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  • Waterloo: la estrategia de Napoleón de dividir fuerzas, una batalla sangrienta y el misterio de los restos de miles de soldados

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/06/2025 03:06

    162 Un esqueleto completo hallado cuando se levantaba una playa de estacionamiento, una pila de miembros amputados, mezclada con restos de caballos, balas de mosquetes y de pistolas, cajas de municiones y hebillas de cinturón. Eso fue lo que arrojaron, hasta el momento, diversas excavaciones arqueológicas en el terreno donde se combatió en Waterloo, una aldea situada a unos veinte kilómetros al sur de Bruselas, la capital de Bélgica. Un misterio persiste: los restos de unos veinte mil muertos que dejó esa batalla, que selló para siempre la suerte de Napoleón Bonaparte, no pudieron ser hallados. Se especula que años después, lugareños —los mismos que tuvieron que sepultar a los muertos— los desenterraron, molieron los huesos y los vendieron, ya que entonces se usaban para blanquear el azúcar de remolacha. En la granja de Mont-Saint-Jean, adaptada entonces como un hospital de campaña del ejército aliado, permanecían sepultados miembros amputados, y la granja de Hougoumont, donde fueron hallados diversos vestigios, fue un punto clave donde se concentraban parte de las fuerzas aliadas. Napoleón centró allí un ataque de distracción y aseguró a su estado mayor que si seguían sus indicaciones, esa noche del domingo 18 de junio de 1815 celebrarían en Bruselas. El Duque de Wellington quedó como el gran vencedor de la jornada, aunque contó con la valiosa participación de los prusianos. Fue primer ministro de Gran Bretaña en dos oportunidades. El principio del fin El 1 de marzo de 1815 había desembarcado en la Costa Azul, proveniente de la isla de Elba, y el 20 entró triunfal y aclamado en París, mientras el rey Luis XVIII salvaba su pellejo refugiándose en los Países Bajos. Apenas arribó a la capital, todos supieron para qué había ido. “Necesito una victoria”, afirmó. El 6 de junio se puso en marcha con su ejército. Antes de partir, le envió a su amante la condesa María Waleska, ”la única mujer que me ha amado”, sus armas, dinero, valores negociables, acciones y un brazalete. Inglaterra, Rusia, Prusia, Suecia, Austria, Países Bajos, España y hasta algunos estados alemanes no demoraron en aliarse, y se prepararon para frenar, de una vez por todas, a ese corso obstinado y ambicioso. La histórica batalla recibió el nombre de Waterloo, una aldea situada al sur de Bruselas. Arthur Wellesley, un irlandés de 46 años, corpulento, de un metro ochenta, que pasaría a la historia como el duque de Wellington, quedó al mando de un ejército formado por ingleses, alemanes y holandeses. Era un excelente jinete y un héroe de guerra que había comandado al ejército aliado en la guerra de la independencia española y que había vencido al ejército francés en España. Y el mariscal Gebhard von Blücher, con sus 72 años a cuestas, era un inteligente estratega prusiano que disfrutaba estar en la primera línea de la batalla. Wellington estaba en un baile en Bruselas cuando le informaron que el 15 de junio Napoleón, sorpresivamente ya estaba en Bélgica. Bonaparte intentó moverse de tal forma para que sus enemigos ingleses y prusianos no pudiesen reunirse. Pero todos eran viejos conocidos, sabían cómo actuarían y los aliados no caerían en la trampa que quería tenderles el corso para derrotarlos por separado. Este cuadro, que se exhibe en el museo de guerra en Edimburgo, refleja los encarnizados combates en la granja de Hougoumont. Las fuerzas que se enfrentaron en Waterloo fueron gigantescas: 74.000 franceses contra 68.000 aliados y 45.000 prusianos. La batalla Fue una demora innecesaria de Napoleón el no haber iniciado el ataque al amanecer. La noche anterior había llovido mucho y el fango y los terrenos inundados demoraron el avance de la infantería y de la caballería. Si bien comenzaba a clarear a las cuatro, Bonaparte quiso esperar hasta el mediodía para iniciar las acciones, ya que planeaba emplazar sus baterías en un lugar más seco. Wellington lo aguardó con una formación clásica: un centro, dos alas y una retaguardia con una importante reserva. Colocó a sus mejores hombres en el ala derecha; la izquierda la reforzaría cuando llegasen los prusianos. Desde su cuartel que estableció en una posada llamada La Belle-Alliance —que aún puede visitarse— Bonaparte dispuso sus tropas en tres líneas. Ocupaban un ancho de cinco kilómetros y medio. Estaba confiado, si en Ligny había hecho desbandar a los prusianos, y el mismo día el mariscal Michel Ney había impedido que los ingleses acudiesen al auxilio de sus aliados. Pasadas las 11 de la mañana, comenzó el combate. Ordenó una violenta carga contra el centro y la izquierda enemiga para arrasarlas y terminar lo más rápido posible la batalla. WATERLOO, Gran parte de la acción se concentró unos kilómetros al sur de Waterloo, en Placenoit y Braine-l’Allend. Fueron particularmente encarnizados los combates en la granja Hougoumont que, junto a otras, estaba en camino del grueso de las fuerzas inglesas. Allí unos 2600 defensores frenaron una y otra vez feroces arremetidas de más de 10 mil franceses. “Defiendan la posición hasta el final, y no la entreguen ni la abandonen por ninguna razón”, fue la orden de Wellington. Pero Napoleón no entendió por qué allí se trabó una lucha encarnizada, cuando él había ordenado que fuera solo una distracción para atacar el otro flanco. Bonaparte confiaba en su artillería, pero el excesivo lodo minimizó los daños de las balas de cañón. Hasta las dos de la tarde mantuvo el