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  • La herida silenciosa de la crianza digital: cómo impacta la ausencia de gestos en el desarrollo emocional de los niños

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 12/06/2025 02:37

    Las interrupciones mínimas pero persistentes en los intercambios afectivos, como la presencia de pantallas, erosionan lentamente el vínculo emocional entre padres e hijos (Freepik) En el experimento Still Face, desarrollado por el psicólogo estadounidense Ed Tronick en los años setenta, se invita a una madre a interactuar con su bebé como lo hace habitualmente: sonriendo, respondiendo, vocalizando. El niño sonríe se mueve, emite sonidos, participa con entusiasmo en ese intercambio. Pero de pronto, se le pide a la madre que permanezca completamente inexpresiva. Su rostro se apaga. Ya no responde. No hay voz, gesto, ni contacto visual. Lo que ocurre en los minutos siguientes es profundamente conmovedor y desesperante. En uno de los videos, quizá el más conocido de la experiencia, se puede ver al bebé intentando recuperar el lazo. Sonríe, estira los bracitos, aplaude, se arquea, patalea, grita. Cuando no logra respuesta, su expresión se tensa, busca alrededor un apoyo emocional, al no obtenerlo aparece el llanto, y, al final, un aparente retiro. Ese gesto mínimo —el de dejar de buscar— es el que más debería alarmarnos, por suerte no dura mucho. Cada una de estas fases dura en promedio dos minutos. La fase de reencuentro no siempre implica una reparación inmediata, a muchos bebés les cuesta volver al equilibrio y quizá restablecer la confianza en el otro, en este caso la madre. Necesita ser mirado, nombrado, reconocido. No solo como ser humano, sino como parte de una trama, de un grupo que le da lugar, de una cultura que lo inscribe. La tecnología y las pantallas pueden desplazar la interacción directa, afectando el proceso de construcción simbólica del niño y su vínculo emocional con los adultos (Freepik) Ed Tronick ha argumentado que los seres humanos no solo habitan el mundo: lo significan. La construcción de sentido es una actividad constante, necesaria para dar forma al yo en su relación consigo mismo, con los objetos y con los otros. Y esta capacidad de construir significado no es estática: evoluciona con el desarrollo. No es lo mismo cómo un bebé elabora sentido —desde lo sensoriomotor y lo sensorioafectivo— que un niño pequeño que ya cuenta con mayores recursos representacionales, motrices y lingüísticos. Esa elaboración ocurre tanto en la intimidad del propio cuerpo como en el encuentro con el otro: se construye en soledad y también en la díada, en una regulación compartida. La fase de “cara inmóvil” del experimento irrumpe en ese proceso y desafía los significados previos que el niño ha construido sobre su madre. Pone a prueba su capacidad de comprensión y autorregulación frente a lo inesperado. En niños de más de dos años, que ya tienen una historia de intercambios con sus cuidadores, esa experiencia no es solo desconcertante: se convierte en una escena que intentan explicar, resignificar, reparar. Así lo muestra otro estudio, realizado por la Facultad de Medicina de Harvard y el Hospital Infantil de Boston. Lo que se pone en juego es un interrogante profundamente existencial: ¿por qué el otro ya no está como antes?, ¿qué hice?, ¿qué está pasando?, ¿cómo vuelvo a encontrarme con él? El desarrollo emocional de los niños está siendo modificado por la tecnología, que desplaza la función del espejo tradicional por una imagen mediada digitalmente (Freepik) Hoy, esa ruptura del intercambio no ocurre solo en un experimento. La vida cotidiana está llena de interrupciones mínimas pero persistentes, muchas de ellas provocadas por la presencia ubicua de pantallas. No se trata de demonizar la tecnología, sino de advertir que los dispositivos móviles, cuando capturan de forma continua la atención del adulto, erosionan lentamente la capacidad de sostener el lazo con los otros, en especial con los niños y niñas. El experimento de Ed Tronick podría repetirse hoy sin necesidad de laboratorio. Basta con observar una escena habitual: un bebé en su cochecito, un niño en la mesa del comedor, otro en la sala de espera, en el restaurant. Todos ellos buscan. Miran. Extienden las manos, emiten sonidos, ensayan pequeñas estrategias para convocar una mirada. Pero del otro lado, muchas veces, lo que encuentran es un rostro absorto en una pantalla. La cara impasible ya no es parte de un estudio: es paisaje habitual. Los primeros intercambios con el otro son fundantes. La madre —o quien ocupe su función— no solo calma al bebé. Lo traduce, lo espeja, lo ayuda a comenzar a organizar lo caótico. Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista inglés, hablaba del rostro materno como superficie de proyección: allí donde el niño comienza a verse, a anticipar respuestas, a tejer un entramado entre lo interno y externo. Cuando el adulto responde, el bebé empieza a intuir que sus gestos tienen efecto, que su angustia puede ser aliviada, que sus señales tienen sentido —el que les otorga el otro. Pero cuando la respuesta falta, el aparato psíquico se desorganiza. El rostro materno, según Donald Winnicott, actúa como un espejo, permitiendo que el niño se vea a sí mismo y organice su mundo emocional (Imagen Ilustrativa Infobae) Y lo que podría parecer una escena mínima —una madre o un padre que deja de responder por unos minutos— no es, en sí misma, dramática. Pero cuando se vuelve reiterada, cuando se instala como modalidad vincular, revela con claridad el peso estructural de la presencia afectiva en la constitución subjetiva. Veo cada vez más escenas donde madres y padres cocinan con sus bebés, juegan, los filman, comparten momentos cotidianos —pero no mirándose entre sí, sino mirando a cámara, con una pantalla cerca—. La escena parece íntima, afectuosa, incluso alegre, pero está organizada en torno a un dispositivo. La madre gira apenas el rostro, habla de costado; el niño, habituado, fascinado por su imagen especular, mira fijo la lente y le habla. Ambos actúan para la pantalla que organiza la escena. La interacción ocurre, sí, pero desplazada: mediada por una presencia digital. Henri Wallon, psicólogo francés describió en los años treinta la fascinación del niño ante su reflejo, llamando a ese momento “la prueba del espejo”: un rito de pasaje entre lo disperso y lo unificado. La mirada materna, según Donald Winnicott, es esencial para el desarrollo emocional del niño, ayudándolo a organizar su mundo interno (Imagen Ilustrativa Infobae) Jacques Lacan, psiquiatra y psicoanalista francés retoma esa experiencia y la transforma en una estructura fundante: el estadio del espejo, un proceso complejo que entre los 6 y 18 meses de vida inaugura el yo como forma anticipada, como imagen ilusoria, pero necesaria. Lacan advierte que el niño humano, nacido prematuro, inmaduro para la independencia y descoordinado, sufre una disarmonía profunda entre su cuerpo vivenciado y la imagen total que ve en el espejo. Esa imagen, más coherente, más armónica, le ofrece una salida simbólica: un yo con forma, un cuerpo que se ve unificado. El niño asume esa imagen que le devuelve el espejo invertida como propia, porque un otro le dice: “Ese sos vos”. El cachorro humano, a diferencia del animal, no solo necesita tiempo para madurar: necesita un espejo donde reflejarse, una mirada y una voz que organicen. Es importante comprender el desplazamiento estructural que se está produciendo. En otro tiempo, el rostro humano —con sus gestos, su voz, sus silencios — era el soporte privilegiado del lazo. Era ahí donde el niño encontraba el ritmo, el corte, la ley, el deseo. En un mundo saturado de imágenes digitales, el lazo entre padres e hijos puede verse desestructurado, afectando la formación de la identidad del niño desde temprana edad (Imagen ilustrativa Infobae) Hoy, ese lazo se organiza en un sistema saturado de imágenes, donde la función del espejo ya no está sostenida solo por un cuerpo, sino mediada por la interfaz. Lo que se transforma no es sólo la infancia: es la arquitectura misma del lazo simbólico. La pantalla es un nuevo organizador social, que tiende a aplanar la diferencia entre presencia y ausencia, entre imagen, cuerpo, entre gesto y palabra. Nuestra vida es híbrida. Nos vinculamos a través de pantallas, correos electrónicos, mensajes escritos por inteligencias artificiales, noticias falsas, interacciones cada vez más desancladas de la experiencia directa. El lazo social encuentra otras formas. Y en esa escena donde el espejo ya no es los ojos ni el rostro del Otro sino la pantalla, no hay solo ausencia, pero sí desplazamiento. Según Ed Tronick, los bebés necesitan ser reconocidos, nombrados y mirados para formar una base segura de sentido y pertenencia desde temprana edad La pantalla parece ocupar el lugar del espejo, donde mirarnos, desde pequeños. No siempre hay un Otro de carne y hueso que aloje, que confirme esa alienación estructural: la imagen se impone sin inscripción y a veces sin palabras. ¿Qué deriva tendrá la constitución subjetiva en esta mutación? Habrá que aprender a observar y escuchar qué dicen —y qué no— esas infancias reflejadas en superficies que ya no somos necesariamente nosotros. * Sonia Almada: es Lic. en Psicología de la Universidad de Buenos Aires. Magíster Internacional en Derechos Humanos para la mujer y el niño, violencia de género e intrafamiliar (UNESCO). Se especializó en infancias y juventudes en Latinoamérica (CLACSO). Fundó en 2003 la asociación civil Aralma que impulsa acciones para la erradicación de todo tipo de violencias hacia infancias y juventudes y familias. Es autora de tres libros: La niña deshilachada, Me gusta como soy y La niña del campanario.

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