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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 19/07/2025 04:32
Parecería que se ha saturado la inflación de opinión sin conocimiento Hace 2400 años, Sócrates, criticaba a los sofistas acusándolos de enseñar apariencia de sabiduría sin buscar la verdad, empleando la retórica como habilidad persuasiva vacía y no como una búsqueda honesta del conocimiento. En nuestros días, podemos analogarlo con la proliferación de opinólogos o quienes se erigen como formadores de opinión, frecuentemente sin un saber riguroso o respaldo académico. Estas voces abundan en medios tradicionales y digitales, en paneles televisivos, radio, streaming, podcasts y redes sociales, donde pareciera que la cantidad de opiniones reemplaza la calidad del conocimiento. Hablan de geopolítica, economía, justicia, derecho, educación o inteligencia artificial con la misma soltura con la que recitan frases hechas. Pero algo ha cambiado. La gente empieza a desconfiar, a sentir un cansancio crónico, una fatiga social respecto de los opinólogos, del panelista que salta de un tema al otro sin formación específica. Lo que antes generaba confianza, una voz repetida y con visibilidad constante, hoy provoca desconfianza. El público está comenzado a percibir la importancia de la responsabilidad epistémica, concepto que explica Miranda Fricker en su Injusticia Epistémica, como el deber moral de quien habla a no hacerlo de forma ligera sobre asuntos que no domina, para no contribuir a la desinformación y al deterioro del discurso público. Desde la dinámica mediática, ya analizada en mi anterior artículo “La extinción del juicio: para qué pensar si podemos repetir”, se observa que el fenómeno no es nuevo, pero se ha incrementado. Parecería que se ha saturado la inflación de opinión sin conocimiento. Una inmensa e incontrolada oferta de voces que emiten juicios sin fundamentos, hablando por hablar, comentando lo que no se estudió y pontificando desde la ignorancia revestida de seguridad. La Universidad de Oxford acuño en el 2024 la expresión “brain rot” o podredumbre mental, reflejando los riesgos asociados a la vida virtual y al consumo excesivo de contenido digital trivial o poco desafiante, deteriorando cognitivamente al sujeto por la sobrecarga de información superficial. Una fatiga mental que afecta la concentración, el pensamiento crítico y la capacidad de reflexión. Este concepto, “brain rot”, concientiza sobre la problemática contemporánea de la degradación intelectual, fundamentalmente en la capacidad de concentración, pensamiento crítico y memoria, esenciales para el razonamiento. Deterioro vinculado al uso excesivo de plataformas digitales y el consumo masivo de contenido superficial. En otras palabras, la mente requiere estímulos profundos para formar conexiones neuronales fundamentales para el aprendizaje, la creatividad y la reflexión. La exposición prolongada a contenidos banales bloquea estas rutas cognitivas, generando una suerte de discapacidad intelectual autoinfligida. Otros estudios posteriores, durante el 2025, también vinculan la interacción prolongada con múltiples voces superficiales o poco fundamentadas, con el deterioro emocional y cognitivo, reduciendo la capacidad de juicio crítico. Para contrarrestar esta crisis, se proponen medidas educativas y sociales que fomenten la lectura profunda, la creatividad desconectada y la alfabetización digital crítica. Australia, de hecho, prohibió como política pública, el uso de redes sociales a menores de 16 años, y otros países están replanteando políticas culturales para valorar el pensamiento riguroso frente al consumo superficial. Parecería que hay una concientización de que la erosión de la autoridad intelectual en el espacio público no sólo empobrece al ciudadano, sino que pone en riesgo la democracia. En definitiva, recuperar la autoridad del saber en el espacio público no es un acto elitista, sino una condición imprescindible para la salud cívica y democrática. Es un llamado a un ejercicio responsable del discurso y la voz pública, basado en la humildad, el estudio riguroso y la delimitación consciente sobre lo que cada