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Colon » El Entre Rios
Fecha: 17/06/2025 12:31
Atención Esta imágen puede herir su sensibilidad Ver foto Compartir imágen Cristian Centurión junto al "Gordo Dan" Los municipios no quiebran de un día para otro. Se descomponen en silencio. Bajo la superficie de la burocracia local —que rara vez ocupa los titulares— operan estructuras que nacen con funciones claras y terminan absorbidas por la lógica de su propia supervivencia.Concordia no es una excepción. Lo que se está discutiendo hoy, en realidad, es si alguien debía finalmente cortar el circuito.En una ciudad donde más del 50% de la población está bajo la línea de pobreza, la pregunta por el gasto social no es banal. Es legítimo preguntarse si recortar programas que asisten a los sectores más vulnerables no implica una forma de crueldad política. Pero esa pregunta no puede formularse sin antes observar cómo estaban estructurados esos programas, qué resultados generaban, y cuánto costaban por cada impacto efectivo.Porque gastar no es ayudar. Y gastar mucho, sin indicadores de mejora, es precisamente lo contrario: es sellar el fracaso con recursos públicos.Tomemos el caso de los CDI. El gasto por niño superaba ampliamente el valor de una escolarización de calidad en el sector privado, incluyendo alimentación, transporte y materiales. Sin embargo, los informes internos (cuando existen) mostraban niveles mínimos de seguimiento, problemas crónicos de gestión y una plantilla sobredimensionada, donde la duplicación de tareas administrativas competía en escala con la ausencia de personal técnico especializado. Se pagaban más sueldos, sí. Pero a cambio de menos resultados.Frente a este tipo de ineficiencia, la reacción esperable de cualquier administración que aspire a algún grado de racionalidad es intervenir. No por dogma, sino por matemática simple. El municipio de Concordia proyectaba, al ritmo de ejecución anterior, un déficit operativo creciente y estructural. Un punto de no retorno directo al colapso, en el que ya no se trataría de ajustar: se trataría de elegir qué servicio cerrar primero bajo riesgo de perder todo el sistema de asistencia y dejar sin protección social a sus beneficiarios.El margen era nulo. Y cuando el margen desaparece, cada decisión pesa más.El rediseño que se está ejecutando no es lineal ni inocuo. Implica despidos, y eso exige una justificación detallada. Pero también exige un debate serio: ¿por qué había contratos temporales que se prorrogaban año tras año sin evaluación alguna? ¿Qué sentido tiene sostener estructuras completas si no producen impacto? ¿Cuántas áreas funcionaban con tareas solapadas, informes innecesarios o funciones vacías?Despedir no es una virtud. Pero sostener lo insostenible tampoco lo es.La crítica más resonante sostiene que, mientras se recortan servicios sociales, se estarían incorporando nuevos funcionarios. Esa acusación merece ser diseccionada. El problema no es el ingreso de personal, sino con qué propósito se lo hace. Si se reemplaza inercia por capacidad técnica, si se incorporan perfiles con competencias específicas para rediseñar sistemas, auditar programas o reordenar presupuestos, no se trata de sumar "casta", sino de asumir que administrar también requiere talento.El punto es este: un municipio con recursos escasos no puede darse el lujo de improvisar. Y tampoco puede seguir pagando por estructuras que solo existen porque nadie se atrevió a apagarlas.En ese marco, reorientar fondos —a salud primaria, infraestructura básica, programas de alimentación en coordinación con escuelas— no es un abandono de los más vulnerables. Es, en todo caso, un intento por que el dinero llegue finalmente a ellos, sin intermediarios, sin capas inútiles, sin rituales administrativos que sólo alimentan a la propia máquina de impedir.Lo que se desactiva, en el fondo, no son programas sociales ni presupuestos esenciales. Lo que se desarma es una red que funciona como sistema de retención política. Lo que se recorta no es el beneficio, sino el rodeo: los intermediarios, las capas administrativas que ralentizan o desviaban el impacto. Cuando la política administra la escasez como si fuera un botín, la prioridad ya no es solucionar, sino perpetuarse.Incluso en el plano simbólico, la austeridad tiene un efecto político: rompe con la lógica del Estado como empleador de última instancia. Y al hacerlo, reconoce que no todo lugar debe ser ocupado, y que no toda ocupación es un servicio.Por supuesto, esto requiere transparencia. Si el municipio no audita sus programas e informa sus resultados, si no se informa quién contrata, que función cumplen y por qué, entonces la discusión pierde sustancia. Sin evidencia, toda defensa se convierte en sospecha. Pero con evidencia, el debate cambia de nivel: ya no se trata de si el ajuste es bueno o malo, sino de si había alternativa.La respuesta, para quien haya revisado las cuentas, es clara: no la había.La única verdad es la realidad, el dilema nunca fue entre un municipio austero y uno generoso. Fue entre un municipio viable y uno en caída libre. Lo que se intenta ahora es redireccionar los escasos recursos públicos hacia donde generan valor. Es una reprogramación: menos gasto en estructura burocrática, más inversión efectiva.Y debo decir algo más: reducir el Estado es un objetivo en sí mismo. El gobierno es una herramienta, sirve cuando se usa para recuperar cada centavo de gasto político para devolverlo al contribuyente mediante servicios básicos o eliminación de trámites e impuestos. Solo de esta manera, el estado permite mejorar la vida de la gente, una acción medible a la vez.Lo otro —lo que había antes— era simplemente sostener el decorado. Y sostener el decorado, cuando todo alrededor se desmorona, también es una forma de abandono.(*) Agrupación de La Libertad Avanza
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