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  • Un libro en dos mil palabras: “El proceso”, de Kafka, una acusación sin causa y un descenso sin fin

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 18/06/2025 02:35

    Un hombre es arrestado y arrastrado por un juicio interminable, sin reglas claras ni posibilidades de defensa. Publicado en 1925, es un clásico universal. Aquí te lo contamos Algunos libros no se leen, se habitan. Nos envuelven con una atmósfera, una lógica propia que altera nuestras coordenadas más elementales. Tal es el caso de El proceso, novela inacabada de Franz Kafka publicada póstumamente en 1925, que narra el lento e inexorable hundimiento de Josef K., un empleado de banco que es arrestado una mañana sin saber por qué. Desde entonces, el protagonista intenta sin éxito comprender y defenderse ante un tribunal que nunca ve, en un proceso cuyo sentido y lógica escapan a toda razón. Esta es la historia que te vamos a contar-CON SPOILERS- en unas 2.000 palabras. El proceso Por Franz Kafka eBook Gratis Descargar En la primera edición de El proceso, en 1925, Max Brod -el amigo de Kafka que publicó su obra pese a los pedidos en contrario del autor- comentaba que el manuscrito no llevaba título. Sin embargo, contaba que Kafka -que había muerto un año antes- siempre se refirió al texto con esa denominación. Por regla general, Kafka se decidía por un título definitivo una vez concluida la obra. El proceso, entonces, podría haber sido sólo un título provisional. Kafka, nacido en Praga en 1883, creó una obra única y perturbadora, donde la culpa y el absurdo son fuerzas que gobiernan al individuo. El proceso se ha interpretado como una alegoría, una crítica al poder burocrático o un retrato de la ansiedad existencial. Pero, más allá de las interpretaciones, lo que queda es una narración que nos atrapa desde la primera línea. La historia no tiene redención, sino una deriva: el proceso comienza, y de ahí en adelante, todo es descenso. Vamos al texto: “Alguien tenía que haber calumniado a Josef K., pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo“. Así comienza la historia. Es su cumpleaños número treinta, vive en una pensión, trabaja como procurador en un banco. Pero ese día, en vez del desayuno que le lleva la cocinera Anna, entran dos hombres desconocidos. Uno se llama Franz. Visten de negro. No son policías ni muestran credenciales. Solo le dicen que está detenido, aunque puede seguir con su rutina. K. no entiende nada. Pregunta por la acusación. La respuesta es siempre la misma: “No estamos autorizados a decírselo”. El escritor Franz Kafka Franz y su compañero Willem lo escoltan, no lo agreden. Lo llevan ante un inspector que se presenta en una habitación de la pensión convertida en improvisado despacho. El inspector repite que todo está en marcha: “El proceso se acaba de iniciar y usted conocerá todo en el momento oportuno”. Pero no hay explicación, ni delito, ni instancia clara. K. se siente ofendido y ridículo. No es encerrado ni conducido ante un juez. Simplemente le dicen que el proceso ha comenzado y que será convocado. Esa es la nueva condición de su existencia. Esa misma noche, K. se disculpa ante su casera, Frau Grubach, y luego va a la habitación de la señorita Bürstner, una vecina. Le cuenta lo sucedido, la escena del arresto, la presencia de los extraños. Bürstner, incrédula, escucha con interés. K., excitado, recrea el episodio, la imita, se agita, mueve los muebles como si interpretara una obra. Termina besándola. A la mañana siguiente, un tal Capitán Lanz, amigo de la casera, lo reprende por haber importunado a la señorita. K. lo ignora. El proceso ya ha entrado en su cuerpo. Lo más inquietante: no lo trasladan ni lo encierran. El arresto no implica reclusión. K. puede continuar con su vida, ir al trabajo, hablar con su casera. –”Entonces estar detenido no es tan malo”, dice K. Pero todo está teñido de una nueva inquietud. El proceso ha comenzado y su sombra lo acompañará siempre. Una semana después, recibe una citación. Debe presentarse un domingo en un lugar impreciso. Encuentra finalmente la sala: un desván