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» El Ciudadano
Fecha: 19/06/2025 11:41
Por: Alejandro Duchini / Especial para El Ciudadano Todavía no le decían Mono ni monito cuando a los 7 años se agarraba a las trompadas con pibes más grandes que querían sacarle su lugar de lustrabotas en Constitución. Así se ganó el respeto José María Gatica, nacido en Villa Mercedes, San Luis, hace 100 años (25/5/25). Su familia -con su madre y su hermano vinieron a la Capital en un tren de carga- era pobre entre los pobres y para ganarse unos pesos más, el futuro Mono se metía entre las cuerdas de rings improvisados en el bajo y se peleaba con marineros británicos que esperaban el regreso a su país. A esas peleas del bajo mundo, de las que también participaban reos, lúmpenes y algunos pretenciosos boxeadores, lo llevó Lázaro Koczi, comerciante que era a la vez una suerte de promotor de boxeo. Fue, para que tengan una idea, quien inició en el rubro de las peleas a Martín Karadagián, conocido luego por promover el catch en Argentina e inventar Titanes en el ring, uno de los más grandes éxitos televisivos. Curiosidades del destino, Karadagián y Gatica coincidirían con el tiempo. Pero para eso faltaba. Prepotente y guapo, Gatica empezó a sonar de muy pibe en el boxeo profesional. Pero la gran historia empezó el 29 de septiembre de 1942 en la Federación Argentina de Box, cuando con 17 años fue convocado para reemplazar al ausente Livio Sosa en una pelea contra Alfredo Prada, de 18. Gatica fue ganador por descalificación. Dos semanas después, aprovechando el éxito comercial que podía generarse con el enojo de los seguidores de Prada, se hizo una revancha. Ganó Prada y empezó la máxima rivalidad entre boxeadores argentinos. En total, pelearon seis veces, con tres victorias para cada uno. En la última, en 1953, el Mono terminó con la mandíbula destrozada, pero siguió porque era guapo y porque creía que lo tenía era dolor de dientes. Gatica se ganó el apoyo de los humildes y el odio -literal- de las clases pudientes. Peronista, su mejor etapa deportiva coincidió con el auge de Juan Domingo Perón. Sus seguidores lo apodaban Tigre y sus detractores Mono, apodo que detestaba. En sus peleas llenaba el Luna Park. Alguna vez le dijo a Perón «General, dos potencias se saludan», frase que debe estar entre las más destacadas de la historia de nuestro deporte. Fue tal su vínculo con el peronismo que a su hija la llamó María Eva, hoy vinculada al boxeo y a la política. Cuando se casó con Ema Fernández -después tendría otras dos parejas, Nora Guercio y Rita Armellino-, lo hizo en la Iglesia de Pompeya, el barrio de Prada, cuyos seguidores lo tomaron como afrenta. El casamiento terminó con trompadas y heridos. Gatica empezó a ganar dinero y a derrocharlo de la misma manera. Se compró autos caros, pasaba las noches en los cabarets del centro de Buenos Aires y encendía habanos con billetes. Era habitual tapa de diarios y revistas, como El Gráfico. Al igual que Ringo Bonavena, nunca fue campeón mundial. Ni siquiera llegó a campeón argentino, como Prada. Cuando en 1951 combatió en los Estados Unidos hizo papelones. Le ganó a Terence Young pero fue vapuleado por el campeón mundial de los ligeros Ike Williams en el Madison Square Garden. Esa noche, cayó tres veces en el primer round. Había viajado sin la preparación adecuada. Aquello no le gustó a Perón: Gatica era, en el deporte, parte de la imagen de su gestión. Lo que siguió fue la decadencia. Nadie contó su vida mejor que el periodista Jorge Montes en su agotadísimo El Mono Gatica y yo (1978). Empezó a perder dinero y volvió a la pobreza en la que había nacido. Sólo le quedaba el nombre. Prada le dio empleo en su restaurante de Paraná y Sarmiento, en el centro de CABA. Dicen que tenía que decir «buenas noches, buen provecho» a los comensales. Algunos tomaron ese gesto como un aprovechamiento de Prada hacia el rival caído en desgracia. Otros todavía dicen que fue una manera de ayudarlo. Pasó lo mismo con Karadagián, quien en 1957 organizó un combate de lucha libre entre ambos en La Bombonera. Ya estaban grandes, aunque en el caso de Gatica su ocaso era más que evidente: sus últimas peleas habían sido, sin pena ni gloria, en Chivilcoy y Lomas de Zamora. La cancha de Boca no se llenó y las cuentas no cerraron, pero el encuentro quedó plasmado como uno de los momentos más recordados cuando se habla de Gatica. Dicen que estaba todo armado pero que el Mono se pasó del guión y le pegó una buena trompada a Karadagián, quien se la devolvió con una patada que lo dejó rengo para siempre. El periodista Daniel Roncoli se detiene en ese momento durante su monumental biografía sobre Karadagián, El