23/06/2025 09:16
23/06/2025 09:15
23/06/2025 09:15
23/06/2025 09:12
23/06/2025 09:12
23/06/2025 09:12
23/06/2025 09:12
23/06/2025 09:12
23/06/2025 09:12
23/06/2025 09:12
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 23/06/2025 04:40
El Hospital Garrahan fue fundado en 1987, pero fue imaginado casi veinte años antes de eso. Desde que era solo una idea perseguía el objetivo de transformarse en un centro pediátrico de alta complejidad, que brindara una atención integral y de calidad a todos los que la necesitaran (Maximiliano Luna) —¿Vas al Garrahan? Yo soy licenciada en Alimentación Neonatal y siempre trabajé con prematuritos de 400 gramos. Era encargada del lactario de neonatología en la Maternidad Sardá y en el Hospital Fernández, así que todo el tiempo estaba en contacto con el Garrahan por las derivaciones de casos complejos que van para ahí. Alice, la conductora del auto —una mujer en sus sesentis, quizás primeros setentis— mira por el espejo retrovisor y asoma unos ojos oscuros y pintados sobre un barbijo. Desde el asiento de atrás se ve una camisola larga verde seco. Media cara cubierta por el tapabocas. Pelo corto, rojizo y crespo. Los gestos se advierten con claridad. Su historia es simple: trabajó siempre en salud, con recién nacidos, en sitios que son referencia, con profesionales que reconoce como “eminencias a nivel mundial”, algo que amó y eligió cada día —”con sus glorias y sus derrotas”—. Está jubilada. No le alcanza. Tiene nietas a las que quiere disfrutar: las lleva al colegio, las busca, las lleva a pasear. Y quería un trabajo sin ataduras horarias. Ahora, cuando lo decide, se sube a su auto y sale a conducir: lleva y trae personas de un sitio a otro en las aplicaciones. —El Garrahan es lo mejor que puede haber en el país. Un lugar con excelentes profesionales. Hay que cuidarlo muchísimo porque, aparte, todos los que trabajamos en salud, en general, es porque tenemos una fuerte vocación y de eso se abusan. La salud es algo muy delicado, de lo que todos dependemos. Como en la pandemia. Estaba el aplauso, pero del aplauso no vive nadie. Muchas veces las notas comienzan antes de llegar al lugar de los hechos. Por día ingresan al Garrahan alrededor de 400 pacientes nuevos (sin contar los que entran a la guardia en carácter de urgencia). Entre los que llegan por primera vez y los que ya son pacientes en tratamiento, circulan a diario cerca de 10.000 (Maximiliano Luna) *** Es 13 de junio. Viernes 13. Pero nadie detrás de la puerta le adjudicará nada a la suerte. El cielo se funde con el cemento, con el cartel gris —quizás supo ser blanco— que indica la entrada de personal: “Hospital Garrahan” en imprentas macizas. Afuera, algunas personas conversan, toman un descanso, hablan sobre un paciente, fuman. Hacen frente a la mañana invernal. El equipo de Infobae sigue las indicaciones: se anuncia ante el personal de seguridad —damos identificaciones—, y espera a las personas de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) que, a su vez, los esperan. Discreción. La cualidad que se necesita para recorrer el hospital sin despertar suspicacias ni generar más conflictos en el contexto álgido de la lucha salarial. Casi en puntas de pie. Así nos desplazamos por los pasillos guiados por Verónica, que tiene 43 años y la firmeza de quien sabe que tiene el derecho de piso ganado a fuerza de trabajo: —lo tiene— es empleada administrativa del Garrahan hace una década y media. —Empecé trabajando en Emergencias, que funciona las 24 horas, los 365 días del año. Y después de pasar por algunos lugares terminé en el sector de Orientación médica, que es donde se deriva a los pacientes a las diferentes especialidades cuando ingresan por primera vez —dice. El sonido ambiente son conversaciones de enfermeros, médicos que se saludan, complicidades varias. Las ruedas de las camillas que trasladan pacientes, el eco de una ambulancia lejana que deja una estela sonora en el aire, la estridencia de un timbre que recuerda a un teléfono de línea de los noventa. Y el olor universal, inconfundible —igual en todos: públicos y privados, sencillos y lujosos— a puré de calabaza, a comida de hospital. Por el puesto de trabajo en el que se desarrolla, Verónica ve a muchos de los pacientes que ingresan. Dice que, por día, solo por el área de Orientación médica —“que son los que entran ambulatorios, no las urgencias porque en esos casos van directamente a la guardia”— pasan un promedio de 400 pacientes. —Esos 400 son los que entran por primera vez al hospital. Después la circulación es muchísimo más alta, no te sé decir el número exacto pero, si entran 400 nuevos, unos 10.000 pacientes circulan a diario. Las familias de los niños y niñas que llegan a atenderse desde todas las provincias argentinas, principalmente las de quienes tienen un cuadro complejo —en el Garrahan se encuentran los niños con las afecciones más graves del país—, llegan golpeadas, vulnerables “por una cuestión socioeconómica o por el problema de salud que afrontan”, dice Verónica. Llegan, también, esperanzadas. —Nosotros atendemos el 40% de los pacientes oncológicos del país. Tengan obra social o no. Hay muchos pacientes con obra social que se atienden acá. Después