miserable, atestado de personas. El juez instructor le llama la atención por su retraso. K. responde con un largo alegato donde denuncia el carácter arbitrario del tribunal: “Fui detenido hace diez días, me río de lo que motivó mi detención, pero eso no es algo para tratarlo aquí. Me asaltaron por la mañana temprano, cuando aún estaba en la cama. Es muy posible ––no se puede excluir por lo que ha dicho el juez instructor–– que tuvieran la orden de detener a un pintor, tan inocente como yo, pero me eligieron a mí”. Sus palabras son firmes, cada vez más enfáticas: “No hay ninguna duda de que detrás de las manifestaciones de este tribunal, en mi caso, pues, detrás de la detención y del interrogatorio de hoy, se encuentra una gran organización. Una organización que, no sólo da empleo a vigilantes corruptos, a necios supervisores y a jueces de instrucción, sino a una judicatura de rango supremo con su numeroso séquito de ordenanzas, escribientes, gendarmes y otros ayudantes” El público, formado por gente de aspecto miserable, parece aprobar. Pero K. no obtiene respuestas. "Hoy se ha privado a sí mismo de la ventaja que supone el interrogatorio para todo detenido“, le reprocha el juez. K. abandona la sala frustrado: ”¡Pordioseros! Os regalo todos los interrogatorios“. "El proceso", de Franz Kafka En la segunda visita, el tribunal ya no lo espera. Las salas están vacías. Recorre pasillos, encuentra a la esposa del ujier, quien coquetea con él. La escena es ambigua. Aparece un estudiante, la alza y se la lleva. La mujer lo mira y le dice: “No, ¿en qué piensa usted? Eso sería mi perdición”. El poder judicial también tiene sus jerarquías internas, sus transacciones. K. apenas las roza. K. empieza a perder el control de su vida. Visita cada semana el tribunal, que se esconde en los pisos superiores de edificios ajenos, mal ventilados y llenos de funcionarios indiferentes. Aunque el proceso domina la vida de K., también lo afectan sus relaciones personales. Una figura clave es la señorita Bürstner, la vecina a quien K. confiesa su arresto. Tras el primer encuentro, ella lo evita. Más adelante, cuando K. acude con su tío Karl al abogado Huld, conoce a Leni, la enfermera del abogado, que está enfermo del corazón. Ella se presenta como una figura abierta, sensual, casi provocadora. Lo conduce a un cuarto, se entrega de inmediato. "––Venga ––dijo ella, y lo atrajo a sí. Le besó la frente y sus manos“. Pero incluso ese gesto tiene algo ambiguo. Leni parece disfrutar su influencia sobre los acusados. Josef K. lo percibe: “––Para ella ––pensó K.–– no soy más que otro cliente del abogado”. En sus visitas posteriores, Leni se muestra cada vez más involucrada, lo cela, le da consejos, se infiltra en su proceso. Pero K. duda. No sabe si confiar en ella o si es parte del engranaje judicial. La intimidad también se vuelve sospecha. El abogado recibe a K. en la cama. Karl se preocupa por el prestigio del apellido, por la reputación. Pronto se desencanta de la pasividad de K. "––No te das cuenta de lo que está en juego ––le dice––. Te comportas como si fuera un juego de oficina". La tensión entre ambos se incrementa. Karl lo abandona, decepcionado, sin ayudar más. K. se queda solo, otra vez. Pero K. desconfía de Huld. Cree que el abogado solo prolonga el proceso. La escena más inquietante ocurre cuando conoce al comerciante Block, otro cliente de Huld, que ha estado procesado durante cinco años. Block se ha convertido en una sombra, un siervo. Se arrastra, obedece, vive con miedo. Cuando K. lo visita, lo encuentra arrodillado, siendo humillado por el abogado. "––Este hombre ––dijo Huld– ya no es un cliente. Es mío“. K. ve en Block su posible futuro. Decide cortar con Huld. La rutina del proceso El tribunal no emite dictámenes ni convoca nuevas audiencias. Pero el proceso sigue. K. no sabe cómo. Alguien escribe su expediente. Hay funcionarios que lo visitan, escribientes en habitaciones ocultas. Uno de los momentos más simbólicos ocurre en el banco donde trabaja. Al escuchar ruidos en un depósito, K. descubre a Franz y Willem, los dos empleados que lo detuvieron al inicio, siendo azotados por un guardián. Ellos le suplican: "––¡Ayúdenos, señor K., somos sus guardianes!