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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 21/06/2025 04:49
Un retrato de la cacica María Durante siglos, las tierras argentinas fueron presentadas como un territorio vacío, un desierto sin vida, aunque mucho antes de la llegada del conquistador existieron comunidades vibrantes que poblaron llanuras, selvas, punas y bosques. Sus voces, leyendas, luchas y catástrofes siguen resonando en la memoria de la región y desmienten la idea de un pasado silencioso. En Mitos, leyendas y verdades de la Argentina indígena, publicado por Edhasa, Andrés Bonatti rescata estas historias como las del cacique guaraní Oberá, Andresito Guacurarí, los quilmes, los selk’nam y los comechingones, entre tantos otros, y revela la riqueza cultural, la dignidad y la tragedia que envuelven la herencia indígena argentina, invitando a redescubrir su presencia en el presente. Andrés Bonatti nació en 1970 en Buenos Aires, estudió Periodismo, trabajó en las revistas Noticias, Veintitrés y Poder, escribió los libros Historias desconocidas de la Argentina indígena (Edhasa, 2010) y Una guerra infame. La verdadera historia de la Conquista del Desierto (Edhasa, 2015) junto a Javier Valdes. Es creador de la página de Instagram “Argentina Indígena” (@argentina_indigena), dedicada a la divulgación histórica. Además, dicta talleres sobre historia indígena. A continuación, publicamos el capítulo 6 titulado “Cacica María” que cuenta la historia de esta mujer, líder del grupo tehuelche con el que se encuentra, en 1823, el comerciante alemán Luis María Vernet, al desembarcar en la costa patagónica. La tripulación buscaba ganado cimarrón, pero la cacica no dejaba a nadie cazar. Andrés Bonatti Cacica María Soplaban ráfagas huracanadas cuando el barco tocó tierra. Las aguas habitualmente mansas del golfo San José esa mañana estaban embravecidas. Los treinta y cinco miembros de la tripulación comenzaron con las tareas de desembarco. No había rastros de vida humana en la costa, solo se escuchaba el sonido del viento, el canto de las gaviotas y el golpeteo del mar contra los acantilados. Corría el año 1823. El capitán de la nave, el comerciante alemán Luis María Vernet, dio órdenes claras. Debían encontrar rápidamente una zona apta donde instalar las tiendas de campaña. Tenía previsto quedarse varios días para faenar la mayor cantidad posible de ganado cimarrón, que luego pensaba comerciar en Carmen de Patagones y otras poblaciones de la provincia de Buenos Aires. En pocas horas armaron el campamento y se alistaron para salir a buscar a los animales antes de la puesta del sol. Como Vernet sabía que en cualquier momento podían aparecer los tehuelches, ordenó que un grupo permaneciera de guardia junto a las viviendas de campaña, mientras que él salió con el resto a cazar. Encontraron muy cerca huellas de una manada de guanacos, aunque las ondulaciones que presentaba el terreno les impidieron dar con ella enseguida. Finalmente la alcanzaron y con la ayuda de las armas de fuego lograron matar cinco ejemplares. Los sorprendió la llegada de la noche y debieron regresar. A la mañana siguiente, bien temprano, Vernet alistó a su gente para una nueva cacería. No llegaron a hacerlo. Uno de sus colaboradores le advirtió que, a la distancia, una nube de polvo se levantaba detrás de las colinas y se encaminaba hacia donde estaban ellos. No había dudas: eran los indígenas. "Mitos, leyendas y verdades de la Argentina indígena", publicado por Edhasa, Andrés Bonatti A los pocos minutos, el polvo dejó paso al sonido de los cascos de los caballos, seguido del alarido típico de los nativos. Eran alrededor de cincuenta, que cabalgaban a paso firme y decidido. El que encabezaba el grupo y parecía ser jefe se adelantó unos metros y se acercó a Vernet, que esperaba alerta. Sin bajarse del caballo, le preguntó en un español rudimentario a qué habían venido a esas tierras que eran propiedad de los tehuelches. —Hemos venido a buscar ganado —respondió sin eufemismos el alemán—. Tenemos tabaco, yerba, harina y alcohol para ustedes —agregó Vernet, seguro de que esos obsequios servirían para apaciguar la intranquilidad de los indígenas. —No. Esperar primero a María —dijo el tehuelche con gesto adusto, y dio media vuelta para regresar junto a su grupo. Vernet había escuchado hablar de la existencia de una cacica, pero le costaba creer que una mujer tuviera mando real entre los nativos. Hubo que aguardar más de treinta minutos para que otra nube de polvo más grande apareciera en el horizonte. Esta vez el grupo era mucho más numeroso. Al frente, montada sobre un hermoso caballo blanco, venía ella, la cacica María, arropada con un poncho de color negro que la diferenciaba del resto de sus compañeros, vestidos con el tradicional quillango de piel de guanaco. Tenía la piel clara y los ojos vivaces. Su cabello era negro, largo y con trenzas. Llevaba una vincha sobre la frente, mientras que en sus orejas portaba aretes con motivos cristianos. Cuando arribó, se detuvo para conversar unos minutos con el tehuelche que ya había tomado contacto con los blancos. Luego, acompañada de cuatro de sus capitanejos, se acercó a Vernet, que la observaba entre inquieto y absorto. María se bajó del caballo y le indicó con una seña a uno de sus colaboradores, que iba a oficiar de traductor, para que empezara a hablar. —¿Quién es usted? —preguntó el lenguaraz.—Soy el comandante Luis María Vernet.—¿Y qué han venido a hacer aquí? —volvió a interpelar.—Tenemos autorización del gobernador Martín Rodríguez para faenar ganado en este lugar —respondió el alemán con un atisbo de suficiencia. El hombre giró y le transmitió a su jefa lo que había escuchado. A María, que hasta ese momento había estado calma, se le desfiguró el rostro. Visiblemente ofuscada, comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, levantó los brazos y, sin quitar la vista de Vernet, le dijo a su lenguaraz, con tono elevado, casi a los gritos, en su lengua aonikenk, que sabía quién era Martín Rodríguez, que conocía el interés de los blancos por el ganado, pero que esas tierras eran de los tehuelches y nadie podía cazar allí ni en ningún otro lugar de la Patagonia sin su autorización. Cuando el lenguaraz tradujo las palabras de María, Vernet y sus hombres se pusieron tensos. Estaban preparados para un enfrentamiento, pero la superioridad numérica de los nativos los hacía dudar. Tenían muy presente el episodio ocurrido trece años atrás muy cerca de allí, cuando un grupo tehuelche destruyó el fuerte que el Virreinato había fundado en 1779 con el objetivo de controlar esos territorios. —Lo entendemos. Y vamos a respetar su autoridad —le dijo finalmente Vernet, convencido de que lo mejor era no tomar riesgos. Luego le tendió su mano derecha en señal de que aspiraba lograr un acuerdo. María asintió, le devolvió el saludo y con una sonrisa agregó: —Ahora, negociemos. Vernet y sus hombres no pudieron cazar ganado cimarrón como habían planificado, aunque obtuvieron importantes raciones de carne de guanaco y ñandú, que les proveyeron los tehuelches. A cambio, debieron entregarles una buena cantidad de productos muy valorados por los indígenas, como yerba, azúcar, tabaco, galletas y bebidas alcohólicas. Para garantizar el cumplimiento de lo pactado, María instaló su campamento a muy poca distancia del de Vernet, que muy pronto decidió marcharse de allí con menos de lo que había ido a buscar. El camino hacia el cacicazgo María aprendió el arte de la negociación de su padre, el cacique Vicente. Desde muy pequeña, ella lo acompañó en decenas de viajes por la Patagonia, en los que fue testigo de acuerdos comerciales y de intercambio que Vicente alcanzaba con funcionarios españoles y exploradores extranjeros. Se cree que María nació entre 1780 y 1790. En esa época, España comenzaba a manifestar un mayor interés por la Patagonia. Eran tierras que habían sido escasamente exploradas, y que también eran ambicionadas por potencias como Inglaterra y Francia. Para el gobierno había llegado el momento de tomar posesión real de ellas. Entre 1779 y 1781, el Virreinato fundó cuatro poblaciones en las costas patagónicas: Fuerte Nuestra Señora del Carmen (Carmen de Patagones), Fuerte y Puerto de San José de la Candelaria (Península Valdés), Floridablanca (en Puerto San Julián) y Real Compañía Marítima de Puerto Deseado. Si bien solo una, Carmen de Patagones, sobrevivió en el tiempo, los