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» Comercio y Justicia
Fecha: 19/06/2025 09:55
Por Florencia G. Rusconi (*) Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano -nacido el domingo 3 de junio de 1770 en la Buenos Aires del Virreinato del Perú del Imperio Español bajo el reinado de Carlos III y muerto el martes 20 del mismo mes en 1820 en la Buenos Aires de las Provincias Unidas del Río de la Plata, lo que le da a junio un cariz particular- es menos conocido como Manuel Belgrano, el primer economista del Río de la Plata. El 3 de junio se cumplieron 255 años del nacimiento y, el 20 de junio, 205 años de la muerte de Belgrano, acaso el único prócer argentino hoy indiscutido, con la excepción de José de San Martín, aunque ambos debieron padecer en vida encargos desmesurados, menosprecios, persecuciones y olvidos. Si debiéramos recordarlo por toda su obra, no alcanzarían los días del año. Fue tan grande la incidencia de Belgrano en el proceso de la independencia argentina; y en paralelo, es tan fuerte la inigualable marca histórica que lo consagra como el creador de la bandera nacional que todo lo demás generado por él parece que se convierte objetivamente en menor. ¿Qué más podemos valorar en un hombre que fue el gestor de uno de nuestros máximos símbolos patrios y marcó a fuego la emancipación americana? Parecería que nada más. Sin embargo, los aportes de Belgrano en otras dimensiones sociales, académicas y culturales fueron tan sobresalientes que aquel inigualable logro de haber creado nuestra bandera impidió valorar en su total magnitud las enormes contribuciones que Belgrano nos legó. La sola creación de la bandera argentina ya ensombrece muchas otras cosas. Pero Belgrano fue además un intelectual progresista; político y estadista; defensor del americanismo; admirador de Wolfgang Amadeus Mozart; gran jugador de ajedrez; lector de los primeros socialistas utópicos como Charles Fourier y Claude Henri de Rouvroy, conde de Saint-Simon; políglota y traductor (dominaba el inglés, el francés, el italiano, el latín y conocía lenguas nativas americanas como el guaraní y el quechua); fue amante de la pintura y promotor de la Escuela de Dibujo, en la cual a su vez se inscribió como alumno; ferviente cristiano; comprometido periodista y escritor; propulsor de la educación pública y de la incorporación de la mujer al proceso educativo; fundador de la Escuela Náutica; precursor de la ecología y defensor del medio ambiente; creador de la primera Academia de Matemática. Todo esto, y más, nos llevarán a sostener como irrefutable aquel certero juicio de José de San Martín cuando expresaba: “Belgrano es el más metódico de los que conozco en nuestra América, lleno de integridad y talento natural, créanme Ustedes es lo mejor que tenemos en América del Sur”. Fue el único de nuestros próceres de mayo que, gracias a la buena posición económica de su familia, tuvo la oportunidad de estudiar en una universidad europea, en la prestigiosa Universidad de Salamanca. Durante los años de estadía del otro lado del mar, Belgrano vivió de cerca importantes acontecimientos europeos, como los avatares de la Revolución Francesa (1789), que lo influyó profundamente con sus ideales de libertad política y religiosa, de republicanismo, de exaltación de los derechos del hombre. El joven Belgrano, quien no tenía formación militar alguna, podría haberse convertido en un profesional prestigioso y adinerado sin moverse de Buenos Aires (a los 24 años ya había sido nombrado secretario Perpetuo del Consulado de Comercio de Buenos Aires) (1), pero decidió –siempre listo– aceptar los desafíos que todos preferían evitar. Él mismo dice: “Al concluir mi carrera por los años de 1793, las ideas de economía política cundían en España con furor, y creo que á esto debí que me colocaran en la secretaría del Consulado de Buenos Aires (…) sin que hubiese hecho la más mínima gestión para ello” En 1797 fue designado por el virrey Pedro de Melo capitán de las milicias urbanas, cargo aceptado, en sus propias palabras, “más bien (…) para tener un vestido más que ponerme que para tomar conocimientos de semejante carrera”. Ante la inminencia de un ataque de las fuerzas inglesas, el virrey Sobremonte le encomendó la formación de un grupo de choque; cuando las tropas de Beresford desembarcaron el 25 de junio de 1806, Belgrano reunió a un grupo de civiles y marchó hacia el Riachuelo; el primer cañonazo inglés puso en retirada a la desordenada banda de improvisados en armas. Con la huida de Sobremonte a Córdoba y la capitulación del Consulado en pleno, salvo Belgrano (quien se negó a jurar lealtad a los ingleses), debió refugiarse en la Banda Oriental hasta la Reconquista organizada por Liniers. La contradicción más flagrante entre las condiciones naturales de Belgrano y el fatídico destino al que fue condenado reiteradamente se evidencia en los 16 años que van desde su ingreso al Consulado Real en 1794 hasta su salida en 1810. Ya como vocal de la Junta Provisoria formada por los