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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 12/07/2025 03:15
Alberto tiene 42 años y vive en Lomas de Zamora (Fotos/Jaime Olivos) Cuando se despertó del coma, el 8 de enero de 2008, Alberto Petrak (42) no recordaba quién era ni qué le había sucedido. Había pasado 23 días intubado en terapia intensiva. Sus padres y sus hermanas lloraban cada vez que entraban a verlo. “¿Qué pasó?”, fue lo primero que les preguntó cuando pudo volver a hablar. Nadie se animaba a contestarle. Semanas antes, había salido a dar una vuelta en su moto y un auto frenó de golpe frente a él. El impacto lo hizo volar más de 25 metros. Al abrir los ojos, lo último que esperaba era descubrir que le faltaba una pierna. Se están por cumplir 18 años del accidente y Alberto escucha la pregunta: “¿Quién eras vos en ese momento, cómo era tu vida?”. Sentado en una cafetería del microcentro porteño, busca hacia atrás en el tiempo y todavía se emociona al recordar. “Era un chico de 24 años que tenía una vida muy activa: jugaba al fútbol, al pádel y salía con mis amigos. Vivía el presente con alegría pero, sobre todo, con libertad. La libertad de hacer lo que quería. La moto, de alguna manera, representaba todo eso”, le cuenta a Infobae. Alberto no dice que el accidente lo volvió mejor persona, ni habla de grandes lecciones. “Si pudiese volver el tiempo atrás, quisiera que esto nunca hubiese ocurrido”, asegura. Para él, la pérdida fue brutal: le llevó años aceptarla y aceptarse. Las limitaciones que trajo la amputación fueron muchas y crueles. “Me convencí de que el dolor iba a ser parte de mi vida para siempre”, explica. En ese momento no sabía que todo ese sufrimiento podía haberse evitado. La prótesis que le dieron no era la adecuada, pero tardó años en descubrirlo. Y más aún en volver a caminar sin dolor. Alberto antes del accidente. “Tenía una vida muy activa, me encantaba hacer deportes”, cuenta Un antes y un después Alberto nació en la localidad bonaerense de Lomas de Zamora y es el menor de cuatro hermanas mujeres. Hijo de un albañil y una empleada doméstica, creció en un hogar donde nunca faltó, pero tampoco sobró nada. A los 24, antes de que su vida cambiara para siempre, trabajaba como administrativo en una empresa de transporte y se debatía entre seguir con la licenciatura en Planificación Logística en la Universidad Nacional de Lanús o arrancar el profesorado de Historia en Adrogué. “Siempre anhelaba mejorar la situación económica”, dice. El día del accidente —el 16 de diciembre de 2007— había ido a jugar al fútbol y, después de bañarse, fue a tomar unos mates a lo de su mejor amigo, que vivía en su misma manzana. Se quedó a cenar, pero en vez de volver a su casa, decidió ir a dar una vuelta con la moto. “De regreso, un auto frenó delante de mí de forma imprudente y no pude parar. La moto pasó de largo y le pegué con la pierna izquierda, arriba de la óptica trasera. Salí despedido unos 25 metros hasta el cordón de la vereda”, cuenta. La noticia de la amputación la recibió casi un mes más tarde, cuando despertó de un coma que duró 23 días. “Veía que mi familia entraba a verme y lloraba. En un momento se acercó el doctor a hacerme unas curaciones. Me incorporé y noté que me faltaba una pierna. ‘Debe ser un sueño. Me voy a dormir y cuando despierte, va a haber pasado’, pensé. Y trataba de dormir, pero no podía”. Según le explicaron, las fracturas expuestas, combinadas con el contacto con el agua estancada de una zanja, derivaron en una infección generalizada. “Empezaron a amputar desde el tobillo y terminaron por encima de la rodilla. Por suerte me quedó parte del fémur, que hoy me sirve de palanca”, explica. “Durante muchos años no me animé a usar bermudas. Andaba todo tapado, con jeans o joggings, para que nadie viera lo que tenía”, dice (Foto/Jaime Olivos) “Fue el trauma más grande de mi vida —asegura Alberto—. Me levanté y