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  • Mariana Brussoni: “El juego arriesgado fortalece la autoestima y la tolerancia a la frustración en los chicos”

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 27/07/2025 02:33

    Mariana Brussoni es profesora de la Universidad de Columbia Británica, en Canadá. Sus investigaciones se enfocan en cómo reincorporar el "juego arriesgado" a la vida de los chicos. Trepar un árbol, lanzarse barranca abajo en bicicleta o monopatín, saltar desde cierta altura, jugar a la lucha, usar herramientas reales… Para Mariana Brussoni, psicóloga del desarrollo de la Universidad de Columbia Británica (Canadá), estas alternativas representan algo que los chicos de hoy necesitan pero tienen cada vez menos: oportunidades de “juego arriesgado”. En esas instancias, los niños se enfrentan con la incertidumbre y con cierto riesgo de sufrir una lesión física –¿quién no tuvo de chico las rodillas raspadas o algún chichón en la cabeza?–. Brussoni lleva años investigando los beneficios del juego libre para el desarrollo infantil, y es una defensora de la necesidad de que los chicos estén expuestos a ciertos riesgos al jugar: no se trata –desde ya– de ponerlos en peligro, sino de permitirles explorar sus límites físicos y emocionales. Para esta especialista, las vacaciones de invierno son una oportunidad para que los chicos experimenten este tipo de juego, que requiere por parte de los padres renunciar a la supervisión constante (y eludir la tentación de gritar “¡Tené cuidado!” cada cinco minutos). En sus investigaciones, Brussoni encontró que este tipo de juego –que era muy frecuente para los niños de generaciones anteriores– consolida habilidades cognitivas como la atención y la planificación, reduce la ansiedad y, a la larga, resulta una forma más eficaz de protegerlos, porque les enseña a gestionar el riesgo. –Por un lado, se suele observar que a los chicos les faltan límites, pero por el otro su juego parece demasiado limitado por los adultos. ¿Por qué se dan estos desbalances? –Creo que ambos problemas están interrelacionados en el sentido de que, en el fondo, creo que estamos tratando a los niños como personas incompetentes e incapaces. Y por eso se requiere tanta supervisión adulta: se asume que no pueden estar solos en sus barrios o tomar decisiones. Al asumir que los niños son incapaces, creemos que se van a desmoronar si les ponemos límites. Como cuando alguien dice: “Si están teniendo un berrinche, no hay que intervenir en su respuesta emocional”, en lugar de tratarlos como personas que pueden y deben aprender a regular sus emociones, que pueden y deben considerarse en relación con los demás, tener empatía y atender tanto las necesidades propias como las de los otros. En el fondo, creo que es el mismo problema de base que se manifiesta de dos maneras: por un lado, en las dificultades para poner límites en relación con el comportamiento de los chicos, y por otro, en una desconfianza hacia la sociedad, hacia los extraños y hacia la capacidad de nuestros hijos para desenvolverse en su entorno. Brussoni define el "juego arriesgado" como "formas de juego emocionantes y estimulantes en las que los niños se enfrentan a la incertidumbre y existe la posibilidad de sufrir una lesión física". –Sos una defensora del “juego arriesgado”. ¿A qué se refiere el concepto? –La definición que usamos es: formas de juego emocionantes y estimulantes en las que los niños se enfrentan a la incertidumbre y existe la posibilidad de sufrir una lesión física. Algunos ejemplos podrían ser trepar, correr cuesta abajo en bicicleta o jugar a pelearse. Lo emocionante y estimulante proviene del hecho de que los chicos van más allá de su zona de confort previa. Digamos que, si la última vez que trepaste llegaste hasta cierta altura, la próxima vez vas a trepar un poco más alto para experimentar esa sensación de desafío, ese entusiasmo. El componente de enfrentarse a la incertidumbre también es clave. No saben