“. El castigo, le explican, es por su queja formal contra ellos. Pero la escena se repite: al día siguiente, los vuelve a encontrar en la misma posición, como si el castigo no tuviera fin. Esta repetición instala la idea de que la sanción no es una consecuencia, sino una estructura. Nadie sale. No hay redención ni aprendizaje. Solo ciclos. Kafka lo presenta sin subrayarlo, pero con brutal claridad. Buscando otra vía, K. visita al pintor Titorelli, un artista oficial del tribunal. Vive en un altillo rodeado de niñas que lo espían. K. le pregunta si puede ayudarlo a obtener la absolución. El pintor le explica las tres formas de resolución posibles: la absolución verdadera (inexistente), la aparente (que lo mantiene bajo vigilancia) y la dilación indefinida. Esta última es la única accesible. Se le mantiene en libertad, pero el proceso sigue. “El proceso no se detiene, pero el acusado queda casi tan a salvo de una condena como si estuviera libre”, le explica Tirorelli. La culpa nunca desaparece. Otro momento revelador ocurre cuando K. explora el desván donde se alojan las oficinas judiciales. Allí encuentra escribientes apilados, dormitorios improvisados, archivadores oscuros, sofocantes. Uno de ellos le explica que su expediente “debe ir bien” porque tiene poco volumen. K. pregunta por su contenido. Le responden: “––Los instructores lo leen, y si no entienden algo, añaden una nota”. No hay defensa ni acusación, solo texto acumulado, escrito sin sentido. K. sube y baja escaleras, abre puertas, entra en salas de espera repletas. A veces le preguntan si es acusado o funcionario. Otras, lo confunden. La burocracia lo diluye todo: culpabilidad, jerarquías, hechos. Incluso el lenguaje se desvanece. Hacia el final, K. se encuentra en la catedral con un sacerdote. Cree que está allí para acompañar a un cliente del banco. Pero el sacerdote lo llama: “––¡Josef K.!“. Le revela que es el capellán de la prisión: “––Tú eres Josef K ––dijo el sacerdote […] ––Estás acusado”. K. intenta justificarse: “––Pero yo no soy culpable ––dijo K––. Es un error. ¿Cómo puede ser un hombre culpable, así, sin más?“. El sacerdote responde: ”––Eso es cierto ––dijo el sacerdote––, pero así suelen hablar los culpables“. Entonces le cuenta una parábola: un hombre llega ante una puerta que da acceso a la Ley. Un guardián le impide entrar. El hombre espera años. Pregunta si podrá pasar. El guardián dice: "––Es posible, pero no ahora“. El hombre envejece, insiste, ofrece todo lo que tiene. Antes de morir, pregunta por qué nadie más ha pedido entrar. El guardián responde: “––Ningún otro podía haber recibido permiso para entrar por esta puerta, pues esta entrada estaba reservada sólo para ti. Yo me voy ahora y cierro la puerta”. K. pregunta si el guardián lo engañó. El sacerdote dice: "––No debes aceptar todo como verdad. Debes aceptarlo como necesario". La necesidad reemplaza a la verdad. El orden ya no se basa en justicia, sino en cumplimiento. La noche antes de cumplir 31 años, dos hombres vestidos de negro llegan a buscarlo. K. los esperaba. “Se levantó en seguida y contempló a los hombres con curiosidad. ––¿Les han enviado para recogerme? ––preguntó”. Lo conducen sin violencia, pero con firmeza. Caminan por las calles hasta llegar a las afueras. Allí, uno de ellos saca un cuchillo. K. comprende lo que va a ocurrir. No se resiste. Piensa: "¿Dónde estaba el juez al que nunca había llegado?“. El verdugo se lo pasa al otro, quien lo sostiene. El cuchillo cae. Kafka cierra así la novela: "––¡Como un perro! ––dijo, fue como si la vergüenza debiera sobrevivirle“. Kafka nunca terminó esta novela. Pero eso es parte de su fuerza. El proceso no tiene resolución ni moraleja, porque el mundo que describe tampoco las tiene. Josef K. no es culpable de nada, pero eso no lo salva. Como escribió el propio Kafka: “La sentencia no se pronuncia de una vez, el procedimiento se va convirtiendo lentamente en sentencia”. Y una vez iniciado, es imposible escapar del proceso.

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