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Concordia » El Heraldo
Fecha: 21/06/2025 06:02
El desafío de la Argentina no radica solamente en cómo invertir en su juventud para que esta pueda integrarse a una economía global tecnológica, sino también en cómo proteger y dar sentido social a su población envejecida, que hoy corre el riesgo de quedar excluida ante el avance acelerado de las innovaciones digitales. Resolver esta doble tensión —proveer futuro a los jóvenes y dignidad a los mayores— es quizá la mayor encrucijada del modelo de desarrollo argentino. En Argentina, al igual que en Chile y Uruguay, la transición demográfica ha entrado en una fase avanzada: la proporción de jóvenes de entre 15 y 24 años viene disminuyendo de manera sostenida, mientras que el segmento de adultos mayores de 65 años crece con rapidez. En términos concretos, los jóvenes representan hoy cerca del 15% de la población total, frente al 18% que constituían a comienzos del siglo XXI. Al mismo tiempo, la proporción de adultos mayores ya supera el 12%, con proyecciones que estiman un aumento hasta alcanzar aproximadamente el 20% hacia 2050. La transición demográfica, marcada por la disminución relativa de jóvenes y el aumento sostenido de adultos mayores, no es una estadística neutra. Modifica la composición del gasto público, las demandas del mercado laboral y el equilibrio político-social. Este cambio demográfico contrasta con regiones como África subsahariana y el sudeste asiático, donde predominan poblaciones jóvenes. En Nigeria, más del 60% de la población tiene menos de 25 años; en India, el 47%. Ese ‘bono demográfico’ les permite proyectar crecimiento futuro. En Argentina, en cambio, ese bono se agota, exigiendo un replanteo urgente de la estrategia de desarrollo. La OCDE y el BID advierten que América Latina enfrenta un envejecimiento más veloz que Europa, pero con menores ingresos, productividad y cobertura institucional. Para 2050, la carga fiscal en pensiones se equiparará a la de la Unión Europea, sin haber alcanzado sus niveles de ahorro, empleo de calidad ni protección social. En el caso argentino, el panorama es particularmente delicado. El país destina actualmente un 11,4% de su producto interno bruto (PIB) al pago de jubilaciones y pensiones, una cifra que ya excede el promedio de la Unión Europea (10%), y que incluso supera a países como Alemania (10,3%), Francia (10,1%) y España (9,5%), todos con proporciones mucho más elevadas de población envejecida. Alrededor del 40% de los trabajadores no realizan aportes jubilatorios regulares, lo que genera un creciente desbalance entre ingresos y egresos del sistema, obligando al Estado a cubrir déficits con recursos fiscales generales. A medida que aumenta la proporción de recursos estatales destinados al sostenimiento de los adultos mayores, disminuye la capacidad del Estado para invertir en políticas de largo plazo que beneficien directamente a las nuevas generaciones: educación, salud, innovación, infraestructura digital, vivienda accesible y empleo joven. El informe del BID señala que, en promedio, América Latina gasta cuatro veces más en personas mayores que en jóvenes de entre 10 y 25 años. En Argentina, esta brecha podría ser incluso mayor, considerando el peso del sistema previsional, las transferencias directas, y el bajo nivel de ejecución de políticas públicas específicas para la juventud. En otras palabras, se configura un escenario de competencia intergeneracional por el presupuesto público, donde las necesidades urgentes del presente (jubilaciones, subsidios, medicamentos) desplazan las inversiones estratégicas del futuro. Si la Argentina sigue destinando buena parte de sus recursos fiscales a sostener jubilaciones y pensiones, pero no prepara a sus jóvenes para competir en la economía del conocimiento, el resultado es una sociedad atrapada en el estancamiento: una generación mayor temerosa de perder sus derechos y una generación joven sin horizonte de movilidad social. Un pacto intergeneracional sostenible debe reconocer que los adultos mayores no son un “costo” social. Tienen saberes, experiencias y potencial de aporte que la tecnología no reemplaza. Sin embargo, para que esto ocurra se necesitan políticas activas de inclusión digital: programas masivos de alfabetización tecnológica para adultos mayores, incentivos para su participación en actividades comunitarias y productivas, y un rediseño de los servicios públicos para que sean accesibles sin importar la edad o el nivel de conocimiento digital. Esto no es un gasto superfluo: es una inversión para que la transición tecnológica no se transforme en exclusión