revolucionarios de 1810 le fue asignada la expedición militar auxiliadora a la provincia del Paraguay “como representante y general en jefe”, empresa que acometió para que “no se creyese que repugnaba los riesgos, que sólo quería disfrutar de la Capital, y también porque entreveía una semilla de desunión”; para el enemigo, derrotarlo fue un mero trámite. El 27 de febrero de 1812, después de una seguidilla de infortunios generada por sus adversarios internos, fue nombrado por el Primer Triunvirato brigadier general al mando del Ejército del Norte, en reemplazo del general Juan Martín de Pueyrredón, vencido y replegado en Tucumán. El Triunvirato lo envió entonces a combatir al Alto Perú con una tropa de apenas 1.500 hombres derrotados, 400 de ellos todavía postrados en el improvisado hospital de campaña, sin artillería ni recursos económicos. Ese mismo día -y sin saber del nombramiento. Belgrano hacía flamear por primera vez la Bandera Nacional, enseña que debió ocultar y cambiar por la rojigualda (la española) por orden de Rivadavia, para no ofender a la metrópoli. Primer economista del Río de La Plata Enviado por sus padres a Europa, Belgrano estudió en Salamanca y Valladolid, donde tomó contacto y adquirió enorme entusiasmo con la bibliografía económica imperante en la época. Campomanes, Filangeri, Galiani, Genovesi, Jovellanos, Quesnay, y Smith estaban entre sus lecturas corrientes. Desde La riqueza de las naciones, de Adam Smith, hasta las teorías mercantilistas y fisiocráticas, el joven Belgrano devoraba con fruición las reflexiones en materia económica y especulaba con su aplicación pragmática en las colonias de España. En las universidades metropolitanas, la carrera de Abogacía comprendía por entonces Economía y Leyes, y de hecho la Economía era un capítulo privativo del Derecho. El pensamiento económico de Manuel Belgrano fue poco seguido cuando no tergiversado. La corriente hegemónica u oficial lo considera un seguidor del pensamiento fisiócrata y del liberalismo de Adam Smith, entre otros autores europeos de la época. En realidad, abordó una gran variedad de problemas económicos que la historia oficial oculta, ya que la prédica de protección de la industria nacional de Belgrano no es coincidente con las clases dominantes que siempre soñaron con una Argentina “granero del mundo” o “supermercado del mundo”, en su última versión. En su doctrina económica identifica a la agricultura como fuente de generación de riquezas, pero el destino de ésta no debía ser exportar materias primas sin agregarles valor. La economía debía basarse en un desarrollo armónico y éste requería de la interacción de los tres ejes estratégicos clave agricultura-industria-comercio, en el que existe una secuencia lógica que respeta el proceso de extracción de recursos de la naturaleza, su transformación agregando valor mediante el trabajo y su posterior comercialización. Sostenía que la articulación de este trinomio genera la riqueza y felicidad de los países, dando un rol protagónico a la industria: “Ni la agricultura ni el comercio serían, casi en ningún caso, suficientes para establecer la felicidad de un pueblo si no entrase a su socorro la oficiosa industria”, sostenía. Asimismo expresaba: “Al concluir mi carrera, por los años de 1793, las ideas de economía política cundían en España con furor, y creo que a esto debí que me colocaran en la Secretaría del Consulado de Buenos Aires. Las sólidas ideas económicas de Belgrano siempre fueron poco y mal difundidas, no comprendidas en su verdadera magnitud, y relegadas al olvido por las conveniencias de cada época. Enfrentado con la realidad rioplatense, se comportó como un economista práctico que aplicó con rigor lo más adecuado de cada enseñanza teórica; para él, el interés era “el único móvil del corazón del hombre”, y el trabajo era “la forma de inserción en la sociedad” que preservaba al individuo “de todos los vicios y males”. Belgrano aseveraba: “Un país bien dotado de tierra y con habitantes industriosos, que saben cultivar la tierra, se completa con el comercio: este país, sin comercio, será un país miserable y desgraciado”. Consistente con las ideas de los fisiócratas y en oposición a las usanzas en las colonias de España, Belgrano consideraba la agricultura una “madre fecunda que proporciona todas las materias que dan movimiento a las artes, y el comercio (…) el verdadero destino del hombre”. Lejos de limitarse a esa visión propia de Quesnay, entendía que la producción agropecuaria debería formar un todo indisoluble con la libertad de comercio, que suponía “la capacidad de los labradores de vender al precio que más les conviniera, sin ser manipulados por los comerciantes de las ciudades”. Como enseñaba Campomanes, Belgrano concebía a la propiedad de la tierra “un derecho natural del hombre”, un recurso que debía ser explotado, en oposición a la tendencia instaurada a los latifundios. Estas nociones desafiaban a las ideas dominantes, que consideraban el comercio como causa de la riqueza, y ponía