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» Misioneslider
Fecha: 13/07/2025 17:40
En el corazón de Plaza Dorrego, en el barrio de San Telmo, se alza un palo borracho que alberga el espíritu de una mujer apenada por un profundo dolor: la muerte de su amado en una batalla con los colonizadores españoles. Esta no es la única historia de amor con un final triste que se puede encontrar en Buenos Aires; ni Plaza Dorrego, el único lugar embrujado. En la ciudad se esconden muchos muros testigos de lo inexplicable. Con un poco de tiempo y de plata en la SUBE, cualquiera puede recorrer estas tragedias cuasi shakesperianas, y, quién sabe, conocer a alguno de sus protagonistas. Emilia Basil era una inmigrante libanesa que cocinaba empanadas en el bar Yamile, en San Cristóbal. Cuando su amante, José Petriella, trató de abusar de ella, Emilia lo estranguló, hirvió su cabeza y conservó sus piernas y brazos en el mismo horno donde preparaba sus comidas. Décadas más tarde, esta historia se convirtió en uno de los casos que Marisa Grinstein exploró en Mujeres Asesinas, libro que después fue adaptado para televisión. El crimen fue real, con todos sus horrores, pero el lugar en el que sucedió parece haber desaparecido. En avenida Garay al 2199 se encuentra un estudio de abogados con una fachada arruinada. En la esquina opuesta, al 2203, hay un lavadero de autos. Garay al 2201, donde supuestamente había ocurrido la trama, brilla por su ausencia. Aun así, un olor putrefacto se desprende del taller. Se puede interpretar como algo que proviene de los autos o del fantasma del cadáver que -cuentan- nunca abandonó ese viejo horno. A tan solo diez cuadras, en una casona construida por el arquitecto Virginio Colombo, dos hermanos se traicionaron por el amor de una mujer. La casona, ubicada en Entre Ríos al 1081, tenía dos pisos: en el superior vivían los Roccatagliata, una familia adinerada con dos hijos, Emmanuel y Vittorio; y en el inferior, una pareja de inmigrantes húngaros con su hija Cecilia. La joven no tardó en atraer la atención de los hermanos Roccatagliata, y la tragedia no se hizo esperar. Vittorio vio a Emmanuel besando a la mujer que ambos amaban, lo mató y se ahorcó en el mirador de la casona. Es este último acto el que le da su nombre a la leyenda del Mirador del Ahorcado. Hoy, bajo el nombre de Casa Anda, el edificio sobrevive. Apenas, según varios vecinos. Roxana, una de las empleadas de la panadería aledaña, afirma que, en el poco tiempo que lleva trabajando allí, vinieron a arreglar la casona. Por lo que sabe, el Gobierno de la Ciudad realizó la refacción porque la estructura se encontraba en peligro de derrumbe. Maxi, quien trabaja en la ferretería de enfrente, cuenta una historia distinta: no fue el gobierno porteño el que impulsó la reforma, sino los dueños de la casona. Al ser patrimonio cultural, explica, no se puede tirar abajo. Pero, después de que pedazos de revoque cayeran sobre un puesto de flores y sobre gente que pasaba caminando, el riesgo ya no se podía ignorar. A pesar de las refacciones, si uno mira hacia arriba, todavía puede observar el aviario donde se colgó Vittorio. Y donde, en los días de lluvia, hay quienes dicen que aparece colgado de una viga. Leones sueltos en Barracas Si en la calle Solís al 1100 se toma el 168 hasta la avenida Caseros y, desde allí, camina tres cuadras hasta Montes de Oca al 140, puede llegar a la casona de estilo francés donde Eustoquio Díaz Vélez (hijo) vivía con su familia. Eustoquio era un hombre excéntrico. Y tenía el dinero necesario para hacer realidad sus sueños y caprichos. Fue así como consiguió traer tres leones africanos para que protegieran su casa. Durante la fiesta de compromiso de su hija sucedió lo peor: alguien había dejado una de las jaulas abierta. Uno de los leones escapó, irrumpió en la fiesta y devoró al futuro novio. La hija de Eustoquio se suicidó al poco tiempo y su padre nunca más salió de su habitación. La casona es hoy la sede de la fundación VITRA y del Hospital María Ferrer, pero la estatua del león aplastando a un hombre, a punto de comérselo vivo, sigue en pie. El vicepresidente de la fundación, Luis