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Concepcion del Uruguay » La Calle
Fecha: 13/07/2025 19:32
Mientras los bollitos de harina, grasa y sal duermen, la luna despierta los hornos a fuego lento. A veces de leña, otras a gas. Hacer visible lo invisible no es un acto heroico, tampoco es tan fácil con un texto, pero a nadie lo va a empachar unos párrafos con dedicación. Amanece, y con él, la esperanza de que leuda junto a la masa, como un sueño, comienza a levantar. El olor a pan fresco se esparce, y con él, la promesa de un día nuevo, rezando volver con la canasta vacía. En las calles de Concepción, un fenómeno que ya no pasa desapercibido de los transeúntes: la proliferación de vendedores de panes caseros.Para comprar al paso. Los hay en variedades con queso, jamón y con chicaharron. El olorcito creo debe ser su mejor marketing. Pero esta tendencia no es fruto del azar. Detrás de cada pan, hay una historia de pasión, dedicación y necesidad. La multiplicación de vendedores de panes caseros en las calles de la ciudad no es casual. En los hogares, el pan es más que un alimento; es un símbolo, desde la Biblia hasta nuestros días, mejor dicho, mucho antes. Es el calor que llena las panzas y los corazones.Es la vida que late en cada hogar. Es el pan que trae pan. El paisaje contradice las recomendaciones de las redes y los nutricionistas que fulminan el consumo de harinas. Dos burbujas diametralmente opuestas. Por mi casa pasa la señora Simeone (recuerdo su apellido por la transferencia digital y porque me recuerda al Cholo) y nos vende el pecado a 3.000 pesos. Ella camina el tramo final de Moreno hacia la UTN con unos 10 panes los días jueves. En mi casa actual, las harinas fueron inculcadas como un permitido, pero con la creencias que nos hacen mal. Hoy reflexiono que tal vez no sea tan así. O tal vez sí, pero mi familia ancestral ha pasado décadas cocinando el pan casero, como mi abuela en el horno de barro en Basavilbaso. Familia criolla de ferroviarios en una colonia judía con todas las costumbres culinarias mezcladas en perfecta convivencia, hasta llegar a deleitar la torta rusa bajo la higuera del patio. Por el centro y los locales alrededor de la plaza pasan dos pibes.En la otra esquina de la terminal hay uno, y allá arriba, después del rulo, también. Seguramente están pensando en el que les vende a ustedes, que siempre anda con la remera gris. Y la mayoría no empezó en este oficio, más bien lo abrazó porque lo excluyeron de otro. Se cruzan dos temas: el hábito de elaborar tu propio alimento y el recuerdo, como símbolo de fin de mes en casa de mis padres, con un hogar de asalariados, era abrir el aparador y que no haya ni pan. «Tengo hambre y no hay ni pan» era la protesta del estado de cosas. Y mi vieja, con dos huevos y jugo de naranja marca Miju y un poco de harina, nos elaboraba un bizcochuelo sabor naranja. La tragedia se convertía en fiesta. Tanto que hasta podíamos invitar a una amiga, porque ya teníamos una delicia hasta para compartir con la visita. El aroma a pan casero caliente invade el centro y, hasta acá, si nos extendemos, podemos caer en la romantización de la precariedad más obscena. La precariedad del mundo, lindo título. La precariedad del mundo laboral y su informalidad ha ido creciendo junto con el mercado y su lógica de una vida sin el sentido de la previsión. Nuestro pan de cada día hoy abunda por las calles con olor a caliente. Rostros amables recurren a la gastronomía informal como una forma de generar recursos. El pan casero hoy está en manos de los nuevos vendedores ambulantes con circuitos ya establecidos, y, a diferencia de otros, son quienes reciben respuestas incluso con simpatía .Tal vez sean hoy la última reserva de empatía.
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