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    Fecha: 12/06/2025 08:20

    Por Tocqueville en Rosario – @tocquevillexROS Vivimos atrapados en titulares y relatos que nos gritan más fuerte que los hechos. Es el clickbait mental. Nos seducen con frases cortas, ideas simples, enemigos claros. Y ahí vamos. A opinar, a decidir, a votar, como si estuviéramos leyendo el título de una nota que jamás abrimos. Mordemos el anzuelo todo el tiempo. Una y otra vez. Como peces en peceras, creemos nadar libremente, pero no vemos que nos movemos dentro de paredes de cristal que limitan nuestro pensamiento, nuestra libertad de elegir. Son invisibles, sí, pero están ahí: nuestros sesgos, nuestras filias y fobias, las historias que consumimos a diario. Y lo peor: confundimos la transparencia del vidrio con la libertad del mar infinito. Vivimos atrapados en titulares y relatos que nos gritan más fuerte que los hechos. Es el clickbait mental. Nos seducen con frases cortas, ideas simples, enemigos claros. Y ahí vamos. A opinar, a decidir, a votar, como si estuviéramos leyendo el título de una nota que jamás abrimos. Con la sensación de que estamos eligiendo con libertad, cuando en realidad ya elegimos antes de pensar. Nuestros pensamientos, simplificando mucho, tienen dos grandes motores: la razón y la emoción. No siempre funcionan juntos. De hecho, lo habitual es que uno domine al otro. Y eso no está mal en sí mismo. Como diría Lorca, “las cosas del querer” no pasan por la razón. O Shakespeare, que cuenta como nadie que el amor es una fuerza arrebatadora, a veces ciega, otras veces trágica, siempre compleja y que “the things of love” no se rigen por la lógica, sino por pasiones intensas, caprichos del destino y emociones humanas profundas. Hay decisiones en las que no cabe un excel y está bien que ahí mande el corazón. Pero en “las cosas del pensar”, aquellas decisiones que exigen análisis, cálculo de pros y contras, que impactan en nuestra salud, en nuestra economía, las que no sólo nos afectan individualmente, sino que también afectan a otros, en las que tienen consecuencias colectivas, ¿no debería pesar más la racionalidad? El problema aparece cuando confundimos una cosa con la otra. Cuando tratamos un voto como si fuera una declaración de amor. O un enojo personal como si fuera una cuestión social. Y así, nuestras decisiones políticas se tiñen de fanatismo, de identidades rígidas, de fidelidades irreflexivas. Elegimos a quienes nos incitan a que tengamos fe ciega en sus creencias, aunque lo que necesitamos es que nos hagan pensar. Nos creemos críticos, libres, lúcidos, pero navegamos dentro de la pecera que enmarca nuestro sesgo. Y mientras tanto, afuera, en el océano azul de la vida, la evidencia, la complejidad, pasan cosas reales que ignoramos por seguir mirando memes. No se trata de anular la emoción. Se trata de usarla cuando corresponde y de activar la razón cuando más la necesitamos. Porque si seguimos reaccionando al mundo como si cada elección fuera un scroll de redes, vamos a terminar gobernados por los que mejor manejan el algoritmo del miedo, no por los que mejor entienden la realidad. Pensar sigue siendo un acto de rebeldía. Y elegir bien, un ejercicio incómodo, pero necesario.

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