qué va a pasar. Podría terminar bien o mal, y esa posibilidad forma parte de la emoción. Si ya sabés lo que va a ocurrir, entonces no hay emoción ni estímulo. Y eso es muy importante, porque vivimos en un mundo incierto. Todos los días hay muchas situaciones en las que no sabemos qué va a pasar. El juego es una forma de que los chicos se acostumbren a desenvolverse en ese mundo y desarrollen habilidades para enfrentarlo. Y el último componente de la definición es la posibilidad de una lesión física. Cuando los chicos mueven el cuerpo de maneras nuevas y desafiantes, existe la posibilidad de que se lastimen, como ocurre al jugar al fútbol, al hockey o a otros deportes. De hecho, los deportes causan muchas más lesiones que el juego libre. Y, sin embargo, no decimos “no quiero que juegues al fútbol”. ¿Te imaginás a un chico argentino al que no dejen jugar al fútbol? En mi caso, llegué a este campo desde la prevención de lesiones, así que he investigado mucho sobre estadísticas de lesiones, sobre qué tan probable es que los chicos se lastimen. Lo cierto es que el riesgo es muy bajo: es muy poco probable. –¿Qué ganan los chicos cuando no sienten tanta supervisión adulta en el juego? –Cuando no hay un adulto que te dice “esto se hace así”, los chicos resuelven las cosas por sí mismos. Asumen riesgos, y a veces las cosas salen bien y se sienten orgullosos, lo que refuerza su autoestima. Otras veces las cosas salen mal, y por ahí se lastiman. Eso también es importante, porque aprenden que pueden tolerar cuando las cosas salen mal, que no se acaba el mundo, y que no necesitan a un adulto que les resuelva todo. También aprenden que el fracaso puede ser tan instructivo –o incluso más– que el éxito: “Esto no funcionó tan bien, mejor intentamos otra cosa”. Hay otro aspecto interesante relacionado con la salud mental. Cuando antes hablaba de la definición de juego arriesgado, mencioné la idea de lo emocionante, del entusiasmo. En los chicos con trastornos de ansiedad, el cerebro interpreta ese tipo de sensación como peligro. En cambio, los chicos sin ansiedad y con experiencia en juegos de riesgo, frente a esa sensación piensan: “¡Esto está buenísimo!”. Entonces, con el tiempo, los chicos con ansiedad evitan cada vez más esos juegos, se retraen, tienen menos experiencias de vida, y su ansiedad se retroalimenta. Por ejemplo, Helen Dodd, que es psicóloga clínica e investigadora en Inglaterra, utiliza el juego riesgoso como tratamiento para trastornos de ansiedad en niños. En el juego arriesgado, los chicos aprenden a resolver las situaciones por su cuenta y desarrollan la tolerancia a la frustración, sostiene Brussoni. (Freepik) –Jonathan Haidt describe una “generación ansiosa”, también se habla de la “generación de cristal” por la intolerancia a la frustración. ¿Esto es consecuencia de las formas actuales de crianza, de las plataformas…? –Hay distintos niveles: el niño, los padres, la comunidad, la escuela, las políticas, el entorno, las actitudes sociales... todo influye. No es una sola causa. Y también quiero ser empática con los padres. No es justo culparlos por esto, porque están actuando dentro de un sistema social que les dice que ser un “buen” padre o madre significa hacer determinadas cosas. Hay una presión social enorme para actuar de cierta manera. Se necesita mucho esfuerzo para decir: “En realidad, no estoy de acuerdo con esto, quiero hacer las cosas de otra forma”. Con respecto a la tecnología digital, estas tendencias ya venían ocurriendo antes de la aparición de los teléfonos inteligentes, pero sin duda se intensificaron con ellos. Es muy común que la gente piense que el mundo era más seguro cuando ellos eran chicos. Tienen una imagen idealizada del pasado. Eso empezó a agudizarse con el surgimiento de los canales de noticias las 24 horas, que comenzó en los 80 y 90, con cadenas como CNN, que necesitaban noticias constantemente. Entonces iban a buscarlas donde pudieran, y sabemos que lo que más atrae son las noticias