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Buenos Aires » Infobae
Fecha: 16/06/2025 06:45
Las bombas comenzaron a caer en Plaza de Mayo a las 12.40 de ese 16 de junio de 1955 Desde uno de los balcones del entonces Ministerio de Ejército, hoy es el Edificio Libertador, sede del Ejército y del ministerio de Defensa, el entonces presidente Juan Perón, junto a sus más cercanos jefes militares, vio cómo se aproximaban a la Plaza de Mayo y a la Casa de Gobierno los primeros aviones navales. Supuestamente, la escuadrilla iba a participar de un acto de desagravio a la Bandera Nacional y a José de San Martín, sacudidos ambos por la violencia política desatada días antes. Eran las 12.30 del jueves 16 de junio de 1955, hace ya setenta años. No habría tal desagravio: aquel era un ataque mortal. Una de las primeras bombas que dejaron caer los aviones navales, cayó detrás de la Rosada, sobre la avenida Paseo Colón, y dio de lleno en un trolebús que circulaba hacia el sur. Cerca de Perón, el ministro de Ejército, general Franklin Lucero, ordenó cerrar todas las ventanas y correr sus cortinas. Perón, visiblemente conmovido según recordaría uno de los pocos marinos leales al gobierno, el almirante Gastón Lestrade, dijo a Lucero: “Lucerito, hágase cargo”. Afuera caían más bombas y estallaban los primeros disparos de la aviación naval contra la multitud reunida en la Plaza. El eco de la Segunda Guerra Mundial Así se abrió para siempre la etapa de la violencia política en la argentina contemporánea. Sólo habían pasado diez años desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y el espectáculo de las ciudades destruidas por las bombas era anacrónico y parecía condenado al olvido. Pero ese día, la pacífica Buenos Aires y su centro político, la Plaza de Mayo, se convirtió en una ciudad abierta, como lo habían sido Londres, Roma, Budapest o Varsovia bajo las bombas nazis, o como había sido Dresde bajo las bombas aliadas. El bombardeo aéreo del centro de la ciudad, la metralla disparada desde el aire sobre edificio y avenidas del centro porteño que estaba poblado por la rutina de un jueves al mediodía pero, además, por una multitud que ansiaba ver un simple desfile militar, transformó aquel mediodía en una gigantesca matanza de civiles inocentes. Hace quince años, un informe elaborado por el ministerio de Justicia y Derechos Humanos del gobierno que presidía Cristina Kirchner, cifró en 309 los muertos identificados de ese día y más de mil doscientos heridos. Pero la cantidad real de víctimas mortales nunca fue precisada; los cálculos superan por mucho la cifra oficial, basados todos en un número nunca determinado de cadáveres destrozados e irreconocibles. Una mujer sufrió las esquirlas de una bomba en sus piernas El infierno duró hasta las 17.40, cuando los sublevados se habían rendido ya dos horas antes y los pilotos navales huían a Uruguay. Fue entonces cuando uno de esos últimos aviones en cruzar el río se desvió un poco de su rumbo, lo comandaba el capitán Carlos Enrique Carpús, para lanzar sobre la Plaza, sobre lo que quedaba de la multitud, sobre los bomberos que intentaban sofocar las llamas y sobre los equipos de auxilio que intentaban salvar la vida de los heridos, una última bomba y su tanque suplementario de combustible. Lo que siguió a la primera oleada de aviones fue una tremenda batalla entre las fuerzas leales a Perón y los rebeldes. El presidente se había refugiado en los sótanos del ministerio, consciente de que los sublevados intentaban matarlo. La defensa de la Casa Rosada, y de Perón, estuvo a cargo del Regimiento de Granaderos a Caballo, custodia presidencial, que enfrentó a la Infantería de Marina que lanzaba sus ataques desde el ministerio de esa fuerza, que es hoy el edificio Guardacostas de la Prefectura Naval, con su frente que miraba en línea recta hacia la Casa Rosada. El plan de los golpistas Los golpistas contaban con la colaboración de los llamados “comandos civiles”, armados y confabulados para colaborar con el golpe de Estado y con el asesinato de Perón. Según la investigación publicada en 2010 con la firma del ministerio de Justicia y Derechos Humanos, la idea de los comandos