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  • Una mirada desde la alcantarilla. Luces abismales

    Paraná » 9digital

    Fecha: 29/07/2025 18:47

    Una columna oblicua de luz que entra férrea por la ventana Juan José Saer Cuando colocaron los semáforos, nos deteníamos solos a mirar las otras calles vacías, esperábamos mientras las palomas comían semillas que caían de los árboles. Los pájaros parecían viejos, venían olfateando el aire cargado de olor a maiz que se iba triturando en silos que estaban siempre cerca. El campo nunca estuvo lejos de nuestras casas y las casas que se sentían en pleno centro de la incipiente ciudad, guardaban gallinas en sus fondos. El cacareo nos levantaba, el olor a jabón entraba a la piel como un hueso, nuestras madres lavaban la ropa a mano y la dejaban reposar al sol en latones inmensos que en verano se convertían en piletas para los más chicos. El paisaje se incrustaba como las astillas, las hebras finas de los troncos que trepábamos. Sin tener selvas, éramos monos y loros exuberantes con colores de témperas entre las plumas. Las plazas de mi pueblo siempre fueron como brazos interminables que estaban a los costados. Una pared en el frente pero en el hombro la rama de un árbol, el perfume de la madreselva, las bolitas rojas de un arbusto. Los perros estaban siempre naciendo y se quedaban pegados de las colas cada uno apuntando hacia una dirección opuesta, una brújula en la cima de la casa, un gallo de metal y las moscas giraban contra las cortinas de los lavaderos. Nuestros vidrios parecían escarchados o ardientes, volcanes y montañas donde nevaba sobre la punta de la nariz, en el índice que esgrimía pequeñas letras sobre el aliento tibio. Las luces de mi infancia me persiguen. Cuando me sentaba en la vereda de mi casa, miraba las ventanas de la escuela, la cúpula de la iglesia, el tañido como trompada de canguros invisibles, los jazmines paraguayos con los celestes cambiantes imitando al océano y sus capas de agua, las violetas contra el muro entre los musgos, los helechos que mamá cuidaba, los centros secos de las margaritas que eran semillas para desparramar en otros canteros. Veía las pelusas antes que las cosas que estaban bajo ellas. Los toritos quedaban enganchados a los tallos que cortabámos, las hormigas caminaban más que nosotros cuando salíamos a cruzar las calles, en el final del pueblo, el hospital indicaba casi el final de la civilización, la frontera con las vacas que íbamos a ver desde la plaza de La Loma, sentadas en el tacho metálico sostenido por cadenas de las puntas que nos mecía como una bestia indomable. El balido era un coro, nuestras risas espantaban teros. No nos vamos nunca, dice alguien y yo creo que al contrario, en la desesperación por quitarnos ese cielo tan abierto que asfixia, en el tropiezo como de niño que se viste con la ropa de los adultos, nos queda un arrastre de luces y sofocos. La polvareda de patas que vienen a rescatarnos o a atropellarnos o a llevarnos a otro tiempo por unos breves minutos. El ansia de estar solos frente a un futuro que se presenta imparable, nuevamente siento esas luces abismales. Hoy dejé a mi hijo en el jardín y entre colectivos y autos frenéticos, entre bocinazos y tics de conductores urgentes, recordé los primeros semáforos. El detenimiento ante los focos que jamás cambiaban de color. *

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