gran Martín. Cuando en 1958 una inundación arrasó con su casa humilde de Villa Domínico, las fotos fueron la comidilla de los diarios de la época. Ahí estaba, tomando mate y harapiento, el ídolo caído. Mucho se escribió y se seguirá escribiendo sobre Gatica. Uno de los mejores textos -aunque con algunos errores- le pertenece a Osvaldo Soriano, quien lo publicó en los 70 en El Cronista Comercial y se titula José María Gatica: un odio que conviene no olvidar. Allí da cuenta de la parábola en la vida del Mono. Tanto la vida como la muerte de Gatica reunieron los condimentos para que se hable eternamente de él. En 1993, Leonardo Favio lo llevó a la pantalla grande con su película Gatica, el Mono, que reflotó la leyenda. Lo interpretó de manera genial el actor Edgardo Nieva, fallecido en 2020. Quienes quieren darle épica al final de la historia cuentan que murió aplastado por un colectivo a la salida de la cancha de Independiente, una tarde de fútbol en la que fue a la popular a vender muñequitos para ganarse unos mangos. Pero Montes contó otra cosa en su El Mono Gatica y yo. Y para hacerlo se basó en testimonios. Entre ellos el de un amigo del Mono, Emilio Sánchez, quien le recordó a la revista Así: «Gatica nunca vendió muñequitos. Por otra parte yo mismo era la primera vez que iba a vender a la cancha. Al final nos entusiasmamos con el partido y no vendí ninguno. El único muñequito que José María tocó fue el que le dio a uno de los controles de la platea: ‘Flaco, pasame un muñeco –me dijo–, se lo voy a regalar a un amigo’». De la cancha del Rojo se fueron al café El As, en Herrera y Luján, en la zona de Barracas, a una cuadra del Riachuelo. La dueña del lugar -describe Montes- los echó porque estaban pasados de alcohol. Cuando el Mono quiso subirse a un 295 en movimiento se trastabilló y terminó bajo las ruedas. Lo llevaron al Hospital Rawson con fracturas de cadera, luxación de vértebras, fractura de pubis y rotura de uretra. Dos días después, el 12 de noviembre de 1963, murió. Tenía apenas 38 años. El suyo fue un velatorio popular y peronista. Se hizo en la Federación de Box y desde ahí al Cementerio de Avellaneda, previo paso por el Luna Park y la cancha de Independiente, del que era hincha. Primera Plana tituló «Gatica. La noche en que los mendigos lloraron a su vengador». En el recorrido hubo incidentes. La policía intervino para que los miles de seguidores del Mono -algunos diarios hicieron hincapié en su condición de humildes- no se lleven el féretro. No faltó la corona enviada por Perón desde el exilio ni las compradas, después de una colecta, por esos mismos «humildes» menospreciados. Lo cuenta en detalle el historiador y docente universitario Daniel Sazbón en el libro Muertes, funerales, biografías póstumas y deportes en la Argentina, recientemente publicado por la editorial Prometeo. Los textos, que tratan sobre las repercusiones por las muertes de distintos deportistas, como Ringo Bonavena, Carlos Monzón y Diego Maradona, entre otros, fueron recopilados por Pablo Scharagrodsky y César Torres. Sazbón escribe que, según medios de comunicación, previo a su muerte hubo alguna noticia esperanzadora de recuperación. Y que los periodistas querían entrar a la habitación para verlo pero que la familia los evitaba, por momentos con escenas violentas. En la capilla del Cementerio de Avellaneda se cantó la marcha peronista y se vivieron momentos de tanta euforia que asemejaban más a un espectáculo deportivo que a una ceremonia religiosa. De hecho, -cuenta Sazbón- el sacerdote Nicolás Kulinski debió bendecir el ataúd desde una silla en medio de la atronadora. También estaban su madre, María Tomasa Correa, y sus hermanos Jesús, Luis, Flora e Inés. Y además su esposa, Rita Harmelino, y su anterior compañera, Ema Fernández. Crónica lo recordó como «un inconfundible ídolo del pueblo» que «nació en la humildad y de ella nunca salió» y que «fue díscolo, grosero, y hasta irrespetuoso. Era la víctima de su analfabetismo, de su falta de escuela. Era hijo de la calle y nunca desmintió su origen. En ella aprendió todo lo malo de su vida tumultuosa y prepotente. En el ring quiso vengarse…»; La Nación publicó: «Fue canillita, lustrabotas e ídolo. Por sus manos pasaron millones de pesos. Ahora era una sombra zigzagueante que trataba de olvidar esas noches ideales para los enfermos de vanidad y de soberbia». En 1977 sus restos fueron inhumados en el Cementerio de la Chacarita, pero en 2013 volvieron a Villa Mercedes, en San Luis, donde hace cien años nacía quien escribiría, con su cuerpo y con su alma, una de las historias más emblemáticas del deporte argentino.
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