civiles era instalar un gobierno con tres dirigentes a la cabeza: el radical Miguel Ángel Zavala Ortiz, el socialista Américo Ghioldi y Adolfo Vicchi, del Partido Conservador. Entre los tantos civiles que apoyaban aquel intento de asesinar a Perón figuraban Mario Amadeo, Luis Agote, Alberto Benegas Lynch y Luis María de Pablo Pardo. La participación de militares y civiles enemigos del gobierno de Perón en aquella gran tragedia argentina, está corroborada por la investigación del historiador Isidoro Ruiz Moreno, insospechado de alguna simpatía con el peronismo, en su obra en dos tomos: “La Revolución del 55”. En sus páginas Ruiz Moreno reveló que Zavala Ortiz, Vicchi y Ghioldi pensaban asumir el poder como una “Junta de la Revolución Democrática”, para delegar luego el mando en un Jefe que presidiría el nuevo gobierno. Habían preparado ya una serie de decretos que imponían la intervención de los gobiernos provinciales en sus tres poderes, con los jefes militares de mayor jerarquía en cada una de ellas que actuarían como comisionados, dictaba también la intervención de la Confederación General del Trabajo para “restituir la libertad de agremiación”, disponían la “inmediata libertad de todos los presos políticos y militares” y ordenaba el fusilamiento de quien “desacatara o resistiera la autoridad de la Revolución Democrática o atentara contra la vida o la propiedad”. Tres aviones de la Marnia Naval sobrevuelan el centro porteño Gran parte de los oficiales navales que tomaron parte del complot y del bombardeo a la Plaza de Mayo desempeñaron altas funciones en la última dictadura militar, conocida como “Proceso de Reorganización Nacional”. Por ejemplo, uno de los ayudantes del entonces ministro de Marina, contralmirante Aníbal Olivieri, era el entonces capitán de fragata Emilio Massera, de veintinueve años, que en 1973 sería ascendido a Jefe de la Armada por Perón, el hombre al que había intentado asesinar dieciocho años antes. Los otros ayudantes de Olivieri eran los capitanes Oscar Montes y Horacio Mayorga. Montes fue canciller del “proceso” en 1976, cuando sucedió al almirante César Guzzetti, herido en un atentado terrorista. Con Mayorga se da una historia singular. Los complotados tenían algunas dudas sobre cuál sería la reacción del ministro Olivieri cuando se desencadenara el bombardeo. Uno de ellos era Mayorga. Cuenta Ruiz Moreno que el joven capitán dijo: “No sé qué tengo que hacer desde el puesto de ayudante del ministro…” Un superior le contestó: “Mayorga, cuando el ministro haga el menor intento de abortar esto, usted le pega un tiro”. Mayorga se negó: “Cuente con mi silencio, pero no con mi participación. Un hombre de bien, a alguien que le ha dado tanta confianza después de un año y medio, nunca le podría pegar un tiro. Puedo impedir su movimiento. Pero ni sueñe con lo otro”. Según el informe del Ministerio de Justicia de 2010, años después Mayorga estuvo involucrado en el fusilamiento de dieciséis guerrilleros en la base naval Almirante Zar, de Trelew, en agosto de 1972. Entre los pilotos navales que lograron refugiarse tras el fracaso del golpe contra Perón, se hallaban posteriores jefes de la dictadura de 1976 como el capitán Horacio Estrada, del Grupo de Tareas 3.3.2 de la ESMA, Eduardo Invierno, luego director del servicio de inteligencia naval, Carlos Fraguío, titular de la dirección naval, Carlos Carpintero y Carlos Corti, secretarios de prensa de la Armada y del gobierno de Jorge Videla. Los fugados, amparados por el gobierno del presidente uruguayo Luis Batlle, fueron recibidos en el aeropuerto de Carrasco por un capitán del Ejército, también golpista contra Perón: era Carlos Guillermo Suárez Mason, que durante la última dictadura sería el temido jefe del Cuerpo de Ejército I, apodado “El carnicero del Olimpo”, acusado de crímenes de lesa humanidad como responsable de comandar los centros clandestinos de detención de la Capital y de la provincia de Buenos Aires. Una parte del Ejército conspiraba también contra Perón. Su figura más notoria era el general pedro Eugenio Aramburu, que contaba con un valioso nexo con la Armada en el capitán Aldo Luis Molinari, su amigo personal; lo mismo