tenemos muchos pacientes neurológicos, el servicio de neurología siempre fue muy innovador. De hecho, hace unos años, sacaron el programa de tratamientos con cannabis para la epilepsia y los profesionales que trabajan en eso siempre tienen reconocimientos a nivel mundial. También hay pacientes con enfermedades poco frecuentes que no son recibidos en otros lugares, son derivados, atendidos y estudiados acá. Porque este hospital invierte mucho en investigación y docencia, entonces siempre está innovando en tratamientos. Como no lo hace con un fin de lucro, tiene una libertad —o tuvo una libertad— para investigar, para intentar dar respuestas a los pacientes y a las familias que llegan con la esperanza de que las van a conseguir acá. En general asumen que la respuesta que buscan está acá. En medio de la conversación, mientras avanzamos por el pasillo, irrumpe una camilla: un niño, pelado por los tratamientos, con una máscara de oxígeno, tapado con una manta violeta. Un niño que se queda atravesado en las palabras. En todo el recorrido por el Garrahan. En todo este texto. —Esto pasa todo el tiempo. Como todos los hospitales el Garrahan es laberíntico. Pero no es blanco. Está dividido en rampas de colores según los servicios. Es rojo. Es violeta. Es verde. Es azul. Son vinilos con animalitos en las paredes. Es dibujos. Es arte. (Foto: Maximiliano Luna) *** “Mi nombre es Patricia. Estamos acá porque necesitaba que me lo vea un neurocirujano, porque le salieron unos quistes en el cerebro y no conseguía en ningún lado que lo atendieran. Y la verdad acá me atendieron de diez —dice con ojos tristes, mirada cansada, el pelo en una cola revuelta, como el de las madres que batallan tapando más agujeros que lo que les permite el cuerpo. Dice y se le rompe la voz. Junto a ella su hijo de 12 años mira al piso—. Me atendieron en el momento. Me vio la médica orientadora, me mandó a neurocirugía, y ahora le van a hacer un fondo de ojo. La atención es excelente. Estoy muy agradecida con el Garrahan. Si no fuera que está este hospital acá no sé qué haríamos. Los que no tenemos obra social no tenemos adónde llevar los chicos —la voz, un hilo—. Tiene que seguir la atención acá porque sino los que no tenemos plata no tenemos dónde llevarlos”. *** —El Hospital Garrahan es, para mí, un espacio único en Argentina. Fue concebido con una visión integradora y funciona como una institución de alta complejidad que logra dar respuesta a casos que no encuentran solución en otros niveles del sistema. Trabajamos en red con hospitales de todo el país y eso amplifica nuestro impacto. Además de ser un hospital de referencia en atención, el Garrahan cumple un rol estratégico en la formación de profesionales. Actualmente, tenemos alrededor de 800 personas en formación, entre residentes y becarios. A eso se suman más de 1.200 rotantes, pasantes y visitantes observadores por año. La mayor parte de ellos se forman acá y luego fortalecen otros equipos de salud en todo el país. Considero esta tarea esencial porque el trabajo colaborativo y multidisciplinario es una de las claves del éxito del Garrahan. Hernán Rowensztein es médico pediatra y hoy es el coordinador del área de Docencia del hospital. Ingresó al Garrahan en 1998, como residente de primer año de Pediatría, y nunca se fue. Imprime el orgullo de pertenencia en cada palabra. En esta institución se especializó, se subespecializó en Medicina Interna Pediátrica y, luego, se formó en docencia e investigación. Lleva más de diez años capacitando técnicos y profesionales de diferentes disciplinas. Supo que quería ser pediatra desde que era un estudiante de Medicina y miraba al Garrahan “como un centro de referencia”. —Desde que decidí ser pediatra, el Garrahan fue un objetivo claro. Muchos profesionales que admiraba —entre ellos mi padre, también pediatra— me lo recomendaban como el mejor lugar para formarse, y no se equivocaban. Cuando ingresé como residente encontré un entorno de excelencia con un enfoque integral e interdisciplinario que marcó mi manera de entender la medicina. Era [en esos años] un hospital joven, pero con un enorme potencial. Hoy es un pilar indiscutido de la salud pediátrica en la Argentina. El Hospital Garrahan fue fundado en 1987. Pero fue imaginado casi veinte años antes de eso. “Ya en 1969, un grupo destacado de médicos pediatras del Hospital de Niños Dr. Ricardo Gutiérrez elaboró un programa médico para un nuevo modelo de establecimiento pediátrico”, se lee en su sitio web, donde se cuenta su historia. La propuesta llegó desde la Secretaría de Salud Pública de la ciudad de Buenos Aires a la Nación. Fue aceptada: hubo llamado a concurso nacional para diseñarlo en la década del 70. En un comienzo el edificio planeaba ubicarse en la zona de Parque Saavedra, pero a finales de 1973 el Ministerio de Bienestar Social decidió cambiar el lugar por el que terminó siendo su sitio definitivo, donde se alza en la actualidad: la manzana integrada por las calles Combate de los Pozos, Pichincha, Avenida Brasil y 15 de Noviembre. Desde que era solo una idea ya perseguía el objetivo de “brindar atención médica integral y de la mejor calidad disponible a la población infantil”, “de la mayor complejidad