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» Diario Cordoba
Fecha: 25/06/2025 03:24
Hubo un tiempo -ya remoto como la infancia del mundo- en que la escuela era templo de iniciación, recinto sacro donde el alma infantil era convidada al banquete del logos, a la miel amarga y nutricia de las palabras, a la lenta forja del pensamiento crítico que hacía del hombre criatura consciente de su destino. Hoy, en cambio, la escuela es una fosa con olor a fluorescente, donde se sepulta la memoria colectiva bajo el cascote de metodologías rutilantes que prometen todo salvo lo esencial: enseñar a pensar. Los últimos informes sobre comprensión lectora en España -que algún ministerio festoneará con eufemismos estadísticos- confirman lo que el buen maestro intuía sin necesidad de gráficas: que los alumnos ya no leen; que si leen, no comprenden; y que si comprenden, no saben pensar más allá del eslogan. Se ha sustituido la lectura lenta, meditativa, por la consunción de píldoras de información, como si el alma se alimentara de inputs y no de símbolos. Leer era antes un acto místico: ahora es una simulación técnica, un trámite evaluable. Detrás de esta ruina -más espiritual que académica- se agazapan los ingenieros sociales que han hecho de la educación un laboratorio de deshumanización. Son ellos, los apóstoles del algoritmo, quienes nos han robado el verbo. Nos lo han cambiado por rúbricas y aplicaciones que prometen «personalización del aprendizaje», pero obtienen uniformidad de conciencias. En lugar de enseñar a leer a Virgilio o a Unamuno, enseñan a «buscar fuentes», como si Google fuera el Oráculo de Delfos. Y mientras se arrinconan las humanidades, como si fueran reliquias improductivas, se ensalzan los «saberes competenciales», esa neolengua tecnocrática que convierte al alumno en «usuario» y al maestro en «facilitador». Lo decía Steiner: «La palabra es más que instrumento: es sacramento». Pero ¿cómo hablar de sacramentos en un mundo que ha profanado hasta la gramática? El verbo ha quedado huérfano. Ya no se nos enseña a nombrar el mundo, sino a operarlo como quien manipula una máquina. El lenguaje se empobrece, la sintaxis se desploma, y con ella se viene abajo el pensamiento. Porque quien no sabe construir una frase subordinada, tampoco sabrá comprender el sufrimiento humano, ni el misterio del amor, ni el sentido de la muerte. La decadencia lingüística es preludio de la decadencia moral. ¿Qué puede esperarse de una sociedad donde un adolescente ignora quién fue Sófocles, pero domina los atajos de una hoja de cálculo? ¿Qué futuro le aguarda a un pueblo que desprecia la memoria de los libros por la inmediatez de la pantalla? El progreso nos ha prometido un mundo más eficaz, pero ha sembrado un desierto donde antes florecía el espíritu. Lo decía Juan de Mairena, aquel ‘alter ego’ de Machado: «No hay mejor manera de corromper a un pueblo que educarlo mal». Y lo que hoy se llama educación no es más que el proceso de domesticación de conciencias para que acepten la banalidad y la servidumbre digital como formas de vida. Frente a esta devastación, urge alzar la voz en defensa del verbo, ese don sagrado que nos humaniza. Urge restaurar el prestigio del maestro, devolver al aula su dignidad de atrio, y a la palabra su poder de revelación. Porque cuando el verbo muere, lo que muere no es solo la lengua: es la posibilidad misma del alma. *Mediador y escritor
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