asentamientos fueron de gran utilidad para la estrategia geopolítica del gobierno español. Los tehuelches, por su parte, encontraron en las nuevas colonias oportunidades para comerciar sus productos. Vicente era cacique de una de las comunidades más importantes que habitaban la Patagonia. Detentaba no solo el poder político y social de su grupo sino que también era su principal autoridad espiritual, rol que cumplía en las ceremonias religiosas de adoración a los dioses que realizaban con frecuencia. El epicentro de su comunidad estaba en la bahía San Gregorio, donde comienza el estrecho de Magallanes (actual provincia de Santa Cruz), aunque durante todo el año recorrían diferentes lugares del interior y de la costa patagónica, llegando incluso hasta Carmen de Patagones, sobre el río Negro. La base de la economía era la caza del guanaco y el ñandú, cuyas carne y pieles vendían o intercambiaban con otras comunidades originarias, con las nuevas poblaciones que había fundado el Virreinato o con los loberos y balleneros europeos que llegaban hasta los lagos y mares sureños. Como hija primogénita, María participó de muchas de esas incursiones comerciales de Vicente. Cada vez que su padre negociaba con alguno de sus interlocutores, ella estaba ahí, atenta a sus diálogos, a sus gestos, a sus victorias y sus derrotas. Probablemente fue bautizada con el nombre cristiano de María, en la iglesia de Carmen de Patagones o en la de Puerto Deseado. Además de su padre, la familia estaba compuesta por su madre Cogocha y varios hermanos, entre ellos Bysante y Huisel, quienes la acompañaron muy de cerca durante su cacicazgo. En aquellos años María conoció el cansancio de los viajes interminables y la rigurosidad de un clima desapacible y gélido. En cada desplazamiento, los tehuelches montaban sus viviendas en los sitios que llamaban aikes, cerca de ríos y lagos cuando estaban tierra adentro o en las proximidades de la costa cuando iban hacia el mar. Armaban los toldos con cueros y los sostenían con palos de distintos tamaños. Al emigrar desmantelaban todo y trasladaban los postes y los cueros sobre el lomo de los caballos. En esa dura existencia seminómade junto a su familia, vinculándose con europeos pero también con otros líderes indígenas de la región, María fue construyendo su carácter e incorporando los secretos de la vida tehuelche. Adquirió destreza en el manejo del arco y flecha, del lazo y de las boleadoras. Aprendió sobre el uso del caballo y se convirtió en una jinete excelsa. Estudió los ciclos de la naturaleza y los beneficios medicinales de las plantas nativas. Desarrolló un talento especial para la persuasión, para convencer, para llevar tranquilidad con su voz cuando debía intervenir en alguna pugna. Y heredó de su padre la capacidad de liderazgo y la conexión con lo espiritual, aptitudes que la transformaron en referente para los suyos y facilitaron su acceso al cacicazgo. Líder política y religiosa En 1820, la incipiente nación argentina se desangraba en enfrentamientos fratricidas que la conducían a un destino incierto. En febrero, los caudillos del interior habían vencido a los porteños de Buenos Aires en la batalla de Cepeda, que puso fin al poder central que existía desde la creación del Directorio. Se dio inicio entonces a un período de mayor autonomía y equilibrio para las provincias, en particular luego del Tratado del Pilar, que estableció un precario acuerdo de fin de hostilidades e instauró el sistema federal. Al mismo tiempo, el gobierno de Buenos Aires tenía el conflicto con las comunidades indígenas. A unos doscientos o trescientos kilómetros de la capital, había acantonado un ejército numeroso y bien pertrechado para enfrentar a las diferentes parcialidades mapuches que resistían en defensa de sus tierras. Hasta allí llegaba la presencia real del Estado. La Patagonia, muchos kilómetros hacia el sur, seguía siendo un lugar lejano y casi inaccesible para las autoridades. Ese era el contexto que vivía el país cuando María tomó el mando. En la cultura tehuelche los cacicazgos eran hereditarios. En su designación influyó también su capacidad para la negociación, una cualidad que le permitió defender las tierras y los bienes de su comunidad