en la rama básica de la pediatría y en sus respectivas especialidades”, “y actuar como hospital de referencia del sistema de atención médica pediátrica, principalmente en el área metropolitana, teniendo en cuenta su proyección en el ámbito nacional”. Es decir: desde los papeles el Garrahan se perfilaba como las palabras mayores en la atención de la salud de los niños y las niñas del país. Un sitio que brindaría el mejor servicio posible a quienes lo necesitaran “asegurando a toda la población una accesibilidad igualitaria”, establecía el proyecto. Que recibiría los casos más desafiantes de la Argentina y estaría abocado a cuidar de quienes ingresaran en cada procedimiento, en cada instancia de su internación. “La estructura de los servicios del hospital debe satisfacer las necesidades médicas y de enfermería de los pacientes en cada etapa de su enfermedad”, se lee en los bosquejos iniciales. “Como resultado de esto, se constituyeron equipos de trabajo para realizar tareas asistenciales en todas las áreas”, dice su página web, lo dirán también médicos, enfermeros y empleados administrativos. También lo planeaban como un centro en el que se desarrollaría un área de docencia e investigación “acorde con su nivel de complejidad” para multiplicar el conocimiento de sus profesionales. Check, check y check para el Garrahan. "El trabajo colaborativo y multidisciplinario es una de las claves del éxito del Garrahan", dice Hernán Rowensztein, pediatra y coordinador del área de Docencia del hospital (Maximiliano Luna) *** “Me llamo Angie. Estamos esperando que la atiendan para oftalmología —dice una madre joven, de piel castaña y voz tímida, menuda como un pájaro conurbano. A su lado, su hija de tres años mira con dos ojos pero ve solo con uno, el derecho; el izquierdo es una laguna blancuzca, una mancha lechosa, tornasolada—. Tiene un glaucoma de nacimiento y por ahora le están haciendo control cada tres meses para ver cómo va evolucionando porque hay veces que tiene como presión su ojo y le molesta, pero a veces sube, a veces baja —explica mientras la pequeña se levanta, se sienta, gime, demanda “mami mami mami” y le reclama toda su atención—. Desde que nació la traje acá y hasta ahora me la han atendido bien. Estaba con medicamentos y ahora igual sigue y es muy, muy bien, para mí la atención es muy bien”. *** En la sala de espera de Emergencias el tiempo se detiene. En todo el hospital el mundo se detiene un poco. —Los pacientes que vienen más graves entran por acá —explica Verónica, que hace de guía y de nexo con los trabajadores del hospital—. O sea: son pacientes nuestros que vienen con fiebre o pacientes nuevos que vienen directamente a shock room por algún accidente o lo que sea. Shock room. Lo dice con la naturalidad de quien explica un trabajo que realiza hace muchos años, sin tono grave ni dramatismo, pero está hablando de la sala de reanimación, ese lugar al que llegan los niños y niñas en real peligro. Ese lugar donde todos contienen el aliento y se ponen en sus posiciones enfrentándose al estrés más grande que atraviesan en el día: sacarlos de un paro cardíaco, intentar devolverles, muchas veces, sus señales de vida. La sala de estar de los enfermeros de Emergencias es un rectángulo pequeño de pisos rojo oscuro, como todo el edificio. Tiene dos mesas unidas, algunas sillas de caño, un sillón viejo de dos cuerpos, de cuerina bordó, con un cartel que pide “No llevar”. En las mesas: termos, edulcorante, un librito para pintar de Paw Patrol; más allá unos crayones, dos motos de juguete. Su dueño es, probablemente, el niño de cinco años que se esconde en un locker y sale cuando entramos para asustarnos. Se llama Enzo y es el hijo de Miguel, uno de los enfermeros. También hay un globo inflado, que resiste al tiempo, pegado en la pared. —Yo trabajé en otras instituciones, en otros hospitales y clínicas, y trabajar acá me requirió hacer cursos de capacitación, especializarme, seguir estudiando, porque el paciente que se presenta en este hospital no es cualquier paciente, son pacientes que tienen enfermedades complejas y requieren también de cuidados complejos. No cualquier persona que recién comienza está capacitada, y de eso se da cuenta tanto el enfermero como la institución. La institución, cuando toma gente nueva, la prepara, le hace hacer cursos, adentro y afuera, para atender el tipo de paciente que tenemos con la calidad adecuada. Es un hospital que no es para cualquiera —dice Miguel, que tiene 44 años y trabaja en el Garrahan desde 2012. En la sala también están Sandra (56) —que trabaja en el Garrahan desde 1998— y Mari Cruz (57) —que lo hace desde 1992—. Los tres son enfermeros de Emergencias. En cada guardia hay 14. Cumplen turnos de siete horas, de día y de noche, y, noche por medio, les tocan diez. También está lo que llaman “turno franquero” (los que se realizan fines de semanas y feriados), en los que se divide al equipo en dos y hacen 12 horas cada grupo. Cuentan que, para esos días, los horarios se están reorganizando: tomaron más enfermeros para que se respete el tiempo de descanso que deben tener entre una guardia y otra porque venían trabajando 14 horas seguidas y no llegaban a descansar lo suficiente —lo