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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 14/07/2025 05:06
El Taylor Camp fue una comunidad hippie en Hawái (Facebook - John Wehrheim) La maleza espesa envuelve la costa norte de la isla de Kauai, en Hawái, en una tarde del año 1969. Un grupo de jóvenes de melenas al sol y mochilas gastadas desciende por un sendero de barro. Son los primeros en llegar al lugar que, sin buscarlo ni soñarlo, se convertirá en uno de los experimentos comunales más extraños y luminosos de una década incendiada. En ese rincón de Hawái nacerá Taylor Camp, la aldea entre los árboles donde una generación de hippies buscaba su utopía de la vida en comunidad y el amor libre. El clima social en Estados Unidos ardía entre el napalm en Vietnam, los gases lacrimógenos en las universidades y un discurso oficial que demonizaba el pacifismo y toda forma de resistencia. Entre los primeros expulsados —universitarios, excombatientes, jóvenes artistas, familias rotas— circulaba la sensación de que no quedaba refugio en el sistema. Su error fue creer que Hawái —tierra de leyendas, pero también de bases militares y policías recelosos— sería terreno fértil para una comunidad hippie. Tras ser arrestados por acampar ilegalmente, ocho hippies milagrosamente encuentran un improbable benefactor. Se trataba de Howard Taylor, el hermano menor de la actriz Elizabeth Taylor. Nadie lo esperaba, nadie lo había pedido. Pero él pone en manos de aquellos náufragos sociales un predio bordeado de árboles de mangos y mar. Un lote que la ley de conservación había dejado baldío. “No quería verlos humillados”, diría años después en una de las escasas entrevistas concedidas a The New York Times. Una pareja se abraza en medio de la comunidad Hippie de Taylor Camp (Facebook - John Wehrheim) La vida en la comunidad hippie El primer día y la primera noche en Taylor Camp, los jóvenes tenían miedo de que la promesa se desvanezca al amanecer. El segundo día, empezaron a construir los primeros refugios de lona, atados con palos de la selva, para guarecerse de la lluvia. Nadie duda en quedarse aunque los mosquitos pican desde el atardecer hasta la salida del sol del otro día. Pronto, otras familias y solitarios huyen del continente convulso para unirse al rumor de la vida nueva. Se trata de construir un hogar donde la libertad deje de ser una consigna y se abra camino en lo cotidiano. La desnudez, en Taylor Camp, era una declaración de confianza en el otro. —Aquí nadie pregunta de dónde vienes ni adónde vas. Puedes ser tú mismo, y eso es suficiente —dice Faith Petric, una de las habitantes más antiguas, mientras recoge naranjas en una entrevista para un medio de Hawái. La vida entre los árboles se improvisa y, a la vez, se ritualiza. Los niños pequeños se balancean en hamacas sujetas al piso de bambú. Los adultos intercambian técnicas de cultivo, recetas de pan de coco y tareas de construcción. No hay luz eléctrica ni agua corriente, pero el río lleva lo que la civilización les niega. Un baño comunal se improvisa junto a un arroyo. Cuando alguien enferma, la comunidad decide —debate a mano alzada, como en las asambleas estudiantiles— si deben llevarlo al pueblo para atención médica, o tratarlo con infusiones de plantas recolectadas en la montaña. Los niños sufrían bullying cuando concurrían a las escuelas cercanas a Taylor Camp (Facebook - John Wehrheim) La economía interna se rige por el trueque. Se ofrecen frutas, sandalias tejidas y tablas de surf que pasan de mano en mano. Hay una sola regla: “No hacer daño al otro”. El resto —la posesión, la autoridad, el lucro— queda afuera. “Taylor Camp era un laboratorio. si una persona resultaba problemática, toda la comunidad la sentía y debía encontrar una salida”, narra John Wehrheim, el fotógrafo que documentó la convivencia de la comunidad. “Vivir aquí es aceptar que la lluvia se lleva lo material. Lo único duradero es lo invisible”, le confesó una vez uno de los fundadores, mientras Wehrheim cambiaba el rollo de la cámara. A diferencia de otras comunas, la presencia de familias le dio a Taylor Camp una convivencia atípica. Por ejemplo se podía ver a mujeres embarazadas tejían mientras un grupo de adolescentes aprendía a zurcir y a cocinar en fogones de piedra. Los perros vagaban libres y algunos niños, bautizados por el océano, aprendían a nadar antes que a leer. En las noches, la única luz era de las luciérnagas y un fuego central, donde se discutía la logística del día siguiente. También había conflictos que resolver en Taylor Camp. Una tarde, un par de pescadores locales se sentaron a compartir arroz y pescado con los hippies tras varios días de recelo. “Ustedes están locos, pero tienen hambre igual que nosotros”, bromeó uno, rompiendo la barrera que parecía insalvable. Pero no todas las visitas