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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 20/06/2025 02:48
"Algunos de los que estaban abajo no querían que me subieran, me querían matar ahí, por eso me tiraban de los pies para abajo", relató el protagonista de la emblemática foto Hay una foto que pasó a la historia como símbolo de la Masacre de Ezeiza: muestra a un hombre flaco al que lo levantaban, tirándole de los pelos, desde la parte superior del palco. Se nota que el hombre, joven, intenta resistir, trata de agarrarse de algo mientras desde abajo otros hombres, presumiblemente sus compañeros, lo tironean de los pantalones para bajarlo, para salvarlo de las garras de quiénes quieren izarlo. Para matarlo ahí, arriba del palco. Esa imagen fue reproducida por diarios, revistas, noticieros y documentales, traspasó las fronteras de la Argentina y fue vista en todo el mundo. La foto de ese miércoles 20 de junio de 1973 debió ser otra: la de Juan Domingo Perón saludando desde ese palco en su retorno definitivo a la Argentina, pero no pudo ser. La noticia fue la masacre, anticipatoria de los tiempos que se avecinaban en el país. Durante años no se supo el nombre del hombre flaco. Sobre él se tejieron dos suposiciones: que era un militante de la izquierda peronista y que lo habían matado a golpes en el palco. Hasta que, pasadas décadas de la masacre de Ezeiza, el periodista e historiador Enrique Arrosagaray pudo develar el misterio. “Ese tipo soy yo”, le dijo alguien, señalando al hombre flaco que izaban de los pelos al palco. El hombre ya no tenía pelo, se llamaba José Rincón y vivía en Dock Sud. Aquel 20 de junio había ido al acto desde Avellaneda. -¿Con la columna de la Juventud Peronista? – le preguntó Arrosagaray. -Sí, pero no la de Montoneros. De la otra – respondió. -De la Jotaperra… -Sí, de la Jotaperra. José Rincón, el hombre de la foto, sobrevivió al ataque y desmintió los mitos sobre su identidad La Jotaperra era la Juventud Peronista de la República Argentina, ligada a la ultraderecha peronista. El hombre –contra lo que siempre se había creído– era un militante sindical y no de Montoneros. Y, claro, estaba vivo y no muerto. Los del palco lo habían confundido. Lo contó así: “Me llevan hasta el borde, para meterme en el palco y la cosa se puso cruenta. Me hacen subir por una escalerita para el primer palco en donde había estado la orquesta, y cuando ingreso no te la quiero contar: la cantidad de trompadas que me dieron los que me esperaban porque veían que me traían detenido… Yo, para ellos, era montonero. Recibí para que tenga, para que reparta y para que guarde. Desde arriba, desde el palco principal, pedían a los gritos que me subieran, luego supe que era el lugar en donde ponían prisioneros a los que agarraban” relató. Y siguió contando: “Cuando me acercan a ese borde no tienen mejor manera de levantarme que de los pelos. Porque en ese momento tenía pelo, Y me levantan de los pelos nomás; pero algunos de los que estaban abajo no querían que me subieran, me querían matar ahí, por eso me tiraban de los pies para abajo. Si mirás en la filmación, yo muevo las manos, desesperado, porque quiero agarrarme de la baranda del puente o de algo, y cuando me agarro, pego el tirón y me suelto de los que me estaban agarrando de los pantalones y caí casi parado allá arriba”. Una vez arriba del palco no lo mataron, pero se salvó por poco. Atinó a decir que lo identificaran, que tenía un brazalete de la Juventud Sindical, que no era montonero. “¿Viste ese que aparece en todas las filmaciones con anteojos negros? – le relató a Arrosagaray -. Apenas aterrizo, ese señor viene con una pistola tomada del caño para partirme la cabeza con la culata. Me cubro ‘¡No me pegue!’, le grito ¡primero identifíqueme!, y el tipo frena y me llevan hasta la cabina desde donde transmitía Leonardo Favio, que ya estaba llena de gente, prisioneros, presos”. Lo salvó