que corresponde, lo establecido: 12 horas mínimo— antes de volver. Todos los días, desde hace más de diez, de veinte, e incluso hace casi treinta años, Miguel, Sandra y Mari Cruz salen de sus casas y llegan al hospital sabiendo que, probablemente, van a enfrentar situaciones límite, van a estar bajo presión. Sandra y Mari Cruz coinciden en que, con el tiempo, ese estrés que atraviesan y las atraviesa hace nido en el pecho y se transforma en enfermedad: los enfermeros se enferman. —Todos los días te enfrentás a situaciones muy estresantes. Sobre todo acá, en la emergencia, porque a veces estamos sentados y, ¿ves esa alarma?, esa alarma suena cuando un chico entra en paro. Puede ser un politraumatismo que viene de la vía pública, diferentes situaciones. Es como un cuartel de bomberos, no sabés con qué urgencia te vas a encontrar —cuenta Sandra y sigue—. Pero en ese momento no tomás conciencia de lo que estás haciendo. Cuando, por ejemplo, están reanimando a un paciente y a vos te toca ocuparte de las drogas, de la adrenalina, o de colocar una vía, es vital porque nosotros, por ejemplo, colocamos una vía intraósea, que es rapidísima, para sacar a ese chico del paro. Y en ese momento lo único que pensás es en salvarle la vida. No pensás en otra cosa. Diabetes, hipertensión, ataques de pánico, fibromialgia, enfermedades autoinmunes. Con los años, dicen, todos los enfermeros y enfermeras se descubren alguna patología a causa de la presión que experimentan a diario. —Es inevitable estar enferma acá. Porque yo decía: “¿Dónde se va este estrés?”. No se va a ningún lado. Te queda en el cuerpo y, cuando ya sos un poco más grande, te empezás a enfermar, más allá de que es lo que no nosotros elegimos, lo que nos gusta —dice Sandra. —Con los años nos acostumbramos y no nos damos cuenta del nivel de exigencia que nos pide el ritmo del hospital, lo tomamos como algo habitual. Lo que sí, no nos sentimos acompañados con la retribución que tenemos todos los meses —adhiere Miguel. Los enfermeros de Emergencias atraviesan a diario situaciones límite: en una jornada habitual les puede tocar cuidar de pacientes internados o correr a la sala de reanimación para compensar a un paciente con un paro cardíaco (Maximiliano Luna) Dicen que siempre fue así. Al margen del contexto actual. Del conflicto actual. El salario de los trabajadores de la salud pública, color político que tocara, nunca estuvo a la altura. No llegar a fin de mes; tener pluriempleo; salir de una guardia de 12 horas y correr a otro trabajo; despedir a compañeros queridos que se van a otros sitios, a otros países; el temor de quedarse sin trabajo; la incertidumbre sobre el futuro del hospital; el derecho a reclamar por sus derechos. De todo eso necesitan hablar. Y de cómo impacta la situación generalizada en los pacientes y sus familias, que muchas veces no pueden solventar los tratamientos, aunque consistan en dar o restringir ciertos alimentos a los niños. —Hay patologías que van a requerir un tipo de alimentación, un tipo de dieta. Y las familias no las pueden dar. Por ejemplo, un niño diabético que no tiene la forma de hacer un tratamiento, que sería cuidarse con la comida. Ya no pensemos en los medicamentos. Nosotros miramos a ese chico y decimos: “Va a terminar todas las veces internado”. Y es así. Antes cumplían un tratamiento y no lo veías en la emergencia si no en otras salas, haciendo los controles. Ahora nos miramos. Nosotros también tenemos hijos, nosotros también nos estamos enfermando —sentencia Mari Cruz. En un día normal de trabajo, a los enfermeros y enfermeras de Emergencias les puede tocar cuidar y administrar medicación a un paciente internado o correr a asistir a los que llegan a la guardia con cuadros graves, o al shock room. —Acá atendemos a muchos pacientes con cáncer y al estar inmunosuprimidos [N de la R. cuando el sistema inmunológico está debilitado y le cuesta combatir infecciones y enfermedades] vienen con shock por infección. Esto pasa muy seguido porque el cuidado de higiene en la casa muchas veces no puede ser tan riguroso por falta de dinero y de otros recursos. Así que estamos teniendo muchos pacientes que vienen por infecciones a la guardia y la primera atención la hacemos nosotros —explica Miguel. —En este lugar, igual que en el resto de las internaciones, ven mucho lo que es el deterioro en la calidad de vida de los pacientes —suma Verónica— porque si no tienen las condiciones para vivir, no es que no las tiene el paciente, no las tiene la familia. Quizás en todo su barrio no haya condiciones de asepsia para sostener, por ejemplo, un tratamiento en quienes están inmunosuprimidos. Verónica explica que cuando necesitan asegurar un determinado nivel de higiene en los pacientes antes de una cirugía los envían a pasar la noche anterior o los momentos previos a Casa Garrahan, un complejo de 43 habitaciones, abierto desde 1997, que nació con el objetivo de hospedar a quienes viajaban desde las provincias para realizarse tratamientos ambulatorios o estaban a la espera de diagnósticos que no requerían internación. Fue pensado como un lugar donde los niños, niñas y adolescentes, lejos de sus casas, pudieran quedarse con su madre, padre o adulto