masiva. Al mismo tiempo, los jóvenes necesitan un sistema educativo profundamente reformado. La Argentina debe abandonar su modelo educativo del siglo XX, desconectado de las demandas reales de la cuarta revolución industrial. La enseñanza de programación, robótica, inteligencia artificial, análisis de datos y habilidades digitales no puede ser opcional: debe formar parte de la currícula obligatoria desde los primeros niveles. Solo así los jóvenes podrán insertarse en un mundo laboral donde los oficios tradicionales pierden peso y las competencias digitales marcan la diferencia. Pero la solución no es tecnológica únicamente. También es social. La informalidad laboral afecta al 40% de los jóvenes argentinos, condenándolos a trayectorias laborales inestables, sin aportes previsionales, sin capacitación formal. Necesitamos una política de primer empleo robusta, que combine incentivos fiscales para empresas, sistemas de formación dual (trabajo-estudio) y apoyo estatal para emprendimientos juveniles en sectores de base tecnológica o de economía verde. No se trata sólo de crear empleo: se trata de crear empleos con futuro. El financiamiento de estas transformaciones exige repensar el gasto público. Un acuerdo intergeneracional sincero debería reconocer que sostener pensiones sin base contributiva creciente es insostenible. Pero no se trata de recortar derechos adquiridos: se trata de garantizar que las generaciones futuras también tengan acceso a una jubilación digna. Para ello, la única vía es aumentar la formalidad y la productividad de los jóvenes de hoy, que serán los aportantes de mañana. Lo que se invierta ahora en educación y empleo joven reducirá el costo fiscal futuro. En paralelo, los adultos mayores no deben ser desplazados de la economía ni de la vida pública. Programas de empleo parcial para mayores de 60 años, redes de cuidado comunitario, cooperativas de servicios gestionadas por jubilados y redes de mentoría para jóvenes emprendedores son ejemplos de cómo los mayores pueden seguir contribuyendo al desarrollo económico y social. Países como Japón o Alemania han avanzado en esta dirección, integrando la experiencia de su población envejecida con la innovación de las nuevas generaciones. La Argentina enfrenta una oportunidad crítica. Puede optar por la resignación —una sociedad partida entre viejos “protegidos” pero aislados, y jóvenes excluidos del futuro— o puede construir un modelo de integración generacional que aproveche lo mejor de cada edad. Esto exige visión de largo plazo, consenso político y una reforma profunda de sus prioridades de inversión. El costo de no hacerlo es conocido: desocupación juvenil, pobreza crónica, emigración de talentos, crisis previsional y fragmentación social. En cambio, un país que invierte de manera simultánea en la capacitación de sus jóvenes y en la integración digital y productiva de sus mayores puede aspirar a una economía innovadora, una sociedad cohesionada y un Estado financieramente sostenible. Cada peso destinado a una política pública de juventud bien diseñada y ejecutada, tiene un retorno multiplicador en términos de productividad, cohesión social y estabilidad institucional. La evidencia internacional es contundente: los países que priorizaron a sus jóvenes —como Corea del Sur, Irlanda o Estonia— son los que hoy lideran los rankings globales de innovación, competitividad y bienestar. Incluso en contextos de restricción fiscal, apostar por la juventud no es una opción que se toma si sobra presupuesto: es una decisión estratégica de país. Postergar esa inversión bajo el pretexto del ajuste es, en realidad, hipotecar el crecimiento futuro. Argentina, con su enorme capital humano, creatividad y diversidad regional, no puede darse ese lujo. Si quiere formar parte del grupo de países que construyen futuro, el momento de actuar no es mañana ni cuando mejore la economía: es ahora. Cada año perdido en esta transformación es una generación que queda a mitad de camino y un grupo de adultos mayores que pierde calidad de vida. Argentina tiene los recursos humanos y las capacidades institucionales para hacerlo. Falta, como siempre, la decisión política y el compromiso colectivo para construir un verdadero pacto intergeneracional de desarrollo. No se trata de elegir entre generaciones, sino de integrarlas en un proyecto común que potencie las capacidades de cada una. El desafío es grande, pero también lo es la recompensa: una Argentina que no quede atrapada en la decadencia demográfica, sino que transforme este cambio estructural en una oportunidad de progreso compartido.
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