un compañero que lo reconoció. De ahí lo llevaron al Hospital de Ezeiza. El palco de Ezeiza se convirtió en epicentro de la violencia y la confusión durante el regreso de Perón Una jornada sangrienta Esa fue la foto emblemática de Ezeiza, la de la masacre que empañó de manera brutal la alegría de millones de argentinos por la vuelta de Juan Domingo de Perón. Al final del 20 de junio de 1973, ya se había escrito con sangre que ese día quedaría en la historia como uno de los días más trágicos de la vida política argentina. Porque al terminar esa jornada que debía ser de celebración se contabilizaban decenas de muertos y cientos de heridos –nunca se pudo establecer fehacientemente el número de víctimas– bajo las balas disparadas por grupos de la ultraderecha política y sindical del peronismo que, sostenidos logísticamente y amparados por diversas reparticiones del propio Estado, atacaron a la multitud. La Masacre de Ezeiza fue, en ese sentido, un primer ensayo del terrorismo de Estado que, menos de un año después, sectores del peronismo en el gobierno –utilizando los recursos del Estado y en coordinación con las fuerzas de seguridad– desatarían a través de grupos parapoliciales como la Triple A y la Concentración Nacional Universitaria (CNU), entre otros. En los días subsiguientes –sobre todo después del discurso del 21 de junio pronunciado por Perón a través de la cadena nacional– también quedaría clara otra cosa: que el equilibrio político que Juan Domingo Perón había hecho desde el exilio aglutinando dentro de la resistencia a sectores con proyectos políticos e ideológicos totalmente divergentes estaba definitivamente roto. El 11 de marzo de 1973 un vendaval de votos había consagrado a la fórmula del Frente Justicialista de Liberación y, el 25 de mayo, Héctor J. Cámpora asumió la presidencia en un clima de fiesta y expectativa popular. Recuperada la democracia, el país entero esperaba el regreso definitivo de Perón, programado para el 20 de junio, el Día de la Bandera, aniversario de la muerte del general Manuel Belgrano. Para organizar la fiesta del regreso se conformó una comisión cuya composición marcaba un desequilibrio evidente en la importancia de cada sector en pugna dentro del movimiento peronista. La convivencia festiva en el avión de Alitalia que había traído momentáneamente de regreso al general en el exilio en noviembre del año anterior era ahora una lucha tensa por acumular posiciones de poder, que se reflejaba en la composición de la comisión organizadora del retorno. Juan Manuel Abal Medina, Norma Kennedy, el coronel (RE) Jorge Osinde, José Rucci y Lorenzo Miguel, sus integrantes, decidieron que el palco para recibir a Perón se emplazaría en el cruce de la Autopista Ricchieri y la ruta 205 para permitir el acceso y participación de los millones de argentinos que acudirían a ver a su líder en el regreso definitivo. Y así fue, millones de personas marcharon a Ezeiza, amas de casa, obreros, estudiantes, ancianos, niños, inválidos, militantes, curiosos, todos buscando un lugar para ver y escuchar a Perón. Las banderas y pancartas eran como jeroglíficos gigantes: JP, JRP, FAR, Montoneros, ERP 22 de agosto, ATE, Atsa, banderas sindicales, de agrupaciones, de la FUA, la Fulp, el Faep, el Furn y cientos más de siglas pintando un fresco de letras que ondeaban en el aire de un día frío y apacible. "¡Por favor, compañeros, quédense todos en sus lugares! ¡Cada peronista debe permanecer en su lugar! ¡Por favor, somos cuatro millones de peronistas contra cinco dementes!", gritó Leonardo Favio desde el escenario Puente 12: el epicentro La organización parecía perfecta, mientras en las sombras se preparaba la tragedia. El palco montado para poner proveer información por altoparlantes estaba cerca del Puente 12, Ciudad Evita, muy cerca del aeropuerto donde debían llegar Perón, su esposa, el presidente Cámpora, el secretario privado López Rega y los