sucedía con el capitán de fragata Francisco Manrique, con los años jefe de la Casa Militar de Aramburu, funcionario de la dictadura del general Alejandro Lanusse, inventor del Prode y candidato a presidente en 1973, que en junio de 1955 entregó el “plan de operaciones” del bombardeo a la Plaza de Mayo. El humo de las bombas en los edificios que rodean la Plaza de Mayo El ensayo para el derrocamiento de Perón El ataque a la Casa de Gobierno y a la multitud reunida en torno a ella, fue el ensayo general del posterior golpe exitoso contra Perón, en septiembre de ese mismo año. Entonces, las acciones serían lideradas desde Córdoba por el general Eduardo Lonardi quien, aquel mediodía de junio, cuando la primera bomba cayó sobre la Plaza, miraba todo desde la vereda del Banco Nación, en diagonal a la Casa de Gobierno, tal como reveló su hija, Marta Lonardi en su libro “Mi padre y la Revolución del 55”. Allí Marta Lonardi asegura que su padre no fue informado del complot de junio. El Ejército tenía sí comprometidos a Aramburu y al general Justo León Bengoa. El intento de asesinar a Perón y de hacerse con el poder, lo que hace aún más grande aquella tragedia, se dio en medio de un aire político enrarecido, irrespirable para muchos, estremecido por episodios de violencia, de persecución política, de asfixia de la oposición y de aspereza institucional. Para variar, la crisis económica sacudía los bolsillos, la inflación estaba casi fuera de control, un clásico argentino; el gobierno luchaba contra lo que llamaba “agio y especulación”, una campaña que, en un intento de controlar los precios, no encontraba mejor idea que desatar torpes y absurdas clausuras de almacenes, verdulerías y carnicerías de barrio. Todo en medio de un índice de participación de los obreros en el PBI del cincuenta y tres por ciento, un récord para la empobrecida América Latina. Ya en 1951 un intento fallido de golpe militar liderado desde Córdoba por el general Benjamín Menéndez, había sido una señal de la resistencia que Perón despertaba en un sector de su propia fuerza. El presidente había descalificado el intento y a sus protagonistas con una frase gaucha y despectiva: “Una chirinada”, en alusión al asesino de Juan Moreira. El gobierno también era cuestionado por casos de corrupción que entonces parecía intolerable y, en comparación con los niveles del siglo XXI, parece un juego de chicos. Uno de los personeros del gobierno peronista, Juan Duarte, hermano de Eva Duarte, se había suicidado el 9 de abril de 1953, un año después de la muerte de la segunda esposa de Perón, sospechado de participar en un negociado con la exportación de carne. La oposición sugirió de inmediato que había sido asesinado, lo que sostuvo otra tradición argentina: suicidio sospechado de homicidio, y viceversa. Seis días después de la muerte de Duarte, el 15 de abril, mientras Perón hablaba a sus partidarios, un brutal atentado terrorista en una de las bocas del subterráneo vecinas a la Casa de Gobierno había provocado cinco muertos y noventa y tres heridos. Entre los autores del atentado había jóvenes dirigentes radicales como Roque Carranza, con los años ministro de Defensa del gobierno de Raúl Alfonsín. Un hombre busca refugio ante el intenso bombardeo sobre Plaza de Mayo Perón vs. la Iglesia En 1954 había estallado un conflicto al parecer sin vuelta atrás entre el gobierno y la Iglesia, conflicto que acaso impulsó a los conspiradores a actuar contra Perón. Los antecedentes del bombardeo a la Plaza de Mayo también tienen raíz en las pésimas relaciones del peronismo con la dirigencia católica. El sábado 11 de junio de 1955, una procesión callejera de Corpus Christi que el gobierno había prohibido, se realizó bajo techo, el de la Catedral. Al terminar la misa, fervorosos católicos a los que se sumaron opositores a Perón tan lejos del catolicismo como lo estaban algunos dirigentes comunistas unidos a la protesta, salieron a la calle para protagonizar una serie de incidentes con sus rivales peronistas y con la policía. Resultado: fue quemada una bandera argentina. El peronismo culpó a los católicos, pero las investigaciones sembraron la sospecha de que había sido