21/06/2025 09:03
21/06/2025 09:03
21/06/2025 09:02
21/06/2025 09:02
21/06/2025 09:02
21/06/2025 09:02
21/06/2025 09:02
21/06/2025 09:02
21/06/2025 09:00
21/06/2025 08:57
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 21/06/2025 05:07
Un cirujano opera a un paciente (Imagen Ilustrativa Infobae) En toda sociedad, los recursos en salud son finitos: presupuesto, camas de terapia intensiva, aparatología, medicamentos o tratamiento de alto costo y personal capacitado. Esta escasez, inevitable en mayor o menor medida, obliga a tomar decisiones éticas difíciles sobre la administración del servicio. Tal como señala Norman Daniels en Just Health, la justicia en salud es saber cómo tratar justamente a las personas cuando no podemos tratar a todos del modo ideal, debiendo resolver principios éticos fundamentales en tensión como igualdad, eficiencia, necesidad y urgencia. Todo ello sin comprometer la sustentabilidad económica del sistema de salud. Entre los criterios bioéticos más difundidos, el utilitarismo, desarrollado por Jeremy Bentham, sugiere que los recursos deben asignarse maximizando el bienestar agregado. Su traducción sanitaria en métricas como QALY (Quality-Adjusted Life Years), priorizan tratamientos según los años de vida ganados ajustados por calidad. Pero esta aritmética utilitaria, como critica Martha Nussbaum en Frontiers of Justice, invisibiliza a los más necesitados si sus vidas no contribuyen a la maximización del total, frecuentemente discriminando personas discapacitadas o adultos mayores. Durante la pandemia Covid-19 algunos triage hospitalarios excluían pacientes mayores de 80 años para el acceso a terapia intensiva y respiradores artificiales, constituyendo una forma de edadismo estructural, aun cuando pretendía maximizar vidas salvadas. Por otro lado, el igualitarismo, basado en John Rawls proponiendo en su Teoría de la Justicia que los bienes sociales deben distribuirse de forma que se beneficie a los más desfavorecidos, prioriza a quienes padecen las peores condiciones sanitarias y socioeconómicas. Este principio, ejemplificado por el fallo de CSJN “Asociación Benghalensis y otros c/ Ministerio de Salud y Acción Social” (2000), reconoce el derecho colectivo a la salud y la capacidad de las asociaciones para demandar al Estado el cumplimiento de obligaciones en materia de salud. Pero aquí el problema surge en los tratamientos médicos de altísimo costo como terapias génicas u oncológicas personalizadas, tensionando los sistemas de salud y seguridad social porque su cobertura compromete recursos desproporcionados respecto de otros pacientes. La cuestión radica en que, si bien los derechos sociales son justiciables, están sujetos a una lógica de realización progresiva y disponibilidad de recursos, donde su ejercicio debe equilibrarse con la capacidad financiera del Estado o de terceros obligados. Luego, la pregunta es sobre la ética de destinar millones de dólares a pocos pacientes si con esos fondos podrían tratarse cientos de otros. Y en caso de existir límites, si estos pueden o deben ser definidos por el Estado o las obras sociales, sin por ello vulnerar derechos constitucionales. Porque tal como Uwe Reinhardt advirtió, la medicina moderna ha desarrollado capacidades asombrosas, pero no siempre de forma costeable para todos, no pudiendo ignorar el principio de sustentabilidad financiera del sistema si se quiere preservar el acceso general al derecho a la salud. Desde la bioética, si bien las escuela como el utilitarismo, igualitarismo, consecuencialismo, comunitarismo, o las diversas tradiciones religiosas, ofrecen perspectivas fundadas, aunque con prioridades distintas, la clave está en diseñar políticas que integren factores comunes y objetivos como evidencia científica y justicia distributiva. Luego, la obligación de ofrecer tratamientos de altísimo costo se enfrenta a la exigencia de asignar los recursos de salud de forma equitativa. Porque no toda necesidad clínica genera automáticamente una obligación estatal si esta impide cubrir otras necesidades igualmente urgentes. Por ello, la cuestión aquí es por el criterio de priorización que obviamente deberá incluir una evaluación costo-beneficio e impacto poblacional, siempre contando con la evidencia de efectividad clínica. Los tratamientos experimentales sin eficacia comprobada están excluidos porque obligar al Estado u obras sociales