alarmantes. Así, empezamos a ver cada vez más contenido de ese tipo en los medios. Esto luego se intensificó aún más con las redes sociales y los teléfonos, que nos exponen a un flujo constante de noticias. Entonces, aunque algo ocurra en Portugal, uno reacciona como si estuviera pasando acá. Se fue instalando esta idea de que el mundo es menos seguro, aunque las estadísticas digan lo contrario. –¿Por qué es importante que los chicos tengan tiempo libre para jugar y no estén sobrecargados de actividades? –Cuando los chicos juegan al aire libre sin supervisión, son más activos físicamente y mueven el cuerpo de manera diferente. Prueban cosas nuevas, aprenden sobre el mundo. Por ejemplo: el asfalto resbala cuando está mojado. Eso lo aprendés rápido cuando estás corriendo o andando en bicicleta. Y es una lección útil más adelante, cuando estás manejando un auto. Al intentar cosas nuevas, desarrollan habilidades para gestionar riesgos y también para conocerse a sí mismos y reconocer sus propios límites. Además, improvisan, inventan sobre la marcha: “probemos este juego de superhéroes” o “vamos a cambiar las reglas”. Ahí hay un montón de procesos que ocurren al mismo tiempo. Primero, habilidades de función ejecutiva, porque los chicos están planteándose metas y planes, pensando los pasos para alcanzarlos, o inventando un juego nuevo y sus reglas, y luego negociando con los demás. En ese juego hay atención sostenida, planificación, y una dimensión social: llevarse bien o no con los otros. También está la cuestión de desarrollar tolerancia al aburrimiento cuando “no hay nada para hacer”. No hay mejor chispa para juegos realmente creativos que el aburrimiento. Y hoy vivimos en una sociedad que tiene muy poca tolerancia a aburrirse, porque basta con sacar el celular. Nos desacostumbramos tanto a aburrirnos que ahora lo vivimos como algo mucho más negativo que antes. Brussoni resalta que el aburrimiento es un terreno fértil para la creatividad, pero advierte que la sociedad ya no tolera aburrirse. (Freepik) –Esta semana muchos chicos en Argentina están de vacaciones. ¿Qué consejo les darías a las familias que quieren brindarles un buen entorno de juego? –Hay tres ingredientes clave para que el juego riesgoso y los entornos de juego al aire libre sean realmente buenos: tiempo, espacio y libertad. Con respecto al tiempo, se trata de darle prioridad al juego, de no llenar la agenda con actividades todo el tiempo y permitir que los chicos jueguen. Ver el juego como algo tan importante como dormir u otras actividades esenciales. El segundo es el espacio. Es importante que los niños tengan acceso a un espacio suficiente y que ese espacio sea interesante. Muchas veces nos hemos enfocado tanto en hacer que los patios de juego sean seguros, que terminamos con plazas aburridas, bajas, que no invitan a quedarse. Lo que suele ayudar a que los espacios sean más interesantes –también en interiores– son los materiales sueltos. Y con esto me refiero a cosas como cajas, palos, barro, arena, agua, lonas... objetos que los chicos pueden mover, transformar y con los que pueden inventar, por ejemplo, un cuartel de superhéroes, una cocina o lo que se les ocurra. En inglés hablamos de la teoría de las “affordances” (posibilidades de acción), que dice que los objetos ofrecen distintas posibilidades según cómo pueden ser usados. Por ejemplo, un tobogán es un equipamiento fijo: no lo podés mover y tiene un uso determinado. En cambio, la arena, las cajas o los palos ofrecen infinitas posibilidades, y eso estimula mucho más la imaginación de los chicos. También es importante que haya otros chicos alrededor, lo cual puede ser un desafío porque requiere coordinación entre los adultos: por ejemplo, juntarse en la plaza a que los chicos jueguen juntos. El tercer componente es la libertad, que depende en gran medida de los adultos presentes y de cómo manejan su propio miedo cuando ven a sus hijos asumir riesgos. Cuando mis hijos eran chicos y los llevaba a la plaza, solía contar cuántas veces escuchaba “¡Tené cuidado!”