el sector más duro del gobierno el que había ultrajado el símbolo nacional para poder culpar a sus rivales. Como fuere, el gobierno decidió expulsar del país a dos obispos argentinos, Manuel Tato y Ramón Novoa, que debieron partir a Roma de inmediato mientras, como repercusión de los incidentes del 11 de junio, la comunidad católica acusaba al peronismo de haber intentado incendiar la Catedral aquel sábado de truenos. El Vaticano amenazó con la excomunión a los “responsables de la expulsión” de los dos sacerdotes. La Congregación Consistorial, encargada de dar a conocer la decisión, no daba nombres. ¿Se animaría la Santa Sede a excomulgar a Perón? Esa pregunta no tuvo respuesta porque fue conocida el 16 de junio, cuando la historia ya se había dado vuelta. El gobierno sabía que existía una conspiración en su contra, y los golpistas sabían que el gobierno sabía de sus planes: por eso los adelantaron para el jueves 16. Los conspiradores se reunían en el departamento “E” del primer piso del edificio de Cuba 2230, en el barrio de Belgrano. Era la casa del almirante Samuel Toranzo Calderón, sede del comando revolucionario quien, en vísperas del bombardeo, trasladó la “base de operaciones” a su despacho en la sede del ministerio de Marina. El 15 de junio, el capitán de fragata Guillermo Rawson entró al despacho donde se reunía la cúpula de la conspiración y se topó con el anuncio de un camarada: “Nos largamos mañana”. Rawson dijo: “Ah, qué bien”. Y el otro: “No tan bien, porque lo que pasa es que nos han descubierto”. Perón desarrolló su actividad normal ese día en el que nada sería normal. A las nueve de la mañana su leal ministro de guerra, el general Lucero, le había anticipado la novedad: la Armada se había sublevado. Perón recibió a las diez y cuarto de la mañana al embajador de Estados Unidos, Albert Nufer, que quería acercarle un obsequio de parte de un grupo de oficiales militares estadounidenses. Luego, el embajador recordaría que Perón estaba “no sólo tranquilo y sosegado: estaba más afable que nunca”, y que le había asegurado que el conflicto con la Iglesia, que al parecer era una preocupación del diplomático, iba a aumentar su popularidad. Los cadáveres en las calles porteñas tras el bombardeo de la Marina Naval A la hora en que Perón hablaba con Nufer estaba previsto el inicio del bombardeo a la Plaza de Mayo. No pudo ser porque el día había amanecido con cielo cubierto y con una tenue y molesta llovizna. De todas formas, una multitud colmaba la Plaza. La información de los diarios anunciaba: “Hoy a las 12, una formación de aviones Gloster Meteor de propulsión a reacción pertenecientes a las unidades de caza interceptora de la Fuerza Aérea Argentina, con asiento en la VII Brigada Aérea, sobrevolarán la Catedral Metropolitana donde descansan los restos del General San Martín. (…) como acto de desagravio a la memoria del Libertador ante los hechos ocurridos el sábado último (…)” Aquello no era cierto. A esa hora ya sobrevolaban la ciudad más de cuarenta aparatos de la Aviación Naval y de la Fuerza Aérea; eran aviones Avro Lincoln y Catalina de la Escuadrilla de Patrulleros Espora, coordinados todos por Toranzo Calderón y comandados por el capitán Enrique Noriega. También volaban bombarderos livianos del tipo Beechcraft, que descargaron a lo largo del día más de cien bombas. Muchas de esas naves lucían cerca del timón de cola una “V” y una cruz, que significaba “Cristo Vence”, el lema de los sublevados que sería reiterado tres meses más tarde, cuando el golpe de septiembre. En ese momento, giraban en círculo alrededor de la Casa de Gobierno, el río y el centro de la ciudad en espera de un hueco en las nubes que les permitiera arrojar sus bombas contra la Plaza. A las 12.40, casi a la par de la bomba que destruyó al trolebús de Paseo Colón y mató a sus ocupantes, sus cuerpos inertes asomaban por las ventanillas destrozadas y por las puertas dobles destinadas al descenso de los pasajeros, otro proyectil cayó en la Rosada y demolió el jardín de invierno ubicado en la terraza, que era donde, suponían los complotados, Perón iba a ver el desfile aéreo. Perón ya estaba refugiado en el Ministerio de