sindicalistas José Rucci y Lorenzo Miguel, titulares de la CGT y las 62 Organizaciones Peronistas respectivamente. La locución estaba a cargo nada menos que de Leonardo Favio. El clima era de fiesta, pero en los alrededores se estaban cocinando la masacre, los guardias de la Comisión Organizadora de Osinde y Norma Kennedy se paseaban impacientes. Eran cientos, entre matones sindicales, militantes del CdeO, de la Alianza Libertadora, militares y policías retirados y algunos mercenarios franceses contratados por Ciro Ahumada, un ex capitán del Ejército que había participado de la resistencia peronista y en algún momento empezó a trabajar para los servicios de inteligencia del Estado. Estaban armados con fusiles Fal, subametralladoras Uzi, Ingram y Halcón. El operativo paramilitar contemplaba también una retaguardia: unos días antes habían ocupado el Hogar Escuela Santa Teresa, ubicado a unos 600 metros del palco y que tenía facilidades para albergar a cientos de chicos internados. Los pibes fueron testigos de cómo se instalaron las patotas en las dependencias destinadas a estudiar y dormir. El jefe de esa variopinta banda de facinerosos era Alberto Brito Lima, proveniente de la resistencia y de las primeras agrupaciones de la Juventud Peronista y decidido a barrer del mapa a la militancia de la izquierda peronista. El operativo estaba centralizado por el propio Osinde y por Norma Kennedy, instalados en el Hotel Internacional de Ezeiza, protegidos por una desmedida custodia que exhibía una verdadera colección de armas largas. El operativo paramilitar estaba provisto de cientos de matones sindicales, militantes del CdeO, de la Alianza Libertadora, militares y policías retirados y algunos mercenarios franceses armados con fusiles Fal, subametralladoras Uzi, Ingram y Halcón Favio en el palco Más de medio siglo después, sigue sin precisarse cuánta gente se juntó ese miércoles en los alrededores de Ezeiza. Los diarios del día siguiente hablarían de tres millones. Años después la cifra fue revisada a la baja, pero hasta los cálculos más conservadores siguieron hablando de un millón: fue, sin duda, la mayor reunión de la historia argentina. La izquierda peronista estaba presente con sus máximos dirigentes. Habían instalado su puesto de comando estaba en un ómnibus cubierto de banderas de FAR y Montoneros estacionado en las cercanías de Puente 12. Allí estaban Roberto Quieto y Marcos Osatinsky, máximos dirigentes de FAR y también Mario Firmenich, número uno de Montoneros. Aunque había rumores de que la ultraderecha preparaba algo, las previsiones de seguridad del grupo eran mínimas: apenas una veintena de militantes con algunas armas para autodefensa pero sin ninguna previsión del ataque que habían montado los grupos parapoliciales. Mientras tanto, el avión que traía a Perón estaba en vuelo y el clima aún estaba calmo. Desde el escenario, Leonardo Favio decía: “¡Compañeros, vamos a ensayar el recibimiento que le vamos a dar al general Perón cuando llegue a este palco!”. El cantante y director de cine, peronista de pura cepa, había sido nombrado “encargado de Ornamentación” del acto y, a su lado, estaba el locutor Edgardo Suárez. En el palco y en la arboleda cercana se ubicaron tiradores que sin aviso previo comenzaron a disparar a mansalva sobre la multitud indefensa Balazos a mansalva Los gritos de la multitud hacían que muchos no se dieran cuenta de que habían empezado los primeros ataques a las columnas de la izquierda peronista. Favio advirtió algunas maniobras extrañas y escuchó los primeros tiros sin tener idea del origen ni del plan de quienes estaban a su lado, conectados mediante walkie talkie con Osinde y Norma Kennedy. “¡Compañeros, acá ya hay más de dos millones y medio de personas! ¡Esto es inenarrable, compañeros! ¡Por favor, compañeros, quédense todos en sus lugares! ¡Cada peronista debe permanecer en su lugar! ¡Por favor, somos cuatro millones de