. Cuando un padre dice eso, en realidad está gestionando su propia ansiedad: “Tengo miedo, te quiero, y no quiero que te pase nada”. Eso es lo que siente. Pero lo que el niño escucha es: “No confío en vos. No estás haciendo bien las cosas. Necesitás que yo te diga qué hacer”. Y eso puede ser muy perjudicial. En nuestro sitio web de Outside Play (“jugar afuera”), tenemos una herramienta para que los padres reflexionen sobre esto. Uno de los ejemplos que damos es: la próxima vez que tengas ganas de decir “¡cuidado!”, contá hasta 17. Eso te da un momento para pensar: “¿A qué le tengo miedo? ¿Qué tan probable es que ocurra algo grave?”. Y si 17 segundos te parece mucho, está bien: pueden ser 5. Lo importante es darte ese pequeño espacio mental para pensar: “Tal vez no necesito tener tanto miedo”. Las plazas con juegos desafiantes ofrecen alternativas para que los chicos desplieguen formas de juego más saludables. Para los adultos, el reto es tratar de evitar el exceso de supervisión. –¿Qué se puede hacer desde las políticas públicas para favorecer el juego de los chicos al aire libre? ¿Podrías mencionar alguna ciudad o distrito que haya logrado avances en esta dirección? –Hay varios ejemplos interesantes. Por ejemplo, en Gales tienen lo que llaman una “medición de eficiencia del juego”. La idea es que cada comunidad, cada municipio, tiene que hacer una evaluación sobre la oferta de espacios y oportunidades de juego para los niños. Es una forma de que los municipios se pregunten qué están haciendo y en qué pueden mejorar. Gales puso los derechos del niño en el centro de su proceso de toma de decisiones. Eso no solo se aplica a decisiones relacionadas con el juego, sino también, por ejemplo, al transporte o a la salud. Esa mirada lo atraviesa todo y lleva a pensar las cosas de otra manera. Por ejemplo: ¿deberíamos construir esta autopista que atraviesa un barrio? Si lo mirás desde la perspectiva de los derechos del niño, probablemente llegues a una respuesta distinta que si solo considerás el flujo de bienes y servicios. También quiero decir que estuve en la Ciudad de Buenos Aires en febrero –mi última visita había sido en 2009–y noté cambios muy positivos. Vi más bicisendas, más “plazas de bolsillo”, más esfuerzos por facilitar la circulación peatonal. Hay cosas simples que se pueden hacer. Por ejemplo, en Vancouver, donde vivo, hay una jerarquía de prioridades en la vía pública. Primero están los peatones, luego los ciclistas, y por último los autos. Así, si llegás a una esquina y querés cruzar caminando, se supone que los autos deben frenar para darte paso. No siempre lo hacen, claro, pero la norma es esa. Eso hace una gran diferencia. Obviamente, todavía tenés que estar atento, pero ya no vivís con el miedo constante de haber calculado mal y que un auto acelere de repente y te atropelle. Por supuesto, eso facilita mucho que los chicos se desplacen a pie. Y es simplemente una política: no hay que cambiar la infraestructura, es gratis. Solo requiere un cambio de mentalidad. Tenemos ahora un proyecto en las escuelas que llamamos “calles escolares” (school streets). Consiste en cerrar al tránsito la calle de la escuela antes y después del horario escolar. Detectamos que el mayor problema de tráfico se da en esos momentos de entrada y salida, que son también los más peligrosos. Los padres van a dejar a sus hijos y manejan como locos porque quieren que el auto se detenga justo en la puerta de la escuela. Al cerrar la calle, se ven obligados a estacionar a una o dos cuadras de distancia, lo que facilita que los chicos lleguen caminando, en bicicleta o en monopatín. Además, ese espacio frente a la escuela queda disponible para que jueguen. Eso genera más sentido de comunidad, y los chicos pueden quedarse jugando y compartiendo. No son cosas que requieran mucho dinero. Solo hacen falta decisiones y un cambio de perspectiva.

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