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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 01/07/2025 18:34
La sentencia implica un control de constitucionalidad indirecto sobre la legislación argentina en tribunales extranjeros. REUTERS/Matias Baglietto/File Photo Desde el punto de vista formal, la jueza Loretta Preska no declara la inconstitucionalidad de ninguna norma argentina. En rigor de verdad, no pronuncia fórmula alguna de invalidación. Y, sin embargo, en los pliegues de su razonamiento —bajo la apariencia austera de una sentencia de ejecución forzosa— late una forma vigorosa, aunque larvada, de control de constitucionalidad. O, si se prefiere, una suerte de control de inoponibilidad soberana. Lo hace con la frialdad quirúrgica del poder que ya no necesita nombrar aquello que destruye. La República Argentina, en su resistencia procesal, blandió el artículo 10 de la Ley 26.741 —el ancla normativa de la expropiación de las acciones de YPF— como límite infranqueable: ninguna transferencia de las acciones expropiadas podría realizarse sin autorización previa del Congreso mediante el voto de dos tercios. Un cerrojo institucional que, en su lógica, debía bastar para tornar jurídicamente imposible la ejecución ordenada por el tribunal del sur de Manhattan. Con toda verdad, la jueza Preska no consideró las solemnidades del legislador extranjero. En su sentir no hay conflicto verdadero, habidas cuentas de que no existiría una imposibilidad jurídica, sino apenas una incomodidad política. Desde su perspectiva, el Estado argentino, si lo desea, puede obtener la autorización parlamentaria, modificar la ley o —casi con sorna— “llegar a un acuerdo con los acreedores”. Así, con un movimiento de muñeca, desplaza el obstáculo y lo vuelve irrelevante. Esa operación, en clave estrictamente jurídica, es monumental, habidas cuentas de que si una norma nacional, dictada por un Congreso soberano, pierde eficacia en territorio extranjero por contradecir los fines de una sentencia ejecutoriada —si se vuelve inoponible a los ojos del juez que debe hacer valer un crédito internacional— entonces lo que ocurre, sin decirse, es que el derecho de un Estado es sometido a la evaluación de otro en clave de eficacia, razonabilidad y compatibilidad sistémica. En otras palabras, el resultado de esa evaluación implica un verdadero control de constitucionalidad en acto, aunque no se lo llame así. En efecto, Preska no necesita decir que el artículo 10 es inconstitucional. Le basta con declarar que carece de poder para impedir el cumplimiento de la sentencia. Que no hay “comity” posible cuando un Estado —que litigó, que fue oído, que fue vencido— pretende ampararse en su propio derecho interno para frustrar la ejecución del fallo que lo condena. Comity no es, dice Preska, un escudo para la impunidad procesal ni una excusa para la obstrucción. El fallo de Preska prioriza la ejecución internacional sobre la soberanía legislativa argentina en el caso YPF (Reuters) De hecho, en esa respuesta formalmente cortés, pero sustancialmente devastadora, aflora el espíritu de una justicia que se sabe poderosa. Si bien reconoce límites retóricos, de seguro no se deja trabar por el lenguaje de la deferencia. Una justicia que, al declarar aplicable su derecho de ejecución sobre bienes situados en el extranjero, y al exigir la neutralización de una ley ajena, actúa como soberana entre soberanos. El control de constitucionalidad que ejerce Preska no es el de una Corte Suprema sobre el Congreso propio. Es el de una jurisdicción que decide qué reglas extranjeras entran —y con qué fuerza— en su esfera de decisión. Es un control selectivo, performativo, casi diplomático en su gramática, pero brutal en sus efectos. Por ello cabe preguntarse, entonces, no ya si la ley argentina fue declarada inconstitucional, sino algo más inquietante: si nuestra legislación puede sobrevivir a la sentencia de un juez extranjero cuando se interpone al cumplimiento de una condena millonaria. Porque si la respuesta es no, si la ejecución prevalece y la ley se dobla, entonces tal vez tengamos que aceptar que el control de constitucionalidad ya no lo ejercen nuestras Cortes, sino los acreedores en los foros que eligen. En las aulas argentinas de derecho público, se estudia a Alberdi, a Linares, a Cassagne, a Bidart Campos y a Sagüés. Se repasan los precedentes de la Corte Suprema en materia de poderes públicos, se discute la supremacía de la Constitución, el control de legalidad de los actos administrativos, las reglas del procedimiento administrativo, el principio de juridicidad, la razonabilidad, la causa y la finalidad. Pero cuando el Estado argentino enfrenta las consecuencias jurídicas de sus actos más trascendentes —default, expropiaciones, emisión monetaria, nacionalización de empresas estratégicas—, la disputa no se da en la sede de Talcahuano 550 sino en tribunales neoyorquinos, con jueces como Loretta Preska, con normas del derecho mercantil internacional, cláusulas de bonos emitidos bajo ley extranjera, contratos de inversión, tratados bilaterales y el derecho de sociedades. En rigor de verdad, la soberanía, en el siglo XXI, ya no se ejerce en un páramo normativo nacional, sino en un terreno compartido, densamente codificado y profundamente hostil a quien no entiende sus reglas. Sin embargo, Argentina, empecinada en una noción autárquica y romántica de poder público, actuó como si sus decisiones fueran a ser juzgadas con los mismos criterios con que se convalida una expropiación en la provincia de La Pampa. No lo fueron. Y hoy se pagan las consecuencias. En el derecho administrativo argentino se enseña que el Estado puede expropiar por causa de utilidad pública, que puede rescindir contratos invocando la teoría de la imprevisión, que puede dictar actos unilaterales con efectos jurídicos inmediatos. Todo eso es probablemente cierto dentro del territorio argentino, con jueces argentinos, aplicando principios argentinos. Pero en cuanto el Estado suscribe contratos con cláusulas de prórroga de jurisdicción, invoca leyes extranjeras como marco normativo, emite deuda bajo legislación de Nueva York o se somete al CIADI, entonces deja de ser solo soberano y se convierte en parte en un contrato internacional. Precisamente en ese plano, no hay acto administrativo, ni principio de legalidad, ni razón de Estado que justifique incumplimientos. Solo hay un contrato, una cláusula y una obligación que debe cumplirse o pagarse.
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