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    » Diario Cordoba

    Fecha: 23/06/2025 06:48

    La ciudad de Corduba, que había sido fundada varios milenios antes de que Roma llamara a sus puertas y reinaba en el valle medio del río desde al menos época tartésica, desempeñaría un rol capitalino durante más de diez siglos, primero al frente de la Bética, luego del Emirato y finalmente del Califato islámico. De ahí que su extensión llegara incluso a superar la actual y que guarde en su vientre vestigios arqueológicos de primer orden. ¿De qué nos sorprendemos, por tanto, cuando cada vez que se acomete una obra de cierto calado la arqueología hace acto de presencia?; para muchos, como enemiga del progreso; para otros, como recurso patrimonial de primer orden. Llevamos con este debate 40 años y seguimos sin entenderlo ni saber cómo abordarlo. No podemos desgarrarnos las vestiduras cada vez que se produce un hallazgo de importancia en la ciudad, entre otras razones porque importantes son todos, por más que pasen desapercibidos y se destruyan a diario entre la indiferencia general. Hemos de estar prevenidos y contar con herramientas que permitan simplificar las actuaciones, decidiendo rápidamente lo mejor para los restos y los intereses de la ciudadanía. Hablo, simple y llanamente, de planificación, consenso, rentabilización de recursos. Bajo el paraguas de la legislación autonómica, la ciudad cuenta con una normativa municipal muy avanzada que se recoge en su Carta Arqueológica de Riesgo. Ésta contempla una zonificación del área urbana en función de su nivel de riesgo y la creación de áreas de reserva en las que no se puede excavar a fin de que podamos preservar algo del yacimiento para el futuro. Sin embargo, a pesar de la acertada vinculación entre la normativa municipal y la autonómica, cada vez que nos vemos en una de éstas volvemos, incomprensiblemente, a colapsar. Primero, la ciudad debería contar con un servicio municipal de arqueólogos de oficio destinados a resolver problemas, garantizar el rigor en las intervenciones y evitar cargas innecesarias al ciudadano, que al final es quien paga siempre los platos rotos. Segundo, antes de iniciar cualquier intervención deberían estar contempladas todas las opciones, para actuar de manera inmediata sin que se nos abran las carnes. Tercero, es lógico que no siempre se puedan conservar los restos (el futuro no se puede subordinar al pasado), pero caben términos medios, y el efecto sótano o el despilfarro de recursos que supone integrarlos en lugares a los que nunca nadie podrá acceder, no parece la mejor solución. Cuarto, quienes pierdan suelo como consecuencia de los trabajos arqueológicos deberían ser compensados con exenciones fiscales, plazas de garaje en parkings municipales o cualquier otro tipo de beneficio. Quinto, cuando determinados restos deban ser destruidos, liberando así suelo, el promotor habría de aportar un canon a un fondo común, gestionado por un organismo único y destinado a estudiar arqueológicamente algunas zonas previamente elegidas, de forma que cada euro invertido genere empleo y añada tejido patrimonial. Y sexto, administradores y técnicos tenemos la obligación ineludible de no proyectar en el ciudadano la imagen de la arqueología como un problema, porque bien gestionada deja de serlo. Somos responsables de propiciar la convivencia entre pasado, presente y futuro, y esto no se consigue improvisando una solución diferente cada vez, entre la alarma, las contradicciones y las prisas, sino ateniéndonos a un plan consuetudinario bien diseñado que incluya todas las posibilidades y nos sirva en cada caso de referencia. *Catedrático de Arqueología de la UCO Suscríbete para seguir leyendo

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