frente a la ambición de los cristianos. Y que le dio prestigio y reconocimiento entre todas las comunidades de la zona austral. En los más de veinte años que duró su cacicazgo, María recorrió muchas veces la Patagonia, desde el estrecho de Magallanes hasta el río Negro, llevando consigo sus sueños y los de los miembros del grupo que la acompañaba. Había establecido una ruta, repetida año tras año, que les aseguraba el acceso a las manadas de guanacos, ñandúes o caballos que recorrían esas tierras y que eran la base de su economía. De lo que cazaban, una parte la consumían y el resto lo conservaban para luego poder comerciar. Se trasladaban a caballo, un animal importado de Europa pero que los tehuelches incorporaron hasta convertirlo en parte inseparable de sus vidas. Eran grandes jinetes. La espiritualidad tenía un lugar de preponderancia en la vida cotidiana de los tehuelches. Veneraban a un ser supremo, creador del mundo conocido, llamado Kooch, que vivía rodeado por la oscuridad y la niebla, donde se juntan el cielo y el mar. Y adoraban a Elal, héroe civilizador mitológico, considerado el hacedor de la cultura tehuelche. Había un machi o chamán en el grupo de María, que a través de ritos veneraba a los dioses, se encargaba de ahuyentar los espíritus malignos y oficiaba además de curandero. Y ella era quien encarnaba la principal representación divina, quien tenía la capacidad de lidiar con las fuerzas sobrenaturales para defender y proteger a su comunidad. Debido al asiduo contacto con criollos y europeos, incorporó a su credo elementos de la religión católica como el rezo o la adoración a ciertos talismanes. Rezos y negocios María tuvo su primer encuentro con un marino extranjero ese mismo año de 1820, en cercanías del estrecho. James Weddell era uno de los numerosos navegantes británicos que recorrían los mares patagónicos para cazar focas, lobos o ballenas, cuya carne y pieles luego vendían en China. Cuando supo de su presencia en la zona, María se acercó a la nave con su comitiva, con su hermano Bysante y con su esposo Manuel, se presentó ante el británico, le comunicó que todo ese vasto territorio era de su comunidad y le propuso un intercambio comercial. Una vez finalizado, llamó a sus capitanejos y les ordenó acampar en las cercanías. El viento arremolinado que azotaba ese día hizo que el armado de las viviendas se demorara un buen rato. La de María era la más grande y ocupaba el centro del aike. Junto a ella instalaron una especie de mástil con una bandera, como señal para que todos supieran que allí habitaba. A pocos metros tenía otro toldo más pequeño a su disposición, reservado para las mercancías. La cacica compartía su vivienda con su marido y con sus hijos. En una oportunidad, invitó al británico a participar de un ritual religioso. Bajo un cielo diáfano, entre los toldos, rodeada por su marido y sus principales capitanejos, tomó un puñado de tierra con la mano, mientras que con la otra levantaba un cuenco de agua. Bebió un trago y escupió sobre la tierra para formar una masa amorfa, que luego repartió entre los presentes. De inmediato, empezaron a untarse la cara, los brazos, los hombros y el tórax. Manuel sacó una lezna que tenía guardada bajo su quillango. A medida que los tehuelches se iban acercando, el marido de la cacica les efectuaba un pinchazo en la mano, a la altura de los dedos índice y mayor. En el momento en que salía la primera gota de sangre, todos aplaudían y gritaban. María observaba la escena en estado de trance. Desenvolvió una pequeña figura de Cristo tallada en madera que siempre llevaba consigo y vociferó una especie de rezo invocando a los dioses y pidiendo por un mercadeo venturoso para ambas partes. Viaje a Malvinas Durante los años que duró el cacicazgo de María, la presencia del Estado argentino siguió siendo escasa en la Patagonia, lo que le permitió moverse de un lugar a otro con libertad. Estableció contacto con muchos de los exploradores, militares, aventureros y religiosos que recorrían las costas del sur, como los oficiales de la Marina Real Británica Philip Parker King y Robert Fitz Roy, los misioneros Williams Arms, Titus Coan y Allen Gardiner, los naturalistas Charles Darwin y Alcide