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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 07/07/2025 10:46
Luna, la perrita herida Hace unas semanas conté la historia de una perrita que encontramos -o, más bien, que nos dieron- en la calle. Era una historia reconfortante: un adolescente que volvía de bailar la había rescatado de al lado de un contenedor. La había llevado a la pieza donde vivía con su mamá. En el lugar no estaba permitido tener animales pero no la habían revoleado, salieron a la calle a buscar cómo dejarla bien. Tenía una patita con un vendaje casero: quien la hubiera dejado, había tratado de curarla antes. Cuando nos despedimos, el chico ofreció contribuir a los gastos de veterinaria. Así empezó la historia, con una caniche toy flaquísima y temblorosa en casa. Era domingo a la mañana cuando la trajimos, durante el día ya se había aclimatado y a la noche ya sabíamos que nos resultaría muy difícil buscarle otro hogar. Unos amigos de nuestra hija, que la vieron por la tarde, dijeron que si no se quedaba con nosotros, podía ir a vivir con ellos. Todo venía bien, pero pasaron cosas. A la mañana siguiente fuimos a la veterinaria con la perrita -todavía sin nombre- en una mochila. La pesaron: un kilo ochocientos. Con cuidado -todos sabíamos que ese vendaje hecho con remeras y bolsas estaba por algo- la doctora fue soltando la patita. Ay, ay, ay cuando empezó a sacar telas, el olor que salía de esa pata. Tengo una larga historia médica y no soy muy impresionable pero cuando la veterinaria dijo: “a esta pata le falta un pedazo” se me aflojaron las rodillas. Una herida fea recorría toda esa patita mutilada. Cuando el cirujano, que se acercó a ver, dijo “hay que amputar” me tuve que sentar. La perrita cuando recién llegó a casa. Esa cosita peluda, cariñosa, movediza, estaba en carne viva. Pero ¿sin solución? ¿amputar? Era un final demasiado sórdido para esta historia de amor por el amor mismo, de unión de voluntades, de encuentro entre desconocidos. “Es un proceso largo y carísimo, les recomendamos averiguar en la Facultad”, nos dijeron. “Y también consultar a un buen traumatólogo”. Nuestra amiga veterinaria, C, nos habló de la doctora B. Mientras tanto, visita diaria a la veterinaria para darle antibióticos y analgésicos y para cambiar el vendaje. Salimos con el corazón en el piso. Todo lo que había sido alegría alrededor del rescate de la perrita se acababa de volver desgracia. Más allá de lo concreto, la sombra de la desgracia como una nube que lo cubre todo. “Amputar”, escucha una, e imagina una sierra de carnicería. “Viven perfectamente en tres patas, ni se dan cuenta, menos si son tan livianos”, dijo C, cargada de experiencia. Pero no había consuelo. A la noche, o a la mañana siguiente, hablamos con el chico que la había sacado de la calle, T: quiso pasar a verla. Hablamos con los amigos que la querían antes: dijeron que la seguían queriendo, así y todo, con tres patas y todo. P, la amiga que vive en Estados Unidos y entendía la que se venía, mandó plata. Nuestra hija, V, se fue hasta la facultad a buscar un turno. La doctora B la vería unos días después. La perrita encontrada y Gringa, nuestra setter. Lo que siguió fueron mimos y la imbatible alegría de la perrita, que, con un analgésico potente encima y todo, empezó a ladrarles a los vecinos y corretear por la casa, con su vendaje-botita y su tres patas. Nos reímos. Nuestra nieta chiquita, M, preguntaba si se quedaría con nosotros: todavía no estaba decidido y los amigos eran una opción. La nena sostuvo que ya necesitaba nombre, de todos modos. Y la bautizó “Luna”. Cuando V llevó a Luna lo doctora B, las cosas parecieron mejorar. Con la cancha de los años, la doctora le sacó el vendaje sofisticado, propuso algo muy liviano que dejara respirar a la herida, retiró los analgésicos, explicó que con ese ciclo de antibióticos estaba bien y dudó de la necesidad de amputar. No decía que no, abría una ventana de esperanza. “Cuando la herida tenga piel, me la traen de nuevo. Nos tocaba cambiarle la venda en casa y ponerle una crema cicatrizante dos veces por día. Establecimos un régimen de tenencia compartida. Luna dormía con nuestra hija y sus hijos pero, como durante muchas horas en esa casa no hay gente, pasaba el día con nosotras, que fuimos designadas bisabuelas. En este orden: M era la madre, V la abuela, mi esposa O y yo, las bis. La recuperación fue extraordinaria. En pocos días la herida empezó a cerrar, dejó de tener olor. Lunita saltaba de los sillones y corría con Gringa, nuestra setter, que jugaba con ella como si no pesara 20 kilos más que la caniche. Engordó 400 gramos. Se puso mañosa para comer: la carne fría no, muy caliente no, untada con queso blanco puede ser. De a poco, fue aprendiendo lo que esperábamos de ella: que fuera a cierto lugar para sus necesidades. No le acertaba la bandeja todavía, pero sí al cuarto de baño. Así las cosas habíamos entrado en una rutina más o menos calma. Seguíamos cambiándole la venda una vez por día, fuimos al control de la herida, que era evidente que venía muy bien. M la paseaba en brazos, V la traía y la llevaba en el auto. Y de pronto, todo se vino abajo otra vez. Yo escribía en mi escritorio, cuya silla tiene cada apoyabrazos sostenido por dos caños que se cruzan. Luna descansaba en mi regazo. De la nada, oí un grito desesperado: la patita herida se había enganchado entre los dos caños y estaba atorada. Me levanté para tratar de sacarla, la perrita se retorcía, trataba de saltar, con esos dientes mínimos me mordía las manos mientras yo palpaba para ver por dónde podía sacarla. Intenté cortar la venda para que la pata tuviera menos volumen. Intenté separar los cañitos, nada. Despacito, la pata salió por donde había entrado. Luna seguía dando alaridos. Esto no estaba bien, seguro que no estaba bien. Luna, después del accidente, La envolví y corrí las siete cuadras a la veterinaria. “Parece una fractura”, me dijeron. “Hay que hacer una radiografía”. Tardé un rato en localizar un lugar donde hubiera radiografías para perros ese mismo día. Fuimos con V: ponerla en la posición adecuada fue una tortura para Luna. Lo que se veía era horrible: dos fracturas, una en punta. Vuelta a la veterinaria, otra vez tramadol inyectable, ni se la pudo vendar. Cuando la volvió a ver la doctora B no dudó: lo mejor es amputar desde la rodilla estos huesitos, más finitos que los de un pollo, no sueldan bien. Y acá estamos, esperando la cirugía. La doctora B, que conocía la historia, colaboró con su cariño y con una reducción de honorarios que, de todos modos superan largamente un sueldo mínimo. La atendió amorosamente la amiga veterinaria C, que es cardióloga y se ocupó del prequirúrgico. Algunos amigos también ofrecieron consuelo, ideas, preguntas y plata. Gringa, la setter, se acuesta a su lado y la custodia, pero cuando la perrita hace algún movimiento raro y grita desesperada, la grandota mira con ojos espantados y se va lejos. Lunita de pronto se olvida y anda por ahí, de pronto le duele, se ovilla, y espera. Otra vez, son muchas voluntades en el mismo sentido, andará bien, en tres patas pero viva, en tres patas pero amada. El guadañazo de la vida y lo que podemos hacer para atenuarlo. La vida y lo que hacemos con ella. Viva Lunita.
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