a pagarlos es contrario al derecho sanitario, a la bioética y a la buena administración de recursos públicos. Evita priorizar tratamientos eficaces, seguros y equitativamente accesibles, socializando injustamente además los riesgos económicos porque el sector público o los afiliados asumen los costos de la innovación sin participar de los beneficios económicos porque las patentes y comercialización del producto exitoso queda en manos privadas. En otros fallos, la CSJN resaltó la necesidad de que los tribunales fundamenten debidamente sus decisiones, incluso cuando se reclama bajo el derecho a la salud (art. 42 CN), más tratados internacionales con jerarquía constitucional (art. 75 inc. 22), como el PIDESC (art. 12). Así, no basta con fundamentar en la gravedad y urgencia, se requiere evaluar la cobertura de tratamientos o medicamentos fuera de cartilla o indicaciones preexistentes si no existía una justificación médica ni estatutaria suficiente. Porque la necesidad no justifica una cobertura ilimitada e incondicional del derecho a la salud, sino que debe evaluarse cada pretensión judicial exigiendo su respaldo por idoneidad, basada en evidencia médica sólida; por necesidad, basada en medios alternativos menos gravosos; y proporcionalidad, bajo el análisis del costo-beneficio. Así, en sistemas de salud con recursos limitados y sistemas universalistas, el problema de cómo priorizar los recursos económicos y el uso de nuevas tecnologías, medicamentos y procedimientos, podría resolverse mediante esta justicia como acceso equitativo a la atención médica. Pero el problema aquí es que los intentos de formular principios éticos para la priorización, en sociedades plurales donde existen diversidad de valores, siempre han resultado demasiado generales y poco operativos en la práctica. Por ello surge la necesidad de focalizar en los procesos considerando más efectivo establecer legitimidad en las decisiones que definir principios únicos. Y aquí, la propuesta de Norman Daniels en su Accountability for Reasonableness, exigiendo responsabilidad por la razonabilidad, enfatiza en establecer procesos justos, transparentes y deliberativos para establecer prioridades en la toma de decisiones, siendo ello más fácil que acordar principios. Estos procesos debieran regirse por cuatro factores: Transparencia, significando que las razones y los criterios deben ser accesibles para todos los involucrados y abiertos al escrutinio, publicando informes y criterios de priorización en sitios institucionales. Relevancia, basada en la pertinencia clínica y la fundamentación ética en valores y evidencias que puedan considerarse razonables por todas las partes interesadas, incluso si no están de acuerdo con la decisión final; Mecanismos de apelación que permitan revisión y ajustes basados en objeciones presentando nuevos argumentos o evidencia para revisar las decisiones; Cumplimiento, asegurando regulatoriamente que el proceso efectivamente siga estas normas, debiendo ser viable y adaptable a diversas instituciones y actores promoviendo la flexibilidad y capacidad de corrección ante errores, sesgos o cambios contextuales. Luego, como sostiene Daniel Callahan en ¿What Price Better Health?, la ética en salud pública no puede ser una receta universal, sino un arte de navegar en contextos donde los valores son múltiples y a menudo conflictivos. En lugar de requerir consenso previo sobre teorías éticas o de justicia, el modelo reconoce la diversidad moral real de la sociedad y busca establecer un terreno común mediante la legitimidad procedimental. Esto resulta más viable políticamente, más operativo institucionalmente y más efectivo para el público. En términos procesales, este modelo no prescribe qué decisiones deben tomarse, sino cómo deben tomarse para que sean justas, especialmente cuando los recursos son limitados. En Argentina, la recientemente creada Agencia Nacional de Evaluación de Financiamiento de Tecnologías Sanitarias (ANEFITS), podría constituir un paso significativo para implementar este modelo, similar al NICE británico. Disminuyendo la judicialización de la salud que ocupa un 30% del presupuesto en litigios y prácticas defensivas para reducir riesgos legales, colaboraría además con el Programa Médico Obligatorio (PMO) estableciendo el mínimo obligatorio de prestaciones que todas las obras sociales deben otorgar.
Ver noticia original