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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 20/07/2025 16:44
Por su importancia crítica, estos cables se encuentran cada vez más en la mira de potencias militares, grupos criminales y actores estatales (IA) A más de ocho mil metros bajo la superficie del océano, en la oscuridad total de las profundidades marinas, reposa uno de los pilares más frágiles y menos protegidos de la infraestructura global: los cables submarinos. Apenas del grosor de una manguera de jardín, invisibles para la mayoría, estos cables de fibra óptica transportan el 99 % del tráfico mundial de datos. Sin ellos, las transacciones financieras internacionales se detendrían, las videollamadas se interrumpirían, los mercados colapsarían y los ejércitos modernos quedarían sin comunicaciones seguras. Y precisamente debido a su importancia crítica, estos cables se encuentran cada vez más en la mira de potencias militares, grupos criminales y actores estatales que buscan obtener ventajas estratégicas en un contexto de tensiones geopolíticas crecientes. Un informe de la firma de ciberseguridad Recorded Future reveló que los ataques deliberados a cables submarinos están en aumento, impulsados especialmente por tácticas de guerra híbrida desarrolladas por Rusia y China. Según el estudio, tan solo en el último año se han registrado más de 30 incidentes sospechosos de sabotaje o manipulación, muchos de ellos en el mar Báltico, el mar de China Meridional y las cercanías del estrecho de Taiwán. La mayoría de estos casos involucraron maniobras irregulares de embarcaciones pesqueras o buques con señales de identificación apagadas, una práctica que apunta a tácticas de negación plausible, característica de operaciones encubiertas. El buque "Eagle S", registrado en las Islas Cook, es sospechoso de haber provocado la interrupción de la conexión eléctrica Estlink 2 entre Finlandia y Estonia (Foto: Jussi Nukari/Lehtikuva/dpa) Uno de los episodios más preocupantes ocurrió en noviembre de 2024, cuando cables clave entre Lituania y Suecia fueron dañados en un intervalo de apenas 72 horas. Las autoridades europeas detectaron la presencia cercana de un buque chino, el Yi Peng 3, que había apagado su sistema de identificación AIS y se desplazaba en zigzag sobre zonas sensibles. Este tipo de patrón se repitió semanas más tarde frente a las costas de Noruega y de Taiwán. La comunidad de inteligencia occidental empezó a hablar entonces de una campaña coordinada, silenciosa, destinada a mapear y, eventualmente, interrumpir puntos estratégicos de la red de cables que conecta al mundo. El objetivo de estas maniobras no es simplemente generar caos, sino demostrar capacidad de desestabilización sin disparar un solo tiro. En la lógica de la guerra híbrida, lo importante no es tanto el daño inmediato sino la amenaza constante, el riesgo latente que condiciona decisiones políticas y militares. El temor a un corte simultáneo de múltiples cables en zonas sensibles -como el Canal de la Mancha, el estrecho de Luzón o la entrada del mar Rojo- ha empezado a modificar los planes de contingencia de gobiernos y empresas tecnológicas. No es casual que Estados Unidos haya propuesto en julio de este año una normativa para vetar la participación de empresas chinas en la instalación y mantenimiento de cables con acceso a su territorio. Washington acusa a Beijing de infiltrar tecnología que podría ser utilizada para espionaje, manipulación o sabotaje remoto. En paralelo, la Unión Europea también ha reconocido la urgencia de proteger esta infraestructura. En enero, la Comisión Europea publicó una directiva que clasifica a los cables submarinos como infraestructura crítica, al mismo nivel que las plantas nucleares o las redes eléctricas. Bruselas insta a los Estados miembros a aumentar la vigilancia marítima, mejorar la resiliencia mediante rutas redundantes y establecer protocolos de cooperación con actores privados, que son, en muchos casos, los verdaderos propietarios de los cables. Porque ese es otro dato clave: más del 80% de los cables submarinos pertenecen a empresas privadas, entre ellas gigantes tecnológicos como Google, Meta, Amazon y Microsoft. La dependencia de intereses comerciales en una cuestión tan estratégica como las comunicaciones globales plantea dilemas complejos sobre soberanía, responsabilidad y seguridad. Exceso de cable submarino en la instalación de conexión y monitoreo de servicios de PacWave al sur de Newport, Oregón. Varios kilómetros de este cable conectan las turbinas en alta mar con las instalaciones en tierra (Will Matsuda para The Washington Post) A nivel técnico, los cables submarinos son vulnerables por naturaleza. Aunque están recubiertos de capas de acero y polietileno, no pueden resistir el peso de un ancla arrastrada intencionalmente ni el corte preciso de un dron submarino. Además, su reparación es costosa y lenta: un solo cable puede