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  • El fracaso de la “Operación Valquiria”: una bomba en un portafolio en la Guarida del Lobo para matar a Hitler y negociar la paz

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 20/07/2025 04:40

    Cinco días antes de sufrir el atentado, Hitler recibió a varios oficiales en Rastenburg. Parado en posición de firme a la izquierda está Stauffenberg, quien colocaría la bomba Para mediados de 1944 el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial había dado un vuelco que podía medirse en los territorios europeos ocupados que, paso a paso, el Reich que debía durar mil años iba perdiendo. Desde hacía tiempo, algunos de los altos mandos del ejército alemán estaban convencidos de que la única manera de evitar la destrucción total de Alemania era sacar a Adolf Hitler del medio. El proyecto de los complotados era matar al dictador para tomar el poder y construir una “democracia a la alemana” y hacer una propuesta de paz. Sabían también que tenían muy poco tiempo para hacerlo, porque si la guerra se prolongaba no tendrían nada para ofrecer en una negociación y deberían rendirse de manera incondicional. Sin embargo, matar a Hitler parecía una misión casi imposible. Desde su llegada al poder en 1933 había escapado a decenas de complots y atentados. El último databa de un año antes. El 13 de marzo de 1943, un grupo de conspiradores intentó hacer estallar en pleno vuelo el avión que lo llevaba a hacer una inspección de tropas. Subieron el explosivo en una caja que supuestamente llevaba dos botellas de cointreau, pero el mecanismo de la bomba falló. Les quedaba poco tiempo y no podían fallar. Los conspiradores sabían que sin la muerte de Hitler cualquier intento de tomar el poder estaba condenado al fracaso. Una vez muerto el dictador, los militares buscarían el apoyo de la sociedad civil para formar un gobierno que encarara las negociaciones para una salida pactada de la guerra. Por eso, el coronel Claus Philipp Maria Justinian Schenk Graf von Stauffenberg, adscripto al Estado Mayor de Hitler, decidió tomar el asunto en sus propias manos. El coronel Claus von Stauffenberg se cargó sobre los hombros dos de las máximas responsabilidades del plan: matar a Hitler y después liderar el golpe de Estado en Berlín Un héroe de guerra El coronel había llegado al Estado Mayor después de haberse desempeñado valerosamente en el frente de batalla. Nacido el 15 de noviembre de 1907 en el castillo de su tío, el conde Berthold von Stauffenberg, en Jettingen, en Baviera, Claus era el hijo menor del matrimonio del conde Alfred Schenk von Stauffenberg y la condesa Caroline von Üxküll-Gyllenband. Estudió en Stuttgart y se unió al ejército alemán en 1926, a los 18 años. Aunque no se opuso a la llegada de los nazis al poder en 1933, empezó a despreciarlos en 1938, después de la Noche de los Cristales Rotos, cuando vio las atrocidades que cometían contra los judíos. En este rechazo influyó su cuñada, la aviadora Melitta Schenk Gräfin von Stauffenberg, que era de ascendencia judía y estuvo a punto de ser internada en un campo de concentración. Claus estaba casado con la baronesa Nina Freiin von Lerchenfeld en Bamberg, con la que tuvo cinco hijos. Ese secreto desprecio por Hitler, sus políticas y sus ideas, no le impidió desarrollar una carrera militar brillante, que le permitió ser ascendido a capitán cuando llevaba once años de servicio, cuando lo normal era alcanzar ese grado después de por lo menos quince años. El comienzo de la guerra, lo encontró en la Sexta División Panzer, con la que participó en la ocupación de los Sudetes y en las campañas de Polonia y Francia. En 1940 fue condecorado con la Cruz de Hierro de Primera Clase. Había sido parte de la invasión a la Unión Soviética en 1941 y allí, además de horrorizarse por las matanzas de las SS comenzó a dudar de la capacidad de Hitler para conducir la guerra. La catastrófica derrota en la batalla de Stalingrado lo convenció de que Alemania sería derrotada tarde o temprano. En enero de 1943 fue ascendido a teniente coronel y transferido a la campaña del Norte de África como oficial de una unidad especial de tanquetas del general Erwin Rommel, “el Zorro del desierto”, dedicada al reconocimiento del terreno y a la observación de la fuerza, la posición y los movimientos del enemigo. Durante una incursión de reconocimiento en la batalla del paso de Kasserine, en Túnez, el 7 de febrero de 1943 su vehículo fue atacado por un avión británico. Quedó gravemente herido, con la pérdida de un ojo, la mano derecha y dos dedos de la mano izquierda. Cuando se recuperó, fue ascendido a coronel e, impedido de seguir combatiendo, lo asignaron al Estado Mayor bajo las