peronistas contra cinco dementes!”, gritó, desesperado, por el micrófono. Le resultaba muy difícil ver qué estaba pasando, hasta que vio a los francotiradores. “¡Que se bajen todos de los árboles, repito: que se bajen de los árboles! ¡A partir de ahora, los que queden en los árboles son considerados traidores! ¡Los enemigos ya han sido visualizados!”, gritó, no una sino varias veces. Entonces una voz que no era la de Favio se coló por los altoparlantes con una orden asesina: “¡Muy bien, mátenlos, mátenlos!”, gritó. Nunca se supo quién fue, pero estaba ahí y mandaba a matar desde el palco. Lo interrumpió otra voz, la de Ciro Ahumada, con una contraorden en tono marcial: “Ordeno que el personal se baje inmediatamente de los árboles; les doy cinco minutos para hacerlo. Están en la óptica de nuestros fusiles. Si no bajan los ejecutamos. Es una orden”, dijo. Fue en vano, porque lejos de detenerse los disparos arreciaron. Miles y miles de personas se tiraron al suelo; el griterío era estremecedor. En los alrededores del palco, la confusión de la multitud era total. Millones de personas seguían gritando, cuerpo a tierra, puteando, tratando de entender o simplemente de evitar los balazos que llovían sobre ellas. El tiroteo fue decreciendo de a poco, dejando lugar al estupor, a la bronca, al espanto. Había cientos de heridos: los sindicalistas y militantes del ministerio de Bienestar Social que controlaban las ambulancias elegían a quién atender y a quién no. En algunos casos, en lugar de socorrer a las víctimas, cargaban a militantes de la izquierda peronista para torturarlos. "No es gritando como se hace patria. Los peronistas tenemos que retornar a la conducción de nuestro movimiento, ponerlo en marcha y neutralizar a los que pretenden deformarlo de abajo o desde arriba", dijo Perón al día siguiente Cámpora y Perón Enterado de la masacre que se estaba consumando, el vicepresidente en ejercicio de la presidencia, Vicente Solano Lima, ordenó desviar el avión. Para seguridad del General, no aterrizaría en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza sino en la base militar de Morón. El avión de Perón aterrizó a las 16:49 en la base militar de Morón, donde lo esperaban los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Una hora después, el recién desembarcado presidente Cámpora le habló al país por la cadena nacional: “Compañeros y compañeras: el general Perón ha pisado nuevamente el suelo de la patria. Está perfectamente bien. Contento y satisfecho de este viaje que ha realizado con toda normalidad, pero desde el aeropuerto de Ezeiza nos fue informado de que elementos que están en contra del país pretendieron distorsionar el acto en el cual se había congregado una muchedumbre nunca vista en el país de más de seis millones de compañeras y compañeros para recibir jubilosamente a quien es el conductor y el líder de la inmensa mayoría de la ciudadanía argentina (…) por eso les pido que aquella frase del general Perón se haga nuevamente cierta en esta oportunidad: de casa al trabajo y del trabajo a casa…”, dijo tratando de transmitir tranquilidad. Al día siguiente fue el propio Perón quien utilizó la cadena nacional, flanqueado por Cámpora. En un discurso conceptual, de tonos épicos, agradeció al pueblo su fidelidad a la causa peronista y se explayó sobre los lineamientos estratégicos para la reconstrucción del país, devastado por las minorías. En la única frase que podría interpretarse como alusiva a la masacre ocurrida el día anterior, dijo: “No es gritando como se hace patria. Los peronistas tenemos que retornar a la conducción de nuestro movimiento, ponerlo en marcha y neutralizar a los que pretenden deformarlo de abajo o desde arriba”. Aunque no lo dijo, ya había tomado una decisión: Cámpora y Solano Lima debieron presentar sus renuncias el 13 de julio, apenas 23 días después de la masacre.
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