Guerra, ocupaba la oficina del general Lucero que comandaba ya la represión a los golpistas. Tropas leales habían rodeado la Escuela de Mecánica de la Armada, que se había sublevado, para impedir la salida refuerzos; Granaderos había tomado posiciones de defensa en la Casa de Gobierno y la violenta batalla había ganado las calles. Autos destruidos por las bombas y los curiosos que se acercaron a la zona tras el bombardeo El resultado de la primera oleada de bombas quedó reflejado por el diario “La Nación” que el 18 de junio publicó una dramática y vibrante crónica de los hechos. Decía: “Los tres aparatos de la Marina de Guerra que volaban sobre la Casa de Gobierno y el Ministerio de Guerra arrojaron mortíferas bombas sobre la sede gubernamental, sobre la plaza y el elevado edificio del Ministerio de Ejército, en la calle Azopardo. Una de las bombas cayó de lleno sobre la Casa de Gobierno. Otra alcanzó un trolebús repleto de pasajeros que llegaba por Paseo Colón hasta Hipólito Yrigoyen. El vehículo se venció sobre el lado izquierdo, sus puertas se abrieron y una horrenda carga de muertos y heridos fue precipitada a la calle. Una tercera bomba tocó la arista nordeste del cuboide edificio del Ministerio de Hacienda, despidiendo pesados trozos de mampostería. Junto con el mortal estrépito de las bombas prodújose una intensa lluvia de esquirlas y menudos trozos de vidrios. La violencia de la expansión del aire con la explosión provocó la rotura instantánea de centenares de vidrios y cristales en todos los edificios de ese sector céntrico. Al mismo tiempo restallaron los cables rotos de los trolebuses y mientras se oía el brusco aletear de millares de palomas que alarmaban la plaza, se escuchaban los ayes y lamentos de docenas de heridos. Fue un momento de indescriptible y violenta sorpresa. Los cronistas que se hallaban en la Sala de Periodistas de la Casa de Gobierno vieron desplomarse el techo de la amplia oficina. Cayeron arañas sobre la mesa de trabajo y las máquinas de escribir fueron acribilladas con trozos de mampostería y vidrios. Gateando para sortear las nuevas explosiones salieron de la Casa de Gobierno, tropezando con los soldados de la guardia de Granaderos que se precipitaban por los corredores a reforzar las guardias, y se dirigieron al edificio del Ministerio de Ejército, pasando entre coches destrozados, cadáveres yertos, heridos clamantes y ramas de árboles desgarradas”. Bombas y tensión en las calles Fue la Infantería de Marina la que se lanzó a tomar la Casa de Gobierno: llegaron hasta la legendaria estación de servicio que hasta los años 70 se alzó frente a la entrada de la Rosada por la explanada de la calle Rivadavia. Los infantes fueron ferozmente rechazados. En esos minutos, Perón, que cuando cayó la primera bomba cerca del ministerio de Guerra había sido empujado por un oficial tras un gran archivero metálico, había sido llevado al sótano del edificio; alguien le acercó entonces un dato inquietante: la CGT llamaba a los trabajadores a que se congregaran en la Plaza de Mayo. Según relata Joseph Page en “Perón - Una biografía”, el presidente le dijo al mensajero: “Vuelva a la CGT. Ni un solo obrero puede ir a la Plaza de Mayo”. Pero ya era demasiado tarde: miles de personas habían ganado las calles en un intento, acaso suicida, de defender al gobierno. En la Avenida de Mayo y sus alrededores la gente tomó por asalto varias armerías y se lanzó a disparar contra los sublevados en un amago de guerra civil como nunca antes había vivido el país en el siglo XX. Ni bien iniciado el bombardeo, los “comandos civiles”, bajo control militar, intentaron copar las radios de la ciudad para transmitir una “proclama revolucionaria” que había sido redactada por el dúo Zavala Ortiz-Vicchi, que había sido corregida en el momento de pasarla en limpio por el teniente de navío Siro de Martini porque: “Estaba escrita con mucho cerebro pero sin nada de fuego”, según la obra de Ruiz Moreno. “A medida que íbamos escribiendo –recordaría De Martini– aparecían cosas que no nos gustaban, y las cambiamos; le incorporamos una frase inicial que decía: Argentina, la Patria es libre, Dios sea loado”. También, los correctores