tardar semanas en ser restaurado, especialmente si se encuentra en aguas profundas o en zonas de difícil acceso diplomático. Los pocos barcos especializados en esta tarea -menos de una veintena a nivel mundial- no dan abasto frente a una ola de incidentes crecientes. Las aseguradoras, por su parte, ya han empezado a ajustar sus tarifas, considerando el fondo marino como un nuevo frente de riesgo geopolítico. El creciente interés por el control de los cables también se relaciona con el auge de la minería submarina, otra industria incipiente que comparte espacios físicos con las rutas digitales. A medida que las empresas comienzan a explorar el lecho marino en busca de minerales raros, como el cobalto o el níquel, aumenta la posibilidad de que los cables sean dañados accidentalmente. Pero lo más preocupante no es el accidente, sino la oportunidad que abre para encubrir sabotajes como si fueran errores de navegación o interferencias logísticas. La línea entre lo accidental y lo deliberado se vuelve cada vez más difusa, y esa ambigüedad es terreno fértil para quienes operan en la zona gris de la confrontación internacional. Algunas voces en Bruselas, Washington y Londres han planteado la necesidad de crear una convención internacional actualizada sobre protección de cables submarinos. El actual marco legal, basado en el convenio de 1884 y la Convención del Mar de la ONU, no contempla ni las amenazas tecnológicas actuales ni la dimensión estratégica de estas infraestructuras. Sin embargo, cualquier intento de regulación tropieza con el interés de las potencias en mantener su libertad de acción en caso de conflicto. Como en la carrera armamentista del siglo XX, todos quieren reglas, pero nadie está dispuesto a desarmarse primero. El cable submarino de telecomunicaciones C-Lion1 es tendido en el fondo del mar Báltico por el buque cablero Ile de Brehat en la costa de Helsinki, Finlandia (Lehtikuva/Heikki Saukkomaa/via REUTERS) En este contexto, Europa aparece como el actor más expuesto. Su dependencia de la conectividad externa, su fragmentación política y su proximidad a zonas de alta tensión la convierten en blanco preferido. La reciente militarización del mar Ártico, el aumento de maniobras rusas en el Báltico y la creciente presencia china en puertos del Mediterráneo aumentan la presión sobre las autoridades europeas. Mientras tanto, países como Francia y Reino Unido han comenzado a destinar fondos para la vigilancia submarina, incluyendo el uso de drones autónomos, sensores de fibra óptica y patrullas navales. Pero estos esfuerzos aún son incipientes frente a la magnitud del desafío. El sector privado también ha empezado a reaccionar. Empresas como Google han invertido en cables propios, con rutas alternativas que evitan puntos de tensión como el mar Rojo o el estrecho de Ormuz. Meta, por su parte, promueve consorcios multinacionales para compartir costos y mejorar la protección física y cibernética de las conexiones. Sin embargo, el riesgo sistémico persiste: si se cortaran simultáneamente diez cables en el Atlántico Norte, incluso las rutas más seguras colapsarían por saturación. El sistema está diseñado para resistir fallas puntuales, no para sobrevivir a un ataque coordinado. Vista del ancla del buque chino, el carguero Yi Peng 3, en el mar de Kattegat, cerca de la ciudad de Grenaa, en Jutlandia, Dinamarca, el 20 de noviembre de 2024 (Mikkel Berg Pedersen/Ritzau Scanpix/vía REUTERS) Hay quienes comparan esta amenaza con el terrorismo aéreo previo al 11 de septiembre: conocida, probable y sin embargo subestimada. Un escenario de desconexión parcial del mundo, aunque temporal, tendría efectos económicos inmediatos. Las bolsas podrían paralizarse, los pagos internacionales quedarían congelados, los gobiernos perderían contacto seguro con sus embajadas, y los servicios de emergencia se verían comprometidos. En un mundo donde los datos se han convertido en el nuevo petróleo, los cables que los transportan son los oleoductos invisibles de la era digital. La fragilidad de esta red global, tejida bajo los océanos durante décadas, refleja también una paradoja de nuestro tiempo. Cuanto más interconectados estamos, más vulnerables nos volvemos. El siglo XXI nos prometió una globalización sin fisuras, una nube digital omnipresente y ubicua. Pero detrás de esa promesa hay infraestructura física, vulnerable al sabotaje, al desgaste, a los intereses cruzados. La nube no está en el aire: está en el mar, y su seguridad es hoy una cuestión de supervivencia. Los cables submarinos son, en muchos sentidos, el talón de Aquiles de la era digital. Nadie muere si cae una red social, pero si se interrumpe la conexión entre bancos centrales, torres de control aéreo y comandos militares, las consecuencias pueden ser letales. En tiempos de paz, un fallo puede ser una molestia; en tiempos de guerra, puede ser una sentencia.
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