énfasis en el trabajo de la tierra como valor agregado y manantial de bienes. Para Belgrano, los excedentes agropecuarios eran los posibilitantes de la transformación y multiplicación de la riqueza a través de la industria y el comercio; la interdependencia era inevitable para cerrar el círculo virtuoso. En la visión del economista, el Estado debía reservarse el papel de la promoción de la construcción de infraestructura -caminos, puentes, canales, puertos- y de la educación, aunque en circunstancias extraordinarias tenía la misión de acudir en auxilio de la población, brindarle alimentos y asegurarle trabajo. La agricultura, la ganadería y el comercio deberían ser libres; no anárquicos o libertinos, sino libres; rechazaba al monopolio (2) como modalidad de la economía, y al contrabando como práctica del intercambio, lo que le valió no pocos enemigos en una sociedad portuaria habituada a ellos y acomodada a su evolución, incluida su propia familia. Obviamente, la libertad de comercio, entendía Belgrano, de ningún modo podía significar el descuido del desarrollo interno y de la producción local, que han de ser defendidos sin menoscabo. Contra un entorno que, a la usanza española, veía al trabajo como un estigma denigrante propio de negros e indios (es decir, esclavos y servidumbre), Belgrano postulaba el esfuerzo manual e intelectual como eje central de la vida en una sociedad civilizada. Católico militante, tuvo que confrontarse con clérigos y nobles que consideraban “incompatible con su dignidad el desempeño de trabajos manuales o artesanales”. La labor de Belgrano en el Consulado procuró en todo momento conseguir el máximo de autonomía para la economía interior, el progreso de la mano de obra y el desarrollo creciente de la producción, en armonía y coordinación con los intereses de la Corona española. Al sobrevenir la Revolución de Mayo de 1810, toda su concepción tuvo que adaptarse al nuevo tiempo y abandonar el purismo inflexible. Para un economista práctico como Belgrano, el desafío no fue difícil en absoluto sino todo lo contrario; le permitió profundizar en las nociones más filosóficas de las causas y los procederes que materializan y hacen perdurar la prosperidad de los pueblos. El país naciente debía invertir la ecuación consolidada, abandonar la importación de bienes elaborados y comprar materia prima en el exterior para manufacturarla en el interior; la verdadera ganancia provenía del valor agregado por la elaboración previa de los sobrantes de la tierra para su exportación ulterior. En oportunidades, la lectura de Belgrano parece tan actual que asusta un poco, como cuando se ocupa del plano internacional o del endeudamiento externo. Cualquier similitud con la realidad del siglo 21 no es mera coincidencia. Como reconocimiento, la biblioteca de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Córdoba lleva su nombre y el Día del Graduado en Ciencias Económicas se festeja el 2 de junio, conmemorando aquella jornada de 1794 cuando fue designado primer secretario del Consulado de Buenos Aires. La imagen de Manuel Belgrano se ha sucedido en la moneda argentina quizás con más frecuencia que la de cualquier otro prócer, salvo San Martín. Conclusión: su gran riqueza La de economista será una de las facetas más noble y ética de Belgrano. Lo tuvo todo. Fue rico y encumbrado. Sus ideas aportaron al crecimiento del nuevo mundo que llegaba. Contribuyó al bienestar general como pocos en nuestra historia. Creó nuestra bandera y fundó pueblos. Murió pobre. Desconocido. Fue el primer economista; sin embargo, la crueldad de su tiempo le quitó todo y lo dejó solo. La historia, como siempre, regresó por sus fueros y repuso sus méritos injustamente vapuleados: lo volvió a convertir en el millonario propietario de decenas de ejemplos sobre su vida que mostrarán su dignidad, honradez y cabal representante de la patriótica intransigencia que tanto parece seguir costando en nuestra patria. Las ideas que Belgrano cultivó y que supo adaptar al territorio del Río de la Plata, abarcando distintos aspectos de la vida social, política y económica, lo llevaron a Mitre a definirlo como educacionista, literato, jurisconsulto, filántropo y economista social durante la época colonial, su nombre está asociado a todos los grandes pensamientos que se iniciaron a fines del siglo XVIII y principio del XIX para mejorar la condición política, moral y material del pueblo argentino. (*) Abogada. Docente jubilada de Cátedra Derecho Internacional Público. Facultad de Derecho (UNC) NOTAS (1) El Consulado de Comercio de Buenos Aires era de las principales instituciones oficiales del Virreinato junto con el Virrey, el Cabildo y las del orden religioso. Fue erigido en 1794. Tenía la misión de proteger los intereses de un Estado, en el territorio de otro. (2) En el Virreinato existía el monopolio; significaba que España controlaba todo el comercio con sus colonias americanas, prohibiendo el comercio con otras naciones.
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