d’Orbigny, los loberos y cazadores de focas Mateo Brisbane, William Low y Gastón Blanchard, además de los ya mencionados Weddell y Vernet. También cobijó a muchos refugiados, prófugos de la justicia, desertores del ejército, fugados de los buques loberos y balleneros, que convivieron con ella y su comunidad meses, incluso años. Con Vernet mantuvo una relación de afinidad. Luego de aquel episodio de 1823 en San José, volvieron a encontrarse. El comerciante alemán alternaba sus viajes a las costas patagónicas con visitas a las islas Malvinas, donde con apoyo estatal pretendía fundar un establecimiento de explotación de ganado ovino. En agosto de 1829 fue nombrado por el gobierno de Buenos Aires comandante político y militar de las islas Malvinas, con el objetivo de establecer una población estable bajo la bandera argentina y controlar la pesca furtiva que llevaban a cabo los buques extranjeros. Dos años después, en 1831, Vernet se planteó la idea de crear una factoría en la bahía de San Gregorio, porque quería contar con un establecimiento en el continente relativamente cerca de las islas, para evitar de esa manera los largos viajes hasta Carmen de Patagones. Como el sitio elegido era territorio dominado por los tehuelches, el comandante militar decidió que primero debía hablar con María para conseguir su visto bueno. La contactó a través de sus colaboradores ingleses Mateo Brisbane y William Low, que habitualmente recorrían la zona del estrecho, y la invitó a visitar Malvinas. La cacica aceptó con la condición de que pudieran viajar con ella uno de sus hijos, su chamán, cuatro de sus principales capitanejos y un desertor llamado San León, que oficiaba de traductor y la acompañaba hacía varios años. La travesía en la goleta El Águila fue difícil para los nativos, porque además de que era la primera vez que navegaban, atravesaron una fuerte tormenta que los tuvo a mal traer varias horas. Una vez arribados a Puerto Soledad, los estaban esperando Vernet y su esposa, también llamada María. La cacica fue recibida con honores. Durante los días siguientes tuvo la oportunidad de conocer a los nuevos colonos de las islas y de visitar cada rincón del archipiélago: las viviendas, los corrales, la factoría, siempre acompañada y guiada por la mujer del comandante. Los tehuelches permanecieron en las islas varias semanas. El último día, antes de partir de regreso, María dio el visto bueno para el establecimiento de la factoría en San Gregorio: consideraba que podía convertirse en un nuevo punto de intercambio de productos con los cristianos. Ya en la Patagonia, María retomó su rutina junto a su comunidad, a la espera de la llegada de los enviados de Vernet que iban a erigir la nueva factoría en sus dominios. Pero el establecimiento en bahía San Gregorio nunca se concretó. Las dificultades generadas por la presencia amenazante en Malvinas de buques norteamericanos e ingleses hicieron que Vernet abortara rápidamente el proyecto. Fogatas póstumas En la etapa final de su vida, María siguió siendo cacica pero cedió el mando real de la comunidad a uno de sus hermanos. Ya se sentía cansada y con pocas fuerzas. Su mayor regocijo era acompañar a sus hijos, ver crecer a sus nietos. La consultaban cuando había conflictos grandes o situaciones intrincadas de resolver. Su voz era una referencia para los suyos. Su experiencia en la dureza de la vida patagónica seguía iluminando el camino de su gente. Se estima que murió en 1848, por causas naturales. Probablemente la hayan sepultado en alguna colina ubicada en las alturas, alejada de los toldos; hayan colocado su cuerpo sobre una manta pintada con arcilla roja, con el rostro mirando hacia el este; hayan sacrificado y enterrado junto a ella a sus caballos y perros, y hayan quemado sus mantas, sus quillangos y sus arreos. En toda la Patagonia se encendieron fogatas durante los tres días siguientes a su fallecimiento, como homenaje a una mujer que por su protagonismo y características excepcionales merece un lugar más destacado en nuestra historia. Hasta hoy no se sabe dónde descansan sus restos, pero su recuerdo resuena con fuerza entre las comunidades originarias del sur.
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