responsable. “Pero se desbordó”, dice, “esa situación ya no existe más”. —Desde hace algunos años comenzó a usarse la Casa Garrahan para que los pacientes duerman antes de las cirugías porque si no, no tenían las condiciones para entrar al quirófano: porque tenían que bañarse, necesitaban agua caliente y por ahí no tenían algo tan elemental como un baño apto. Este es un hospital que atiende todas esas cosas, que brinda una atención integral. Tenemos un servicio social enorme que se encarga de seguir las distintas necesidades que tiene la familia, por ejemplo, si un paciente llega y no tiene las condiciones habitacionales o si tiene algún problema de índole psicológico, se abordan en conjunto todos los aspectos que hacen a la salud de ese paciente, lo social, lo ambiental, no solamente lo clínico. Pero este año se cerró la residencia de servicio social, con lo cual no va a haber nuevas personas que se formen en esa área —cuenta Verónica. “Es todo lo que se ve acá”, dice. En el Garrahan no se reciben solo pacientes, no se evalúan solo enfermedades y patologías, sino todas las situaciones que atraviesa la familia que cruza la puerta. Las madres y padres con hambre que se turnan en el hospital para comer un día cada uno; los chicos y chicas que necesitan ropa, para los que las enfermeras y enfermeros hacen colectas en sus barrios, con sus conocidos, y arman una cajita para tener disponible “porque a veces vienen con lo puesto” —dice Sandra—; a los que les buscan juguetes para ayudarlos a pasar el tiempo de internación de la mejor manera posible. Vocación le llaman. —Todo el mundo habla de las eminencias. Para que haya una eminencia tiene que existir una estructura base y nosotros somos esa estructura base —señala Mari Cruz—. Felicitamos al señor que hace el trasplante pero todos tenemos que construir para que el señor esté ahí arriba. Todo un equipo. Nosotros sabemos que es una cadena. El famoso reloj suizo es verdad. Hoy tomé la guardia, pero mi compañera que estuvo antes me tiene que contar tantas cosas. La señora de limpieza tenía que venir a hacer tantas cosas. En la mañana me levanto y digo: “Bueno, que hoy esté bien, que no tenga que andar buscando ropa para los pacientes, que a nadie le falte”. Y recién entraron y dijeron que se necesita ropa para una nena de 8 años. Un papá me dijo: “Yo no me pude ir anoche —estaban la mamá y el papá acá—. Hacía mucho frío para quedarme afuera”. Cuando termina el turno nosotros pasamos una tarjeta y nos vamos pero eso te queda. —A todos nos gusta, porque si no te gustara la labor que hacemos acá, en la guardia, no podrías bancarte el trabajo —asegura Sandra—. A veces te vas bien, a veces te vas con un sabor amargo cuando, por ejemplo, tuviste algún paciente grave o tuviste mucho trabajo para que un chico se compense o cuando un paciente no sale del paro cardiorrespiratorio, lo ves tan chiquitito y te angustia que no lo pudiste salvar. O lo que me pasó la semana pasada, cuando la madre de dos hermanos que estaban internados y les dieron el alta a las 11 de la mañana me preguntó a qué hora venía la comida y si se podían quedar a comer. Esas cosas, ¿viste? El Garrahan cuenta con un área de servicio social que intenta dar respuesta a todas las necesidades del paciente y de la familia que ingresa. No evalúa solo enfermedades y patologías, sino que atiende las distintas situaciones que hacen a la salud integral de los que llegan (Maximiliano Luna) *** “Mi nombre es Jaline. Vinimos a ver a un cirujano plástico. Luz sufre de una discapacidad, tiene parálisis braquial obstétrica, más conocida como PBO, es una parálisis en el miembro superior del lado derecho, fue mala praxis en el parto. Cuando tenía seis meses la operaron y hoy, con 12 años, la traemos porque en ese momento era muy bebé y en la cirugía le hicieron una costura debajo de la axila que hoy en día le impide hacer ciertos movimientos en kinesiología. El cirujano que la operó en su momento era del Hospital de Clínicas, pero llegamos a él porque nos derivaron de acá, del Garrahan. Ahora estamos viendo que quizás necesite otra cirugía, quizás con un profesional de traumatología. El tema es que hoy en día el Garrahan no cuenta con traumatólogo del miembro superior. En su momento hubo especialistas en esto y que hoy no haya, no contar con ese especialista que nos está haciendo falta, es fuerte porque vienen muchas familias a atenderse a este hospital”. *** Como todos los hospitales el Garrahan es laberíntico. Pero no es blanco. Está dividido en rampas de colores según los servicios. Es rojo. Es violeta. Es verde. Es azul. Son médicos con ambos de tonos vistosos. Es su niño insignia en caricaturas sagaces y graciosas que indican cada especialidad. Son vinilos con animalitos en las paredes. Dibujos. Arte. Para llegar a la sala de estar del equipo de hemoterapia —que se encarga de las transfusiones y la utilización de la sangre y sus componentes— pasamos por la sala de espera donde las familias aguardan que sus niños o adolescentes salgan del quirófano. Algunas madres, algunos padres, tienen la cara fruncida en gestos de angustia. Con la vista hacia la nada, desde sillas despintadas, miran hacia adentro. Quizás ruegan. Quizás combaten