había una parte de mi cuerpo que ya no estaba. Enseguida me puse a pensar en el laburo, en la familia, en mis amigos, y dije: ‘Bueno, se terminó acá. El juego se terminó acá’”. La prótesis que recibió meses más tarde fue “básica” y el seguimiento por parte del médico ortopedista, distante. “Me mostró cómo se colocaba el equipamiento y listo. ‘Esto se pone así, meté el muñón acá, tocá este botón y tratá de buscar equilibrio’. ¿Viste los instructivos para armar un mueble? Bueno, así”, cuenta. Como si fuera poco, perdió el juicio contra el automovilista. “No cobré ningún resarcimiento económico, así que me costó muchísimo recomponerme. Tampoco pude hacer rehabilitación. De hecho, no la hice. La empecé en 2022”. —¿Y mientras tanto? —Caminaba como podía. Alberto (de camisa) en una cena con amigos, tiempo después de la amputación. “Estaba muy deprimido. Subí muchísimo de peso: llegué a pasar los 124 kilos”, cuenta Vivir con dolor En marzo de 2008, Alberto regresó a su casa en una silla de ruedas. En agosto, le retiraron los tornillos del tutor que le habían colocado en el fémur. Esos cinco meses los pasó encerrado. “Lo único que hacía era comer y dormir. No quería que nadie viniera a verme”, cuenta. Volvió a trabajar en octubre. No por deseo, sino por necesidad. “La situación económica familiar era crítica y, al no tener sueldo, empecé a ser una carga para mis padres”, explica. Moverse en la calle fue duro. El colectivo que lo llevaba hasta la empresa paraba a tres cuadras de su casa y lo dejaba a cinco del trabajo. “Andaba con muletas porque no sabía caminar con la prótesis: iba como en el aire”, dice. A pesar del esfuerzo diario, seguía sin las herramientas básicas para adaptarse a su nueva condición. La rehabilitación —un proceso fundamental para recuperar la movilidad, la autonomía y la calidad de vida tras una amputación— era una opción lejana. “Tenía que hacerla, pero por una cuestión de tiempo, costos y traslados, no podía. De hecho, antes de reincorporarme, la empresa me hizo un préstamo para que pudiera pagar los viáticos. Estaba en la ruina, desde lo emocional hasta lo económico. Desinformado. Mal asesorado. Entonces dije: ‘Me voy a trabajar así’”, dice. Lo que siguió fue una tortura silenciosa. “Recordarlo me avergüenza. No entiendo por qué pasó, pero todos los días era lo mismo: la prótesis se me salía y me lastimaba. Y yo volvía, con un sacrificio inmenso, a la ortopedia. Incluso, hubo un momento en que me ataban una soga, como un cinto, para que no se saliera nada. Y cuando empezaba a quedarme grande, rellenaban el interior con una especie de goma”, recuerda. “Otra vez le expliqué que mi pisada era mala porque me había puesto un pie un talle más: yo calzo 40 y era 41. ‘Bueno, comprá una zapatilla más grande’, me contestó”. Los reclamos eran constantes, pero no servían. “El técnico ortopedista llegó a decirme que el dolor era parte de mi vida y yo me convencí. Creía que estaba bien que me doliera porque él me dijo que era así. Me la pasaba tomando diclofenac. Durante muchos años, mi rutina fue siempre la misma: iba a trabajar, volvía y me quedaba acostado en casa. Era el único momento en que no sentía dolor. Estaba muy deprimido. Subí muchísimo de peso: llegué a pesar 124 kilos”, agrega. Hoy tiene una vida superactiva: juega al golf, al pádel y hasta se tiró en paracaídas El “clic” Durante seis años, entre 2008 y 2013, Alberto se sintió limitado y sin ganas de vivir. Caminaba alternando muletas y bastón, y su marcha era inestable y dolorosa. Hasta que un día, en una visita a la ortopedia, algo cambió: “Me crucé con un muchacho, también amputado, que entró transpirado. Nos saludamos y empezamos a conversar. Le pregunté por qué estaba así y me dijo: ‘Vengo de jugar al tenis’. Yo me miré… apenas podía caminar”. En ese intercambio, el hombre le recomendó que fuera a ver a Damiana Pacho, una fisiatra que lo había ayudado mucho. “Me dio una tarjeta, me puse