Guerrero, sostiene que la leyenda no tiene nada de cierto y que los leones no eran más que una decoración típica de la época. La ausencia de una hija en el árbol genealógico de Díaz Vélez (hijo) también contradice el mito, aunque no ha logrado que desaparezca. En Barracas también vivió Felicitas Guerrero. Su historia no es novedosa. Con tan solo 24 años, su vida ya había sido marcada por la desgracia: su primer esposo, Martín Gregorio de Álzaga, falleció en 1870 y los tres hijos que habían sido fruto de esa relación tampoco sobrevivieron. Viuda y hermosa, varios pretendientes tocaron a su puerta, entre los cuales se incluía Enrique Ocampo, tío abuelo de la escritora Victoria Ocampo. Un viaje permitió que Felicitas conociera a Samuel Sáenz Valiente, un estanciero del que pronto se enamoraría. El 30 de enero de 1872, su fiesta de compromiso se transformó en la escena de un crimen. Enfurecido por lo que consideraba una traición, Eugenio Ocampo increpó a Felicitas y, ante su rechazo, la asesinó de un disparo al pecho. Ricardo, uno de los playeros del estacionamiento ubicado a la vuelta de la iglesia, repite lo que comentan varios de los vecinos de la zona: que cerca de cada aniversario se la puede ver a Felicitas corriendo por el techo de la iglesia. Los 30 de enero son el día en que las mujeres deben llevar pañuelos mojados en sus lágrimas para pedirle a Felicitas que las ayude con sus historias de amor. Algunos permanecen, aún en pleno junio, atados a las rejas negras de la iglesia de quien, para el clero, es una falsa santa. En Villa del Parque, la fiesta que nunca acaba Si le queda un poco de plata en la SUBE, basta con tomar el 152 hasta la estación Retiro y el tren San Martín hasta Villa del Parque para visitar El Palacio de los Bichos, ubicado en Campana al 3220. Su apodo proviene de una característica arquitectónica muy particular: el hecho de que está decorada con estatuas de animales. En el siglo XX, Rafael Giordano, un hombre de la alta aristocracia, se la regaló a su hija Lucía. En 1911, cuando Lucía se casó con el músico Ángel Lemos, ese palacio se convirtió en el epicentro de una tragedia. Recién casados, la pareja viajaba en carruaje cuando fueron embestidos por el tren San Martín que todavía pasa a metros del castillo. Ahora es un complejo de departamentos en el que llegó a vivir el exfutbolista Carlos Mac Allister. Eso sí, antes de que pudiera ser habitado, un parapsicólogo tuvo que realizar una limpieza energética en el edificio. Dario Lencioni, quien vive cerca del palacio, asegura que, aun cuando estaba deshabitado, adentro se prendían y apagaban luces de la nada. Hasta hace algunos años, corría el rumor de que se escuchaba música de fiesta que provenía del palacio, en ese entonces vacío. Otros vecinos sugieren no acercarse al lugar durante la noche y juran que, a veces, en una de las ventanas, aparece una mujer que te mira fijamente. El eterno atractivo de los muros embrujados Según lo que Diego Zigiotto, autor de Buenas Aires Misteriosa y guía turístico, ha conversado con sociólogos, la gente vuelve constantemente a estos lugares porque son algo seguro. “En un contexto de inseguridad y asesinatos, estas historias parecen lejanas. Las toman como algo ficticio”, describe Zigiotto. Para él, que ha dedicado su vida a visitar estos lugares con otras personas, uno puede creer que realmente se esconden fantasmas en estos míticos rincones de la Ciudad. O, si prefiere, puede pensar que se trata de meras energías que luchan contra el olvido, detrás de los muros donde el tiempo no corre. Por Victoria Fuente, Carolina Giménez, Mauro Sarasua y Sofía Vilar. Maestría Clarín. En resumen, los muros embrujados de Buenos Aires guardan historias de amor, traición y tragedia que han perdurado en el tiempo y se han convertido en leyendas urbanas. Desde Plaza Dorrego hasta Villa del Parque, cada rincón de la ciudad tiene su propia historia que atrae a curiosos y amantes del misterio. La combinación de hechos reales y mitos populares crea un ambiente único que invita a explorar la faceta más misteriosa de la capital argentina.
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