terminaban en tregua. Las patrullas policiales recorrían el perímetro, buscando motivos para desalojar. La comunidad de Taylor Camp tenía iglesia propia (Facebook - John Wehrheim) Acoso policial —¿Cuánto creen que les va a durar el paraíso? —preguntó una vez un agente, apoyado contra una palmera, mientras observaba a los niños que jugaban desnudos. En los anteojos del oficial se reflejaba a uno de los jóvenes de la comunidad con el pelo al viento mientras tocaba la guitarra —Lo justo para que intentemos algo que nadie más se atrevió —respondió Billy Campbell, una figura central, antiguo estudiante de arquitectura, que construyó las casas más singulares del campamento: habitaciones elevadas, vistas al mar y puertas de tela de colores imposibles. Pasado el tiempo inicial de euforia, Taylor Camp vio crecer su población hasta casi ciento veinte personas. Se formaron hileras de casas en los árboles, senderos embarrados que a veces parecían un río tras la lluvia, y zonas comunes para música, yoga o reuniones. “Puedes perderte si quieres; basta con cruzar tres árboles”, aseguraba una joven llamada Eden, cuyos ojos verdes se hicieron célebres en las fotos de Wehrheim. También, con el paso de los días llegaron las primeras tensiones internas. Había debates por el reparto de tareas y choques entre quienes buscaban desapego total y quienes querían más estructura. Algunas parejas se desintegraron y se formaron nuevas familias, los niños adoptaron apodos selváticos, como “Tigrillo” o “Lluvia”, y el rumor de la escasez de alimentos y de espacio libre obligó a crear asambleas cada vez más largas. Wehrheim recuerda, en uno de sus diarios: “Cada discusión tenía algo de ritual. No importaba tanto la solución sino que todos participaran. Nadie podía dejar de escuchar”. Una de las casas de Taylor Camp sobre los árboles en la selva de Hawái (Facebook - John Wehrheim) La imagen idílica pronto atrajo atención nacional y la prensa internacional. Los medios, primero intrigados y luego escandalizados, titularon a Taylor Camp como “La comuna nudista que desconcierta a Hawái”. Los visitantes llegaban en busca de revelaciones, y a menudo se marchaban tras unas horas, incapaces de adaptarse a la vida sin tiempo ni paredes. Con la fama llegaron otros problemas. Las autoridades buscaron pretextos para clausurar el experimento. Señalaban la desnudez, el uso abierto de marihuana y la supuesta falta de higiene. El problema verdadero era la demostración de que se podía vivir sin la lógica de la propiedad privada ni la vigilancia permanente. Con los años, la composición social de Taylor Camp cambió. Algunos residentes originales partieron por miedo a la policía o por desencanto. Llegaron otros, atraídos por la promesa de una vida sin papeles ni carnés. En las asambleas se tejieron historias nuevas, se pronunciaron disculpas y se aprobaron castigos colectivos, como el exilio simbólico de quienes no respetaban la convivencia. —¿Por qué quedarse? —preguntó John Wehrheim a una mujer de cabello plateado, llegada de Oregón tras perder a su esposo en la guerra de Vietnam. —Porque si abandono este lugar, abandono la idea de que el mundo puede repararse. Aquí la vida es sencilla y brutal, pero es nuestra —respondió sin titubear. Finalmente las topadoras y el fuego terminaron con el Taylor Camp (Facebook - John Wehrheim) Los niños crecieron y aprendieron a leer con libros empapados y cuentos orales sobre dragones de la selva. Algunos, al viajar a la escuela estatal, sufrieron el rechazo de quienes los veían como “animales del bosque”, pero regresaban cada tarde y eran recibidos con una naturalidad que ninguno de sus compañeros encontraba fuera. Las fotos de Taylor Camp La fotografía sirvió para dar sentido a la textura irrepetible de aquellos días. Wehrheim se movía como un habitante más: “Busco capturar lo que late cuando nadie posa. Esa tensión entre la belleza y la amenaza”, escribió en su diario. En sus imágenes, un brazo extendido toca la corteza rugosa de un árbol, un niño con el rostro cubierto de barro mira al horizonte, una cesta de frutas se vacía sobre una tabla. Ninguna imagen es más poderosa que la de los cuerpos encorvados reconstruyendo la casa común tras otra tormenta. Un día llegó el final que había sido anunciado durante años. El Estado de Hawái resolvió expropiar en 1977 los terrenos y construir un parque público. La comunidad, debilitada y cansada, no pudo resistir el desalojo. Las topadoras arrasaron con las casas en los árboles. Los restos que quedaban fueron incendiados por las autoridades. Algunos resistieron hasta el último día, otros partieron antes del amanecer para no presenciar la demolición. Un antiguo residente dejó, clavado en el tronco de un árbol, un mensaje escrito con carbón: “Todo lo verdadero se recuerda”.
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