órdenes del del general Friedrich Olbricht, uno de los ideólogos de lo que sería la “Operación Valquiria”. Von Stauffenberg tenía treinta y seis años, había participado de la campaña del norte de África, en batalla había perdido su ojo izquierdo, su mano derecha y dos dedos de la izquierda El complot definitivo Para acabar con Hitler y hacerse del control del Reich, los conspiradores adaptaron un plan que ya existía, pero lo dieron vuelta. Se trataba de la Operación Valquiria, ideada por los nazis para movilizar el Ejército de Reserva en situaciones donde fuera necesario reprimir posibles disturbios o rebeliones provocados por los millones de trabajadores forzados que existían en Alemania y en los territorios ocupados. Von Stauffenberg propuso que, después de que los conspiradores mataran a Hitler, esas tropas fueran utilizadas para neutralizar a las SS, la Gestapo y las unidades militares que se mantuvieran adictas al Reich. Von Stauffenberg y el general Henning von Tresckow se perfilaron desde el principio como los líderes de la conspiración, mientras que otros altos mandos, al ser sondeados, decidieron mantenerse al margen, aunque sin delatar a los complotados. Fue el caso del mariscal Günther von Kluge, uno de los más prestigiosos jefes del ejército, que les respondió: “Los mariscales de campo prusianos no se amotinan”. El escaso apoyo por parte de los generales no desanimó a los conspiradores y el complot siguió adelante buscando otro tipo de aliados. “Puesto que los generales no han hecho nada hasta ahora, tendrán que entrar en acción los coroneles”, les dijo von Stauffenberg a sus compañeros. El coronel, además, se cargó sobre los hombros dos de las máximas responsabilidades del plan: matar a Hitler y después liderar el golpe de Estado en Berlín. Solo debía esperar que se le presentara una oportunidad propicia. En el bunker de Hitler, donde había veinticuatro personas, la escena era demencial. Los únicos que no recibieron el impacto directo fueron Hitler y Keitel Un portafolios y dos bombas La ocasión no demoró en llegar. Von Stauffeberg fue convocado a participar de una reunión en la Guarida del Lobo, el bunker subterráneo que servía de cuartel general en Rastenburg, en los bosques de Prusia Oriental. La fecha fijada era el 20 de julio de 1944 y, a último momento, el lugar de la reunión fue cambiado del búnker subterráneo a un barracón de madera en la superficie, debido al calor. El líder de los conspiradores llegó acompañado por su ayudante, el teniente Werner von Haeften, que llevaba dentro de un portafolio dos explosivos a los que había que activar mediante un temporizador. Poco antes del comienzo de la reunión, von Stauffenger y su auxiliar se encerraron en un baño para activar los temporizadores con un plazo de diez minutos. Pudieron hacerlo con una sola de las bombas porque fueron interrumpidos y debieron salir del lugar para no despertar sospechas. El coronel entró a la sala de reuniones con el maletín en la mano y pidió sentarse cerca de Hitler para poder escucharlo bien ya que estaba parcialmente sordo. Con esa excusa logró que le ofrecieran una silla junto al führer, que estaba empezando a analizar la difícil situación de las tropas alemanas en el frente del Este. Von Stauffenberg dejó la cartera en el suelo y luego la empujó con un pie para dejarla lo más cerca posible del dictador. Cuando lo logró –contrarreloj– dijo que saldría un momento porque tenía que hacer una llamada urgente. Afuera lo esperaba el teniente von Haeften con el auto oficial en el que se alejaron disparados del lugar. Exactamente a las 12.42, como estaba programado en el temporizador, escucharon la explosión y siguieron a toda velocidad hasta el aeropuerto para volver a Berlín y poner en marcha la segunda parte del plan. En ningún momento dudaron que Hitler estaba muerto. No podían saber que, apenas von Stauffenberg se alejó de la sala, alguien había movido sin querer el maletín, dejándolo detrás de una de las gruesas patas de madera de la mesa, lo que evitó que la onda expansiva alcanzara de lleno a Hitler, que sólo sufrió una herida en el brazo y algunos rasguños. El führer fue el más afortunado de los que estaban en el lugar. Once oficiales resultaron gravemente heridos y varios de ellos murieron poco después. Los únicos que quedaron casi ilesos fueron Hitler y el mariscal Wilhelm Keitel. Frente al pelotón de fusilamiento y antes de morir ejecutado, von Stauffenberg gritó sus últimas palabras: “¡Viva la santa Alemania!” El miedo y la traición La milagrosa salvación del dictador cambió todo. Al saber que Hitler había sobrevivido, en Berlín, uno de los complotados, el general Friedrich Fromm, jefe del Ejército de Reserva, se negó a continuar con el plan. En un primer momento, los generales Beck y von Witzleben intentaron tomar el mando y lo encerraron en una habitación, pero fue rápidamente liberado por un grupo de oficiales. Sin perder un minuto, Fromm ordenó la detención de todos los conjurados. Stauffenberg, su asistente von Haeften y el general Olbricht fueron fusilados esa misma noche. Al general Beck le dieron la oportunidad de suicidarse, pero luego de dos intentos fallidos fue asesinado de un tiro en la cabeza por un oficial. Frente al pelotón de fusilamiento, von Stauffenberg gritó sus últimas palabras: “¡Viva la santa Alemania!”