ansiedades o miedos. De fondo siempre hay algún llanto de bebé. Más o menos estridente. Más o menos sostenido. El espacio de Hemoterapia es, como el de los enfermeros de Emergencias, otro rectángulo pequeño con una mesa, dos mates, un termo, un recipiente con cubiertos de plástico y, de fondo, una cartelera de corcho con los avisos —uno que exhorta: “Denunciá la violencia laboral”, otro que pide: “No al cierre de la residencia de trabajo social”— y un mural de ocurrencias y frases célebres (códigos internos) que anotan las personas que trabajan ahí desde hace al menos dos décadas. Ahí están Irene —técnica en hemoterapia, 39 años, en el Garrahan desde el 2011—, Lula —técnica en hemoterapia, 41 años, en el Garrahan desde el 2014— y Eugenia —becaria del sector de inmunohematología, 30 años, en el Garrahan desde septiembre de 2024—. Las tres soñaban con estar donde están. Salvo Eugenia, a quien la satisfacción de haber entrado y el deseo de continuar se le escapa, incontenible, como un chorro de luz por una sonrisa que no apaga, Irene y Lula —como la mayoría de los profesionales que hablaron con Infobae— llevan más de una década en el hospital. Todas quieren —desean— quedarse ahí. —Empecé a trabajar en el hospital como estudiante, a los 25 —recuerda Irene—, van a ser 15 años. Siempre quise venir acá. Después tuve una beca, y hará diez años que estoy en planta, más o menos, después de haber pasado por la facultad, la universidad pública. Yo valoro mucho eso, que sea un hospital público, porque somos parte de algo más grande que es la salud pública. Y trato de hacerme responsable de eso. En este servicio hacemos transfusiones de sangre (eso es lo sencillo), pero para que eso ocurra hacemos un montón de otras cosas. Yo trabajo en quirófano, asisto a las cirugías, al equipo, pero mis compañeras asisten a todos los pacientes del hospital: internados, ambulatorios, tomamos muestras en el consultorio, ponemos vías, hacemos estudios especiales, procedimientos para tratamientos. —Con la particularidad de que los pacientes son niños y niñas. —A mí, en lo personal, lo que me gusta es trabajar con los chicos. Es divertido, no deja de ser triste a veces y conmovedor, pero creo que una se hace un poco fuerte y quiere hacer este trabajo porque sabe que lo va a hacer de la mejor manera posible. Por ponerte un ejemplo, cuando vamos a tomar una muestra, que implica pincharlos, voy segura porque así los voy a hacer sufrir lo menos posible, y está bueno también todo lo que se genera alrededor. Porque a veces vienen un poco enojados o tristes entonces charlamos, jugamos, los convencemos. Lo que más me gusta de los chicos es que cuando se van lo hacen con una sonrisa, saludando y sin rencor —dice Irene y el final de la frase se le rompe en la garganta—. Eso es fantástico. Pero también pasamos momentos difíciles. Como ella asiste en el quirófano, no es extraño que de repente irrumpa una situación de vida o muerte en la que tenga que actuar rápido. —Empezás a ir y venir. Por suerte están las chicas acá que ya me conocen: me ven la cara, me ven la forma de caminar y se ponen todas a disposición. Ahí es todo el equipo para resolver esa situación en el momento. Porque tiene que ser rápido, no hay mucho margen de tiempo para actuar. El Garrahan se destaca también por su área de Docencia e investigación. Miles de profesionales se capacitan en el hospital, algunos se quedan y otros regresan a sus provincias para expandir y multiplicar el conocimiento (Maximiliano Luna) Eugenia es bioquímica. Quería hacer la residencia en el Garrahan y no pudo; pero gracias a una beca, desde el año pasado logró estar donde siempre quiso. Donde espera quedarse. —A mí hay algo que me encanta: salir por el pasillo, mirar a los ojos, sonreír y decir: “¡Buenos días!, ¿cómo están?”, con toda la buena onda porque a la gente se le ve en los ojos la tristeza. Es entrar al hospital y ver otras realidades fuertes, duras. Yo en la beca hago los estudios inmunohematológicos, son todas las reacciones de antígenos, anticuerpos, también hago los seguimientos de trasplante de médula ósea, de órganos sólidos y un montón de cosas más que estoy aprendiendo. Estoy orgullosa de formar parte de este grupo, de este sector, que es el servicio de medicina transfusional: te lleva a crecer personalmente, profesionalmente. Como Irene, Lula entró al Garrahan hace más de una década. Como Eugenia, ingresó con una beca y después pudo concursar el cargo. En sus jornadas puede rotar por quirófano, por la sala de hemoterapia, por el hospital de día, por el consultorio, por la sala de recuperación. Y también hace dos guardias a la semana. —Siempre dije que, en lo que uno hace, el mejor lugar en el que podía estar era este. Yo trabajé antes en otro lado y en un principio decía: “Tal vez me resulta complicado trabajar con chicos”, me generaba dudas. Y después me di cuenta de que era lo mejor que me podía pasar. No hay mejor lugar, no solo en lo que tiene que ver con recursos, sino en cuanto a lo que se puede aprender, porque acá se tratan patologías complejas que por ahí en un libro ves que tienen una incidencia de uno cada cien mil casos y tal vez acá ves dos por mes. Eso es una motivación porque uno se tiene