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  • 70 años: el inicio de la decadencia

    Rio Negro » Adn Rio Negro

    Fecha: 16/06/2025 10:27

    (Por Pedro Pesatti*).- El 16 de junio de 1955, hace setenta años, la Plaza de Mayo fue convertida en el primer blanco del terrorismo de Estado. Aviones de la Marina y de la Fuerza Aérea bombardearon el centro cívico y simbólico del país, en una operación fríamente calculada para asesinar al presidente constitucional. El resultado fue una carnicería: las armas de la Nación se volvieron contra su propio pueblo. Los preparativos comenzaron al amanecer en la base aeronaval de Punta Indio. A las nueve de la mañana despegaron los primeros aviones. Las condiciones meteorológicas los obligaron a desviarse hacia Colonia, Uruguay. Al mediodía, el capitán de fragata Néstor Noriega lanzó la primera bomba. En ese instante, Juan Carlos Marino, empleado de la Aduana, emergía de la estación del subte rumbo a su trabajo. Murió en el acto. Fue la primera víctima de una jornada que dejó más de 350 muertos y más de mil heridos. La ofensiva se ejecutó en oleadas coordinadas: seis Beechcraft con bombas de cien kilos, catorce North American al mando del capitán de corbeta Santiago Sabarots, y finalmente los Gloster Meteor de la Fuerza Aérea, equipados con cohetes y ametralladoras. Apuntaron a objetivos clave: la CGT, el entonces Ministerio de Asistencia Social, la residencia presidencial de Palermo —donde hoy funciona la Biblioteca Nacional— y el recientemente disuelto Instituto Nacional Juan Domingo Perón. Uno de los proyectiles perforó el techo de un trolebús que circulaba detrás de la Casa de Gobierno. La descompresión bastó para matar a más de cincuenta personas, entre ellas un grupo de niños que, en visita escolar, se dirigían a conocer la Casa Rosada. El teniente primero Carlos Enrique Carus cerró la acción aérea. A las cinco de la tarde, cuando la ciudad comenzaba a reponerse del espanto, arrojó los tanques suplementarios de combustible de su avión sobre una multitud indefensa. Fue el último en descargar su violencia. Un testigo relató que muchos cuerpos estaban calcinados. Fotografías posteriores confirmaron esa escena. La ficha técnica de los Gloster Meteor, publicada luego en una revista militar europea, indicaba que sus tanques podían emplearse como bombas incendiarias. La carbonización fue resultado de ese mecanismo, aplicado con intención explícita: quemar vivos a quienes estaban en la plaza. En la insurrección, además de militares sediciosos, intervinieron comandos civiles liderados por Mario Amadeo, con respaldo de políticos como Zavala Ortiz, Américo Ghioldi y Álvaro Morales. En la Facultad de Derecho, Mariano Grondona organizaba las células estudiantiles que colaboraban con el alzamiento. Un componente decisivo de la conspiración fue el involucramiento de la Iglesia Católica. La ruptura entre el gobierno y la jerarquía eclesiástica tuvo su punto de quiebre en dos leyes impulsadas por el oficialismo: la de divorcio (14.394) y la 14.367, que otorgaba igualdad jurídica a hijos nacidos fuera del matrimonio. Esa ampliación de derechos colisionó con la doctrina clerical, que consideraba a los hijos extramatrimoniales como “hijos del pecado”, como Eva Perón. La excomunión del presidente fue la respuesta institucional de la Iglesia, con derivaciones políticas concretas. Por entonces, quien aspirara a la presidencia debía pertenecer al culto católico, según lo establecía la Constitución Nacional antes de la reforma de 1994. La sanción religiosa implicaba, en los hechos, la imposibilidad jurídica de ser candidato. No fue solo una pena espiritual: fue un mecanismo formal de exclusión política. O, más directamente, una forma de proscripción. En tierra, trescientos infantes de Marina, armados con fusiles de origen belga y desembarcados en secreto por orden del almirante Rojas, marcharon desde el Ministerio de Marina hacia la Casa Rosada. La resistencia de los granaderos los contuvo. Quince soldados murieron en el enfrentamiento. El contralmirante Aníbal Olivieri se internó en el hospital naval antes del ataque. Al día siguiente, asumió el Ministerio de Marina en nombre de los sublevados. En su declaración judicial solicitó que no se juzgara a Massera ni a Mayorga. Habían obedecido órdenes. Así se formuló, sin nombrarla aún, la doctrina de la obediencia debida. Ambos serían, dos décadas después, piezas clave del terrorismo de Estado durante la última dictadura. El gobierno no activó el Código de Justicia Militar ni ordenó arrestos. Ese gesto de conciliación fue percibido como debilidad. Setenta días más tarde, Perón fue derrocado. Los responsables de la masacre obtuvieron legitimidad. La historia oficial borró sus huellas. El relato dominante giró del horror a la celebración. El sentido se consolidó desde los centros del poder. No es casual, por lo tanto, que el 16 de junio haya permanecido relegado en el canon pedagógico de la democracia. Como hecho histórico, no tiene precedentes en ningún otro país. Fue más brutal que el bombardeo de Guernica, el primero en América Latina sobre civiles, y comparable a lo ocurrido en Tiananmen. Ese día, la Argentina institucionalizó la violencia como herramienta para rediseñar el poder. El aparato estatal no fue víctima: ejecutó la matanza. No emergió desde los márgenes: brotó desde el núcleo mismo de las instituciones, con legitimación doctrinaria, bendición clerical y eficiencia militar. El estallido sobre la Plaza de Mayo inauguró una pedagogía siniestra, que se extendió a lo largo de las décadas siguientes. Los cuerpos calcinados de los trabajadores, los cadáveres de los niños que iban de visita a la Casa Rosada, constituyen la escena fundacional de la violencia política que recorrería todo el devenir del país hasta la recuperación democrática en 1983. Algunos sostienen, con insistencia, que la decadencia argentina comenzó hace setenta años. Tienen razón, aunque lo digan con otra intención. Lo que se puso en marcha aquel 16 de junio no fue solamente una matanza. Fue la instauración de una lógica basada en la crueldad, un modo de intervención política fundado en la barbarie, la fuerza y la impunidad. La Argentina inició su derrumbe desde su corazón institucional, cuando un sector de las Fuerzas Armadas bombardeó a la población en nombre de una patria reducida a consigna, mientras los altares callaban o celebraban, junto a coros de civiles evangelizados por el odio. *Vicegobernador de Río Negro.

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