en contacto y, una semana después, la visité. Ese mismo día me hizo correr. Salí de la consulta llorando porque pensé que nunca más iba a volver a hacer algo así”, dice. De esa manera, casi fortuita, comenzó su rehabilitación. No era formal ni cubierta por la obra social: se trataba de un taller gratuito para personas amputadas que querían volver a correr. Estar en contacto con otros que estaban en su misma situación le abrió los ojos. “Un día, en una juntada, les mostré mi prótesis. Nadie podía creer cómo la usaba. ‘Alberto, vos tenés un equipamiento muy precario. Tenés que cambiarlo: no te tiene que doler’, me dijeron”. La rehabilitación formal llegó recién en 2020, pero debió interrumpirla por la pandemia. La retomó en 2022 Envalentonado, en 2014 pidió hablar con el secretario general del Sindicato Camioneros, Hugo Moyano, gremio al que pertenece la empresa donde trabaja. “Le conté lo que estaba atravesando y, automáticamente, me cambió de ortopedia y de equipamiento. Ahí me dieron una prótesis de primer nivel y fue un renacer. No te puedo explicar la alegría que experimenté cuando me paré y no me dolía nada. Yo estaba acostumbrado a caminar agarrado de las paredes”, dice. La rehabilitación formal llegó en 2020, pero debió interrumpirla por la pandemia. La retomó en 2022. Recién entonces aprendió lo que debería haber aprendido en 2008: “A mantener el equilibrio, a fortalecer el muñón, a hacer ejercicio, a tener estabilidad, a cambiar la velocidad, a subir escaleras, a bajarlas. Antes lo hacía como podía. Hoy puedo hacerlo de una manera convencional. Sin temores. Levantando la cabeza”, asegura. El cambio no fue solo físico: “En 2015 volví a usar bermudas. Antes no me animaba. Andaba todo tapado, con jeans o joggings, para que nadie viera lo que tenía”, cuenta. “Empecé a sentirme libre nuevamente y eso se trasladó a mi familia. Celebramos cada paso: desde que solté el bastón, hasta que bajé de peso. Ahora estoy en 90 kilos”, agrega. Además, arrancó terapia. “Ahí tomé conciencia de que tenía que aceptarme a mí mismo y que el otro también me tenía que aceptar. Hasta ese momento me sentía en inferioridad de condiciones ante la sociedad. Hoy, en cambio, me siento orgullo de mí”, agrega. El año pasado, Alberto se tiró en paracaídas Re-nacer Alberto dice que su vida cambió gracias al apoyo que recibió del Sindicato de Camioneros y la prótesis que le consigueron. Tras años de sedentarismo y dolor, hoy siente que recuperó parte de esa libertad que tenía a los 24 años. “Salvo el fútbol, pude volver a jugar al pádel y al golf”, cuenta. También dejó de fumar y redescubrió sus intereses. “Arranqué a participar del programa de radio Infocamioneros. Hacemos un resumen semanal, los miércoles a las 15, con las principales noticias del gremio. Además, cubro el plano deportivo del Club de Camioneros y, si el equipo juega en otro lugar, viajo para hacer notas o transmisiones. Todo eso me inyectó vida”, asegura. Sigue con la rehabilitación, aunque ya no sea imprescindible. “Tal vez no la necesite tanto, pero la hago para perfeccionarme. Gracias a eso pude hacer cosas como tirarme en paracaídas”, cuenta, mientras saca el celular y muestra el video del salto. “Fue una propuesta de mi ortopedista, Javier Bernat. ‘¿Qué tenés ganas de hacer?’, me preguntó. Tenía que ser algo que me costara, porque si no, no tenía sentido. Lo hice y lo volvería a hacer”, dice. En ese camino de reconstrucción, Alberto aprendió a mirar hacia atrás sin idealizar su discapacidad: “A veces se habla de superación como si fuera algo mágico o heroico. Aunque hoy me sienta feliz, no fue un camino fácil ni rápido. No es el mensaje que quiero dejar. En mi caso, entendí que lo malo no dura para siempre. No somos lo que perdimos. Somos lo que hacemos con lo que nos pasó. Lo que logramos a partir de decidir mejorar”. Alberto en unas vacaciones por Río de Janeiro
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