que poner a leer, a informarse con respecto a las cosas que ve y resulta superinteresante y supernutritivo a la hora de generar el conocimiento y de brindar las mejores herramientas para que los chicos puedan estar lo mejor posible. Uno hace lo que puede, se capacita y trata de que toda esa formación llegue a donde tiene que llegar, que en definitiva son los chicos. Terminé acá y no me quiero ir. Me imagino jubilándome acá, si todo sale bien. —¿Cómo describirían un día de trabajo en el Garrahan? —Intenso. —Arduo. —Agotador. Los trabajadores de los diferentes equipos del Garrahan sienten orgullo de desempeñarse en este hospital. Soñaban con llegar acá y aseguran que, en salud pediátrica, "no hay mejor lugar" (Maximiliano Luna) *** “Me llamo Johanny, soy de Venezuela y vivo en Argentina desde el 2018. A ella le están haciendo control desde el año pasado porque tuvo una neutropenia post COVID: neutropenia es que se le bajan los neutrófilos, que vienen siendo un grupo de los glóbulos blancos, y pues cada tres o cuatro meses le hacen un chequeo para verificar que todo esté bien, porque en algún momento pensaron que como no estaba funcionando la médula podía ser una leucemia, pero se dieron cuenta de que no era eso, pues —'ella’ es su hija de dos años. Antes los controles eran cada mes hasta que empezó a mejorar—. Para mí, que vengo de Venezuela, esto es un paraíso. De verdad, estoy muy agradecida. Tanto del hospital como del país —dice y su voz se parte—. Espero que siga funcionando como está funcionando porque para nosotros, que no tenemos muchos recursos, el hospital es muy importante, siento que es indispensable, más que todo porque cuida la salud de los niños”. *** —Para todos los que estudiamos pediatría y nos gusta la alta complejidad, llegar al Garrahan es llegar al lugar más deseado. En mi vida lo vi siempre como un imposible. Hice Medicina en la UBA, me recibí, hice pediatría en el Hospital Posadas, y el Garrahan era algo inalcanzable. Logré entrar a la beca de perfeccionamiento de internista pediátrico, me recibí y, después de eso, juntando currículum y haciendo publicaciones y cursos, me presenté a concurso en el año 2010 donde quedé como médico de planta y ya desde hace dos años estoy como jefe de clínica de un área de internación. Pablo Puccar repasa su recorrido como si todavía le costara creer que está ahí, que llegó. “Quedar en el Garrahan fue lo mejor que me pasó”, dice. Su trabajo, actualmente, consiste en “ayudar a los médicos de planta”. Tiene un equipo a cargo al que guía en los diagnósticos complejos y tratamientos, los asiste, hace interconsultas con especialistas, transmite su conocimiento y experiencia. Dice que los días son variados; que es habitual que cada semana haya momentos arduos en los que tiene que encarar conversaciones con los padres de los pacientes para explicarles los diagnósticos crudos de enfermedades difíciles, muchas veces con tratamientos extensos, desafiantes, y otras incurables. —Es lo más duro que me toca: sentarme con ellos y contarles de qué se trata la enfermedad de sus hijos, responder sus preguntas. Entro casi todos los días a todas las habitaciones, aunque sea cinco minutos, a charlar con los padres; al que quiera más trato de dedicarle todo el tiempo del mundo sabiendo que tiene a su hijo internado con alguna enfermedad compleja y que es un momento muy difícil; trato de acompañarlos y brindarles seguridad, transmitirles que su hijo, en ese momento, es lo más importante que tenemos. Que cada niño y cada padre sienta que su hijo es único y que es lo más importante que nosotros tenemos en el día. Para lograr eso, para que las familias realmente sientan que el médico está dedicado a la salud de su hijo o hija, Pablo siempre se detiene y se sienta en la cama del paciente. —Por más que esté recontra apurado porque no terminamos nunca, por más que estemos corriendo todo el día y comamos un sandwichito de parado, en ese momento el papá tiene que sentir que no hay ningún apuro, que es lo más importante que tengo. Para un papá que está esperando que revisemos a su hijo, que le devolvamos una información, eso es lo más importante y para nosotros también debe serlo; y lo que debemos transmitir es eso. Habitualmente armo un vínculo muy lindo con las familias. "Entro casi todos los días a todas las habitaciones, aunque sea cinco minutos, a charlar con los padres (...). Trato de acompañarlos y brindarles seguridad, transmitirles que su hijo, en ese momento, es lo más importante que tenemos", dice Pablo Puccar, pediatra y jefe de un área de internación (Maximiliano Luna) Gratitud. Es lo que todos dicen que las familias devuelven. Aún en los momentos más oscuros y descarnados. Es lo que las familias en la sala de espera también transmiten. “Siempre palabras de agradecimiento, por eso también recibimos mucho apoyo de las familias de todo el país, porque se van agradecidos por lo que es la atención acá”, dice Verónica. “Los padres y los niños te agradecen. Te tiran besos. No siempre son esos pacientes que se van y no los vas a volver a ver, porque sabés que el que llegó acá tiene que volver, generalmente, por su patología. Entonces, con el tiempo, ya te conocen las madres, ya conocés al