López Rega aportaba su cuota de violencia a la ofensiva ultraderechista con el accionar del grupo parapolicial de su creación, la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), cuyos atentados y amenazas de muerte se venían multiplicando desde fines del año anterior. El nombre de Ortega Peña estaba en la lista negra de esa banda. La tarde de ese miércoles, “El Pelado” Ortega Peña había recibido la llamada de un supuesto periodista de El Cronista Comercial, pidiéndole una entrevista y preguntándole hasta qué hora podría encontrarlo en su despacho del Congreso. El diputado le respondió que podía esperarlo hasta las 21.30. El supuesto periodista nunca llegó para entrevistarlo y, más tarde, consultada por compañeros del diputado, la dirección del diario dijo que ninguno de sus periodistas le había pedido una reunión a Ortega Peña para ese día. A la hora que había marcado como límite, “El Pelado” salió del Congreso con su mujer, elena Villagra, para ir a comer en un restaurante de Callao y Santa Fe. Al salir tomaron el taxi, sin saber que los estaban siguiendo. Luego de comer tomaron otro taxi para que los llevara hasta el departamento donde vivían, en pleno centro de Buenos Aires. El taxi desde donde bajó Ortega Peña cuando fue asesinado a balazos por la Triple A 24 disparos en la noche Arenales y Carlos Pellegrini. Hora: 22.25. “¡¿Qué pasa, flaca?!”, alcanzó a preguntar Ortega Peña cuando escuchó el primer disparo y el grito de su mujer, Elena Villagra. No tuvo tiempo para más: en los siguientes segundos recibió 24 tiros que impactaron en su cabeza y en otras partes de su cuerpo. “El Pelado”, ya había bajado del taxi y se asomaba a la ventanilla del vehículo para pagar el viaje cuando escuchó el disparo y el grito de su mujer. No vio el Ford Fairlane verde que llegó a gran velocidad y frenó de golpe, ni a los tres hombres armados con ametralladoras que bajaron de él. Tampoco que uno de ellos, con la cara cubierta con una media de mujer, puso rodilla en tierra y empezó a disparar. Sólo escuchó el primer tiro y el grito de su mujer. Cayó hacia delante y quedó tendido entre las ruedas delantera derecha del taxi y la trasera izquierda del Citroën estacionado al costado. Al caer golpeó pesadamente contra el paragolpes trasero del Citroën, arrancándolo. Cuando el hombre de la media en la cara terminó de vaciar el cargador de su arma, volvió a subir al auto con sus dos cómplices y el Fairlane salió disparado por la calle. Elena Villagra, con la cara sangrante por la bala que acababa de atravesarle el labio corría desesperada gritando: “¡Mataron a mi marido!”, una y otra vez. La auxilió un médico que salió de su casa al escuchar los disparos. Sobre el asfalto, el cuerpo del “Pelado” se empapaba del rojo de su propia sangre derramada. Tenía 37 años. No hubo dudas de que Ortega Peña había caído víctima de una operación letal planificada milimétricamente. Lo estaban esperando. Se pudo reconstruir –no lo hizo la Policía Federal, sino los periodistas que entrevistaron a muchos testigos– que, apenas el Fairlane verde de los asesinos entró en la cuadra donde se había detenido el taxi, otros dos autos cortaron la calle impidiendo el paso. En las dos esquinas se instalaron varios hombres de civil que, armados, hicieron desviar a los transeúntes. También se supo que, pese a ser un lugar céntrico donde abundaban los policías de calle, en el momento del crimen no había ninguno en los alrededores, con lo que se constituyó una “zona liberada” para que el grupo perpetrara el atentado. Si algo faltaba para que se confirmara que el asesinato de Ortega Peña era un crimen perpetrado desde el Estado a través de un grupo parapolicial, los hechos de las horas y los días siguientes no dejaron dudas. Primero, el jefe de la Policía Federal, el comisario general Alberto Villar –hombre que respondía al ministro de Bienestar Social, José López Rega– se les río en la cara a Eduardo Luis Duhalde y otros compañeros de Ortega Peña que fueron a reclamarle que investigara. Después, el presidente de la Cámara de Diputados de la Nación, Raúl Lastiri –yerno de López Rega-, impidió que el velatorio se realizara en el Congreso, como correspondía con un diputado. A eso se sumó la represión brutal por parte de la policía que