agregaron a la proclama una decisión que no estaba en el original: la abolición de la Constitución reformada por el peronismo en 1949. Los manifestantes intentan salvarle la vida a una persona durante los bombardeos de Plaza de Mayo Convencidos de que Perón había muerto en el ataque a la Casa de Gobierno, De Martini al mando de un grupo de civiles y militares, tomó a punta de pistola Radio Mitre y obligó al locutor Alberto Palazón a leer la proclama que finalmente decía: “¡Argentinos! ¡Argentinos! Escuchad este anuncio del cielo volcado por fin sobre la tierra argentina”. Y, luego, seguía: “El tirano ha muerto. Nuestra Patria desde hoy es libre. Dios sea loado (…) Compatriotas: en estos momentos, las fuerzas de la liberación económica, democrática y republicana han terminado con el tirano. La aviación de la Patria al servicio de la libertad, ha destruido su refugio y el tirano ha muerto (…) Ciudadanos, obreros y estudiantes: la era de la recuperación de la libertad y de los derechos humanos ha llegado”. No sería así. Cerca de las seis de la tarde, la sublevación estaba derrotada. Hasta veinte minutos antes de esa hora, las oleadas de bombardeos y el ametrallamiento de las calles siguieron, esporádicos pero fatales. Las bombas y la metralla habían caído sobre la Casa de Gobierno, el ministerio de Obras Públicas, la Avenida de Mayo, el Departamento de la Policía Federal en la Avenida Belgrano, los alrededores del ministerio de Marina, la Avenida Paseo Colón, el edificio de la CGT en la calle Azopardo y la residencia presidencial de la calle Austria, donde hoy se alza la Biblioteca Nacional vecina al Instituto Juan Domingo Perón que acaba de ser cerrado por el gobierno de Javier Milei. Heridos y muertos en las calles de Buenos Aires Las calles estaban pobladas de víctimas. Uno de los jóvenes médicos de guardia en el hospital Argerich aquel día fatídico, dio años después un estremecedor testimonio a Daniel Cichero para su libro “Bombas sobre Buenos Aires”, una minuciosa e ineludible reconstrucción del drama. Reveló el doctor Francisco Barbagallo: “Venían en camiones. Traían heridos, trozos de personas, trozos de cadáveres (…) Todo venía junto. Recuerdo incluso que atrás de una de las puertas de la morgue había una pila de trozos de cadáveres: brazos, piernas, pies. Eran inidentificables. Era como un rompecabezas si querías armar algo. Una cosa imposible”. Ruiz Moreno, afirma en “La Revolución del 55”: “Se imponía la rendición. Y esta se produjo a las cuatro de la tarde. El Ejército se hizo cargo de la ocupación del Ministerio de Marina y de la seguridad de su personal, que fue tomado prisionero. El contralmirante Toranzo Calderón asumió sobre sí la responsabilidad del golpe revolucionario cuyo fin fue dispuesto por el ministro Olivieri con su conformidad. Poco después, abrumado por el hecho de que su cuerpo había mantenido las acciones, el comandante de la Infantería de Marina, vicealmirante Benjamín Gargiulo, se suicidó, no obstante su nula participación en los hechos”. A las seis de la tarde Perón habló por la cadena nacional de radiodifusión y desde el Ministerio de Guerra. Dijo que el levantamiento había sido sofocado, que todo estaba bajo control y pidió a sus seguidores que mantuvieran la calma. Ni control, ni calma. A esa hora y a lo largo de la noche, una turba enloquecida, ante cierta llamativa pasividad policial y de los bomberos, puso fuego a los templos vecinos a la Plaza de Mayo: incendiaron y saquearon la Curia Metropolitana y el interior de la Catedral. Lo mismo sucedió con la Iglesia de Santo Domingo, de Belgrano y Defensa, con el Convento de San Francisco, que había sido el templo favorito de Perón y de Eva Perón, con la iglesia de La Piedad, con el templo de San Ignacio de Alsina y Bolívar, y con la iglesia de San Nicolás de Bari, en la avenida Santa Fe, sospechada de haber escondido parte del armamento de los comandos civiles en los días del complot. Entre la sangre de las bombas y el humo de los incendios, la ciudad, herida por la muerte, vio alejarse para siempre aquel lluvioso 16 de junio de 1955. La tempestad estaba por llegar.
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