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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 28/06/2025 04:50
Abolir la identidad (imagen ilustrativa) Algunas tendencias filosóficas contemporáneas proponen que los conflictos sociales no radican en la injusticia distributiva, la desigualdad económica u opresiones estructurales, sino en el concepto de identidad y cuya resolución sería fluidificar el yo. Esta idea ha sido sostenida en distintas formas y grados especialmente en el marco del posthumanismo. Mark Fisher sugiere que muchas afirmaciones identitarias terminan cooptadas por el capitalismo tardío, convirtiéndose en fetiches que sustituyen políticas reales. Para Paul Preciado las categorías identitarias como “hombre”, “mujer” o “heterosexual”, son tecnologías del poder, proponiendo multiplicidad, mutación y fuga de las formas fijas del yo, desarticulando así las estructuras que definen al sujeto moderno. Eugene Thacker desarrolla un nihilismo donde el yo no tiene sustancia, la identidad es una ilusión y la sabiduría radica en aceptar lo impersonal, disolviendo el sujeto. Similarmente Rosi Braidotti propone subjetividades postidentitarias, no fijas ni predefinidas, y el anarquismo ontológico de Hakim Bey pretende desvanecer el yo como resistencia al control biopolítico. Pero quien llevó esta idea más lejos es Alexander Douglas postulando la disolución o anulación de la noción de un “yo” sustancial, coherente y diferenciado, escapando así a la lógica de pertenencia esencialista y binaria, raíz según él de los conflictos, exclusiones y fragmentaciones sociales y políticas contemporáneas. Si bien lo atractivo, aunque superficial, de esta propuesta radica en su carácter supuestamente trans-histórico, su tesis incurre en tres errores fundamentales: 1) Una concepción errónea de la identidad; 2) Un reduccionismo político que ignora los mecanismos estructurales del conflicto, y 3) Una lectura tendenciosa y acrítica de las fuentes filosóficas que invoca. 1) La identidad como construcción artificial y generadora de conflicto, premisa de estas tendencias, no sólo es falsa sino peligrosa. Charles Taylor y Paul Ricoeur señalaron que la identidad es constitutiva de la agencia moral, no siendo posible tomar decisiones, actuar éticamente o participar en la vida pública sin alguna forma de autocomprensión situada. También Alasdair MacIntyre demuestra que no podemos entender nuestras acciones sin insertarlas en una historia que presupone una identidad. Luego, la desidentificación presupone la posibilidad de una existencia sin referencias culturales, históricas, lingüísticas o simbólicas, todo lo cual ha sido refutado por múltiples tradiciones filosóficas. 2) Si de conflictos se trata, Chantal Mouffe demuestra que estos no son una patología de la política, sino su condición de posibilidad. Las identidades no deben ser superadas, sino articuladas en espacios donde la pluralidad sea gestionada democráticamente. Así, la idea de eliminar la identidad como solución a los conflictos sociales expresa, en el fondo, un anhelo por un sujeto abstracto y deshistorizado, ajeno a toda pertenencia colectiva. Lejos de ser progresista, esto implica un retroceso respecto de los logros del pensamiento crítico del siglo XX. Porque el reclamo por el derecho a nombrarse a sí mismo es una forma de resistencia a una falsa universalidad y en favor de las minorías, no un obstáculo a la convivencia. Y como lo denuncia Kwame Appiah, la desidentificación tiende a favorecer únicamente a los privilegiados que pueden no ser definidos por una identidad: las mayorías hegemónicas o normativas, porque no necesitan defender su diferencia. Exigir que una minoría e incluso las supuestas víctimas del patriarcado renuncien a su identidad en nombre de una universalidad es, en última instancia, negarle los instrumentos con los que pueden exigir justicia. 