bombardeo. Mandó a la infantería a subir una colina, ya que detrás se concentraba el ejército aliado, pero fueron rechazados por la infantería y caballería. A las tres, dispuso un nuevo ataque al centro inglés y tres horas después pudo tomar la granja de La Haie Sainte. La batalla tenía un resultado incierto. A primera hora de la tarde le informaron que un ejército al mando de Friedrich von Bülow se acercaba. Sabía que no debía perder tiempo: debía vencer a los ingleses antes de la llegada de los prusianos. Waterloo Ordenó a la caballería un ataque al centro enemigo. Pero los ingleses no terminaban de ceder ante las embestidas francesas. Napoleón percibió que una victoria era posible. A tal punto que Wellington le envió a los prusianos el mensaje: “Si el cuerpo no continúa su marcha y ataca enseguida, la batalla está perdida”. Cuando el segundo cuerpo prusiano entró en la batalla, demorados por la trabajosa marcha en el barro, atacaron al ejército francés en su flanco derecho. El propio von Blücher resultó herido. Dos horas después, Napoleón mandó a combatir a su última carta: 5000 granaderos, su guardia imperial, los más veteranos. Era su última carta. Pero esa arremetida sería deshecha por la caballería pesada británica y por primera vez en su historia, debieron retroceder, lo que animó a Wellington a ordenar un contraataque. El segundo cuerpo prusiano cercó a los granaderos franceses. Cada vez había más enemigos. A las 8, entró en acción el tercer cuerpo prusiano. Los doblaban en número. Napoleón no comprendía por qué sus subordinados habían cometido tantos errores, ejecutando mal sus propias órdenes o lanzándose a acciones inconsultas. Ordenó retroceder y dejó la posición con sus soldados. Tomó el mando de uno de los cuadros que aún resistían. Y cuando éstos cayeron, en su carruaje se dirigió hacia la retaguardia, escoltado por unos pocos granaderos. A las 9 de la noche Wellington y von Blücher se abrazaron en el cuartel francés. Hasta cerca de la medianoche los prusianos persiguieron a los franceses. Francia sufrió unas 26 mil bajas, entre muertos y heridos, y diez mil prisioneros. Los aliados tuvieron unos 17 mil muertos y heridos y los prusianos, 7 mil. Wellington, al ver el terrible saldo de la batalla, expresó: “Al margen de una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada”. Dos días después, Napoleón estaba de regreso en el Elíseo. En nueve días de campaña había perdido el imperio que tardó nueve años en conquistar. “He hecho por Francia todo lo que he podido”. Estaba agotado. En los últimos ocho días apenas había dormido unas pocas horas. Sus oficiales lo habían visto caerse de sueño sobre los mapas. Estaba obeso, y sus problemas con su vejiga y sus hemorroides fueron una tortura cuando montaba a caballo. Lo escucharon quejarse amargamente de sus oficiales, especialmente de Michel Ney y de Emmanuel de Grouchy; éste último se pasaría el resto de su vida defendiéndose de la acusación de haber traicionado a Napoleón al atacar tarde a los prusianos. Renunció cuando tomó conciencia que había perdido todo apoyo político. Francia ya estaba cansada de guerras y enfrentamientos. Su último acto de gobierno fue proclamar a su hijo bajo el nombre de Napoleón II y dejó que las cámaras nombrasen una regencia. El 29, en el palacio de Malmaison, se despidió de su madre y de sus allegados. Despojado de su uniforme, vestía un pantalón azul, una levita marrón, botas de montar y un sombrero redondo de ala ancha. Antes de irse pasó por el cuarto de su primera esposa Josefina, de quien se había divorciado en 1810 y que había fallecido mientras él estaba confinado en la isla de Elba. Partió en una calesa cerrada tirada por cuatro caballos. Su plan era irse a los Estados Unidos y esperar el momento propicio para regresar. Pero los buques ingleses bloqueaban la rada. Napoleón, a sus 46 años, se transformó en prisionero de los británicos en la isla de Santa Elena, donde pasaría los pocos años que le quedarían de vida. Allí, perdido en el Atlántico se lamentó que “sin von Blücher ahí, no se dónde estaría ahora Wellington, pero con seguridad yo no estaría aquí”. Hoy el escenario de esa batalla es un inmenso campo sembrado, donde desde 2015 la organización benéfica Waterloo Uncovered organiza expediciones arqueológicas con veteranos de distintas guerras, porque se comprobó que el trabajo de campo con ellos puede ayudarlos a sobrellevar sus lesiones físicas y sus traumas. Este modelo se replicó, con éxito, con veteranos argentinos en Malvinas. Esa noche, en la que Napoleón planeaba festejar la victoria en Bruselas, en ese campo, donde se habían matado miles y miles de ingleses, holandeses, austríacos, prusianos y franceses, estaba sembrado de cadáveres y de moribundos que nadie atendía. Había sido invadido por una legión de saqueadores que, mezclados con animales carroñeros, buscaban cualquier cosa de valor: armas, botas, uniformes y hasta dientes, cuya demanda era creciente para la confección de dentaduras postizas. Ni qué decir si lograban hacerse de piezas de oro. Los que agonizaban eran rematados para poder ser despojados. El escenario de la batalla, en la actualidad. La Colina del León es un montículo artificial. Desde allí se puede apreciar el campo donde se desarrolló el combate. El prusiano von Blücher pretendió que la batalla fuera llamada de “Belle Alliance”, el nombre del campamento de Napoleón. Ganó la postura del irlandés Wellington -que había quedado como el triunfador de la jornada- quien quiso que pasase a la historia como Waterloo, esa aldea donde había dormido la noche anterior a su victoria más aclamada.

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