. El apuro de Fromm por matarlos obedecía a una razón: quería evitar que fueran interrogados y rebelaran su papel en el complot frustrado. La traición no le sirvió para salvar su vida. Apenas llegó a Berlín, Heinrich Himmler, nombrado comandante del Ejército de Reserva, lo detuvo y lo condenó sumariamente a la horca. La cacería se prolongó por semanas, durante las cuales fueron detenidas más de cinco mil personas, entre militares y civiles. Algunas estaban comprometidas con el intento de golpe de Estado, muchas otras ni siquiera conocían la existencia de la conspiración. Una simple sospecha equivalía a la pena de muerte. La misma tarde del atentado, Hitler recibió a Mussolini en su bunker de Rastenburg. "Me han querido matar", le dijo mientras le mostraba el estado en había quedado la oficina. Cuatro oficiales cercanos murieron y él sólo sufrió rasguños El relato al Duce Curado rápidamente de heridas leves que había recibido, ese 20 de julio Hitler siguió con las actividades que tenía programadas para el día. La más importante era un encuentro con el dictador italiano, Benito Mussolini. Lo recibió en la barraca donde pocas horas antes había explotado la bomba. Se sentó en un cajón dado vuelta e hizo un gesto que abarcaba el lugar. “Aquí fue. Aquí, junto a esta mesa, estaba yo de pie. Así me hallaba, con el brazo derecho apoyado en la mesa, mirando el mapa, cuando de pronto el tablero de la mesa fue lanzado contra mí y me empujó hacia arriba el brazo derecho. Aquí, a mis propios pies, estalló la bomba”, le dijo a Mussolini. Y siguió, convencido: “Después de librarme hoy de este peligro de muerte tan inmediato, estoy más convencido que nunca que mi destino consiste en llevar a cabo felizmente nuestra gran causa común”. El atentado de Claude von Stauffenberg fue el último intento conocido de matar a Adolf Hitler y terminar con la guerra. Al fallar, el plan se desmoronó como un castillo de naipes. “Todo se basó en el asesinato de Hitler. Tan pronto como esta premisa fue desafiada y luego anulada, el improvisado golpe de Estado pronto se derrumbó. Ante la falta de confirmación de la desaparición del Führer, el elemento crucial fue que había demasiados leales, demasiados vacilantes, demasiadas personas que tenían mucho que perder al ponerse del lado de los conspiradores”, resumió el historiador Ian Kershaw en su biografía sobre el líder nazi. "Después de librarme hoy de este peligro de muerte tan inmediato, estoy más convencido que nunca que mi destino consiste en llevar a cabo felizmente nuestra gran causa común”, le dijo a Mussolini “Una obligación moral” En 2007, en coincidencia con el anuncio del estreno de Operación Valquiria, la película sobre el atentado contra Hitler protagonizada por Tom Cruise, el medio alemán DW-World entrevistó a Berthold María Schenk Graf von Stauffenberg, el hijo del hombre que más cerca estuvo de matar al líder nazi. La entrevista fue publicada el 20 de julio de ese año, cuando se cumplían 63 años del intento. “Tenía 10 años cuando perdí a mi padre, por lo que lo conocí muy poco. Mi madre estaba encinta de su quinto hijo en el momento de ser detenida por la Gestapo. Ella admiraba mucho a mi padre. Fui a parar a un orfanato, hasta junio de 1945, y entonces me reencontré con mi madre en la cárcel de Ravensburgo. Mi padre hizo algo muy valiente y positivo... porque no todos los alemanes eran nazis”, contó. Recordó también que, en los primeros años de la posguerra, su padre siguió siendo considerado un traidor por haber llevado a cabo el atentado, y que llevó mucho tiempo que se lo viera de otra manera. “No quiero aleccionar ni a los alemanes ni al resto del mundo, pero tal vez sí se pueda decir algo, y es que si uno siente una obligación moral, entonces hay que ser coherente con ella. No se trata de si lo que hizo mi padre fue políticamente bueno o no; no es una cuestión de política. Tampoco es cuestión de si uno es demócrata o no. Es una cuestión moral. ¿Puede uno tolerar, si se tiene la posibilidad de evitarlo, que un pueblo viva gobernado por criminales?”, explicó.

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