3) Las fuentes invocadas, sobre todo por Douglas, son cuatro: A) Zhuangzi, ejemplificando una sabiduría que recomienda “fluir con las cosas” y disolver el yo. Sin embargo, esta lectura incurre en una mistificación descontextualizada, porque en Zhuangzi, la noción de desapego no implica la negación de la singularidad, sino una crítica a la fijación rígida de las categorías en favor de una flexibilidad existencial. Como advierte François Jullien, el pensamiento chino clásico no niega la diferencia, sino que evita su absolutización. El desapego taoísta no significa disolverse en lo indiferenciado, sino armonizar con el devenir, sin perder la conciencia de la ubicación. Zhuangzi no propone abolir el yo político, sino relativizarlo sin negarlo. B) Baruj Spinoza, concebido como un superador de las pasiones identitarias para fundirse con el orden racional del Todo. Pero esta lectura es errónea porque Spinoza no niega la individualidad, sino que la reinterpreta en función de su conatus, es decir, la afirmación de sí mismo o preservación del ser en relación con los otros. No predica la disolución del individuo sino lo transindividual como vínculo intrínseco relacional y moldeador de su identidad y experiencia. Como demuestra Étienne Balibar, la política spinozista presupone individuos afectivos, singulares y en tensión, no entes neutros flotando en un éter metafísico. Además, Spinoza afirma que la vida buena consiste en aumentar la potencia de obrar en colaboración con otros, lo cual exige reconocer y no eliminar las diferencias. C) René Girard es percibido como el fundador de la rivalidad mimética que construye la identidad, causal inevitable de conflictos. Por ello, la única forma de evitar la violencia sería superar la lógica de la identidad. Efectivamente Girard diagnostica la mimetización como fuente de conflicto, pero no propone la disolución del yo como solución. Su propuesta es reconocer los mecanismos de victimización y construir una cultura de la no violencia, renunciando al dispositivo sacrificial mediante los cuales constituimos identidades violentas. Es decir, Girard no propone la indiferenciación o abandonar la identidad, sino una transformación ética del deseo alejado de la imitación ciega y próximo a una mayor autenticidad y responsabilidad. D) David Hume, es considerado como quien propone que el yo es una ilusión, un artificio narrativo sin sustancia, y por ende, cualquier identidad construida sobre este es ontológicamente inconsistente. Pero Hume no niega la existencia del yo, sino su sustancialidad metafísica. Su análisis es epistemológico, señalando que no tenemos una idea clara de un “yo” simple e invariable, pero hay continuidad práctica en la conciencia como unidad funcional que posibilita la memoria, la moral y la imputación de acciones. Dicha continuidad, según Hume, es útil y necesaria para la vida común. Incluso sostiene la necesidad de convenciones sociales y hábitos estables como base de la moralidad. Su crítica al yo no lo lleva a proponer su disolución, sino a reconocer su carácter compuesto y dinámico. Tal como indica Don Garrett, la posición de Hume sobre el yo es mitigadamente constructivista, no nihilista. Conclusión, estas tendencias posthumanistas reproducen errores del postmodernismo ofreciendo escapismos místicos a problemas concretos, con teorías inconsistentes desde lo filosófico, político y hermenéutico, y que paradójicamente caen en un colonialismo simbólico que exige renunciar a las singularidades para ser aceptados. Frente a ello, Emmanuel Lévinas plantea un camino donde la identidad no es un problema sino cuando se vuelve impermeable al otro. No hay que abolirla sino descentrarla, no concibiéndola como mismidad porque conlleva totalización y negación del otro, reduciéndolo a lo que el yo comprende a priori. Tampoco necesita la afirmación del yo, sino su apertura a la alteridad recibiendo al otro sin convertirlo en una proyección de mí. La salida al conflicto no está en eliminar las identidades ni concebirlas como trincheras ni fronteras, sino en vivirlas como una incumbencia. Sólo así, la identidad no será un fin en sí, sino una posición ética, una relación con el otro que no exige mi anulación sino mi responsabilidad. Porque en definitiva no hay política sin sujeto, ni sujeto sin historia, ni historia sin identidad.
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