sufrieron los asistentes a la despedida que se realizó en la sede de la Federación Gráfica Bonaerense, con alrededor de 400 detenidos. El Citroen estacionado sobre el que cayó muerto Ortega Peña Un militante decidido “No ha muerto simplemente el diputado, sino un militante del peronismo revolucionario que tenía una vieja y consecuente lucha al servicio de la clase obrera peronista y del pueblo. No nos cabe duda de que son precisamente los enemigos del pueblo por el que luchaba Ortega, quienes lo asesinaron. No interesa demasiado la mano que empuñó el arma, sino de dónde provino la orden de matar”, dijo Eduardo Luis Duhalde –socio de Ortega Peña en su estudio jurídico y compañero de militancia– al despedirlo en la Federación Gráfica Bonaerense. Proveniente de una familia antiperonista acomodada, la primera militancia de Rodolfo Ortega Peña fue en la izquierda. Estudiante brillante, se recibió de abogado a los 20 años, haciendo al mismo tiempo la carrera de Filosofía, y después estudió Ciencias Económicas. Para entonces se había convencido de que la posibilidad de los cambios políticos y sociales en la Argentina pasaba por el peronismo. En las elecciones del 11 de marzo de 1973 fue elegido diputado nacional por la provincia de Buenos Aires. En su juramento utilizó la frase “La sangre derramada no será negociada”. Junto con Eduardo Luis Duhalde, lanzaron en 1973 la revista Militancia Peronista, de mucha repercusión dentro de la militancia peronista en la época. En junio de 1974 la publicación fue clausurada por decreto de Juan Domingo Perón y volvieron a editar otra similar bajo el nombre De Frente, que también fue clausurada. Elena Villagra durante la despedida de su compañero La autoría de la Triple A Para el momento de su asesinato, el Gobierno de Isabel Perón consideraba a Rodolfo Ortega Peña un enemigo declarado y la Triple A lo tenía en su lista negra, entre otras razones porque el diputado jamás había dejado de denunciar su accionar criminal, que primero perpetró de manera solapada y luego desembozada. La primera acción firmada de la Triple A había sido el atentado con explosivos –fallido a medias, porque no lograron matarlo- contra el senador radical Hipólito Solari Yrigoyen, el 21 de noviembre de 1973 en el estacionamiento del edificio del Congreso Nacional. Dos meses más tarde, la banda parapolicial envió a los medios de prensa su primera lista de condenados a muerte: los coroneles retirados César Perlinger y Juan Jaime Cesio, el obispo de La Rioja Enrique Angelelli, el senador (FREJULI, Córdoba) Luis Carnevali, el diputado (sumado al bloque peronista, Capital) Raúl Bajczman, los dirigentes trotskistas Homero Cristaldo (Jorge Posadas, PORT) y Hugo Bressano (Nahuel Moreno, PST), los abogados Silvio Frondizi, Mario Hernández y Gustavo Rocca, los jefes guerrilleros Mario Santucho (PRT) y Roberto Quieto (Montoneros), los gremialistas Agustín Tosco, Raimundo Ongaro, René Salamanca y Armando Jaime, el dirigente del PC Ernesto Giúdice, los directores de los diarios Noticias, Miguel Bonasso, y de El Mundo, Manuel Gaggero, el exrector de la UBA Rodolfo Puiggrós y el ex subjefe de la policía bonaerense Julio Troxler. Muchos de ellos se contarían entre las tres mil víctimas que se cobraron los parapoliciales de López Rega en apenas dos años y medio. El comunicado era más bien parco: “Los mencionados serán ajusticiados en el lugar donde se encuentren”. Se levantó una ola de denuncias: parecía cada vez más claro que los impulsores de la Alianza Anticomunista Argentina eran el mismísimo José López Rega, el comisario Alberto Villar –jefe de la Federal- y los altos oficiales de esa fuerza, Rodolfo Almirón y Juan Ramón Morales. Las amenazas de muerte no habían sido suficientes para detener a Rodolfo Ortega Peña. Se negó a abandonar su banca de diputado, a la que consideraba como un puesto de lucha, y tampoco aceptó que se lo protegiera. Hace unos años, un antiguo dirigente del PRT-ERP le contó al autor de esta nota que esa organización le había ofrecido una custodia integrada por sus militantes para garantizar su seguridad y que “El Pelado” se había negado. “No tendríamos que haberle hecho caso y protegerlo igual, aunque no quisiera”, lamentó.
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