nene, lo ves crecer. Y tenemos muchos pacientes que estuvieron acá de chicos y ahora son madres y padres y vuelven. Ellos vuelven a buscarnos. Y te reconocen”, cuenta Mari Cruz. “Hay patologías que las venimos tratando durante años, entonces por ahí el paciente que llega a un trasplante de médula hizo dos, tres, cuatro años de tratamientos previos y como nosotras los asistimos con transfusiones, conocemos al chico, conocemos a la familia, conocemos la historia. Estamos esperando que llegue el donante. Le transfundimos la médula, lo asistimos en el postrasplante y lo vemos irse de alta. Hacés todo el recorrido y terminás siendo parte. Tenemos compañeras y compañeros que han participado de cumpleaños, de festejos familiares de esos pacientes, de cumpleaños de 15”, dice Irene. “Yo tengo un paciente que está trasplantado que es de Misiones y hablo con la mamá, nos saludamos para los cumpleaños, cuando vienen a los controles me avisan para que nos veamos. Y a mí me encanta verlos, me encanta verlos bien, me encanta esa energía y el cariño que transmiten, el agradecimiento. Aparte que vino acá con 8 años y ahora es un pibe de 15, que está enorme, alto, que la mamá me dice: “No, acá está con la novia”, “¡¿cómo la novia?!”, no lo puedo creer. La verdad que me llena el alma”, dice Lula. Y agrega: “Ese agradecimiento también se ve también en pacientes a los que por ahí no les va tan bien, porque se complica por algún motivo. Las familias en general están agradecidas igualmente con el hospital, por el trato, porque, en definitiva, lo damos todo. Eso es así, independientemente del resultado. Siempre se hace todo lo que está al alcance, y algunas cosas fuera del alcance también se hacen”. “No hay nada más lindo cuando los nenes se curan, cuando entran graves, los ves tan frágiles y después están jugando antes de irse y vienen corriendo y te abrazan y se ríen. Verlos llenos de vitalidad, creo que esa es la devolución más linda que tenemos. Me acuerdo de una paciente que tuve internada casi seis meses, que parecía que nunca la íbamos a poder alimentar por boca por una enfermedad intestinal que tenía grave y todos los días le hablaba, le decía que lo íbamos a lograr, que había que tener paciencia. Era una niña que tenía 14 años, estaba en plena adolescencia y eso le generó un montón de angustia y nosotros con esperanza de que la podíamos curar. Que esa chica venga a traerme la tarjeta de invitación a su cumpleaños de 15 y ese abrazo que no lo puedo describir con palabras, ese “gracias” y ese afecto que te transmite un chico o una chica cuando están curados es lo más lindo que me llevo”, asegura Pablo. Orgullo. Es lo que los trabajadores del Garrahan sienten por formar parte del hospital. “Ser parte del Garrahan es un orgullo enorme”, dice Hernán Rowensztein. Cada logro, cada paso adelante en la vida de un paciente, es una motivación que nos impulsa a seguir. Aquí se acompaña a familias, se forma talento y se construye salud pública de calidad. “Cuando vos entrás acá tenés un orgullo… porque se te infla el pecho: ‘Estoy trabajando en el Garrahan’”, agrega Sandra. “Me siento orgullosa de estar acá. Y estoy aprendiendo a defender nuestros derechos. El hospital tiene esa fuerza que nadie va a parar”, dice Eugenia. “Es una institución importante en la evolución de la salud en la Argentina, en lo que genera para disminuir mortalidad, para disminuir morbilidad, para aumentar la expectativa de vida, para hacer cosas que se hacen en el mundo y se pueden reproducir acá”, sostiene Pablo. “Incluso para los que no llegan acá —señala Irene—, porque este hospital hace docencia, forma profesionales que después se van a sus provincias y asisten allá o hacen consultas por videoconferencias. Este hospital es la salud de los niños y las niñas”. Gratitud. Es lo que todos dicen que las familias devuelven. Aún en los momentos más oscuros y descarnados (Maximiliano Luna) *** Mientras se escribía esta nota el Garrahan volvía a ser noticia: el domingo 15 de junio nació por cesárea la bebé a la que, en abril, en la semana 27 de gestación, se le había practicado una cirugía dentro del útero de su madre para mejorar su pronóstico y calidad de vida luego de que fuera diagnosticada de mielomeningocele, una malformación congénita grave de la columna vertebral, un tipo de espina bífida. La operación fue realizada por un equipo interdisciplinario de 25 profesionales, entre obstetras, neurocirujanos y anestesistas, quienes demostraron que el reloj suizo del que hablaban las enfermeras funciona con la precisión exacta: sin el trabajo mancomunado entre los especialistas, la cirugía que requería de una exactitud milimétrica para no poner en riesgo a la madre ni a la hija, que debía continuar su desarrollo intrauterino, hubiera sido imposible. El Garrahan marcó otro hito en la medicina de alta complejidad del país: se convirtió en el primer hospital público pediátrico de Argentina en llevar a cabo una cirugía fetal con este diagnóstico. Y aún así. El 13 de junio, cuando salimos, los trabajadores comenzaban a agruparse bajo el frío invernal y las primeras gotas de una llovizna tenue para la asamblea que realizan casi a diario en defensa de sus derechos.
Ver noticia original