uno puede legítimamente opinar. El problema es integral, educativo-cultural, social y político. Porque como afirma Hannah Arendt en La Vida del Espíritu, el juicio requiere pensamiento y tiempo, dos bienes escasos en la superficie de la vida mediática donde las reacciones inmediatas prevalecen. Desde lo educativo y cultural, cuando se naturaliza que cualquiera puede opinar con igual legitimidad sobre cuestiones técnicas, se debilita la importancia del saber como principio básico de la deliberación racional. No todo es opinable, ni toda opinión es válida, y mucho menos todo opinador es digno de ser escuchado en igualdad de condiciones. El conocimiento, la experiencia y el estudio riguroso deben recuperar su valor en la conversación pública, así como también las competencias argumentativas. De lo contrario, todo se vuelve ruido. Este fenómeno fue anticipado por Pierre Bourdieu en Sobre la Televisión, denunciando cómo los medios consagran expertos instantáneos, personas que son llamadas a hablar no por su competencia, sino por su disponibilidad, su fama, popularidad, estilo o pertenencia a un circuito mediático. En ese esquema, lo importante no es tener algo relevante que decir, sino tener algo que resuene, atraiga o venda. Así, la reflexión profunda queda relegada frente al impacto superficial. Gana quien grita más fuerte, quien dice el mayor disparate o quien se indigna más rápido. Desde lo social, esta sobrecarga opinológica generó un efecto contrario al deseado, la indiferencia. Como todos hablan de todo, nadie cree a nadie. Como todo parece debatible, nada parece verdadero. Y así, el escepticismo social crece. La confianza en el saber se desploma. Y cuando eso ocurre, se abre el camino a cualquier dislate como antivacunas, conspiraciones, terraplanismos, revisionismos extremos o negacionismos peligrosos. Kathleen Hall Jamieson ha documentado extensamente cómo la sobreexposición a voces infundadas y contradictorias genera una apatía cínica en la audiencia, conformando un terreno fértil para la circulación de desinformación y teorías conspirativas. Y en términos políticos, esta erosión del saber conlleva una democratización perversa de la ignorancia manifiesta en la equiparación de toda opinión, contribuyendo a la deslegitimación de la experticia profesional y científica. Esto fomenta un relativismo donde toda afirmación tiene igual peso, y se diluye la diferencia entre consideración fundamentada y el simple eslogan, le mera opinión o el prejuicio. Hoy muchos candidatos a la función pública o funcionarios en actividad, por elección o nombramiento, llegan al poder sin formación básica en los temas de su competencia. Se legitiman más por sus apariciones mediáticas o por su carisma en redes sociales que por su conocimiento o trayectoria. Pero gobernar, legislar u otras funciones electivas o por nombramiento, requieren comprender y por ende, estudiar. Lo contrario es deshonrar el discurso público, usando la palabra e incluso la función pública sin respeto por su contenido y sin temor por sus consecuencias. Deberíamos acelerar la exigencia de menos espectáculo y más responsabilidad. Menos panelismo y más formación. Menos eslogan y más estudio. Porque recuperar la autoridad del saber no es un gesto elitista, sino una necesidad cívica y democrática. La voz que vale no es la que más se escucha, sino la que está comprometida con la verdad. No se trata de callar voces, sino de jerarquizar las que valen; porque el problema no es que todos opinen, sino el desconocer que no toda opinión tiene valor. Hasta que esto no se entienda, seguiremos asistiendo a un espectáculo ruidoso, superficial, profundamente irresponsable e idiotizante. Siempre cayendo en la misma trampa donde el pueblo tiene derecho a ser representado, pero es privado de representantes capaces; y donde se destruye la aptitud en nombre de la igualdad, y se desvaloriza el conocimiento en nombre de la cercanía. La fatiga ya está instalada. Lo que viene es el descrédito. Y después, si no reaccionamos, el silencio cínico y las graves consecuencias de una sociedad que deja de creer que pensar vale la pena.
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