10/06/2025 23:57
10/06/2025 23:56
10/06/2025 23:55
10/06/2025 23:55
10/06/2025 23:55
10/06/2025 23:55
10/06/2025 23:54
10/06/2025 23:53
10/06/2025 23:52
10/06/2025 23:50
Buenos Aires » Infobae
Fecha: 10/06/2025 05:00
Georgia On My Mind (Live) El niño quedó inmóvil frente al cuerpo de su hermano George, que lentamente se ahogaba en la bañadera donde su madre lavaba la ropa ajena. Ray Charles Robinson tenía solo cinco años y ese día, aunque todavía podía ver, el mundo se volvió definitivamente oscuro para él. “Vi a George caerse en el balde. Pensé que estaba jugando. No entendí que se estaba ahogando hasta que ya era tarde. Me paralicé. Nunca pude perdonarme por no haber hecho nada”, describió en su autobiografía Brother Ray (1978), escrita junto al periodista David Ritz. Dos años después, una enfermedad degenerativa —un glaucoma no tratado— le arrebató la vista por completo. Pero algo más había quedado marcado en su memoria: el sonido del agua de aquel balde de metal, el grito ahogado de George y el silencio posterior. El oído se le afiló, como si le hubiera anticipado que la música, todavía lejana, empezaba a tomar forma en su interior y sería la que lo ayudaría a sanar ese dolor y a convertirlo en una de las voces más poderosas y transformadoras del siglo XX. Nació el 23 de septiembre de 1930 en Albany, Georgia, en plena Gran Depresión. Estados Unidos era entonces un país marcado por el hambre, el desempleo y, en el sur, la segregación racial legalizada por el sistema de “Jim Crow”. Ser negro y pobre, en ese contexto, significaba enfrentar un futuro desde el inicio marcado por la exclusión. Quedar ciego, además, parecía una sentencia de muerte temprana o vivir en la marginalidad. “No tuve zapatos hasta los seis años”, contó Ray en una entrevista con una revista. Nadie esperaba nada de él, excepto su talento. Y fue ese talento el que lo desbordó todo y cambió para siempre la historia de la música. Su vida fue una travesía desde la oscuridad de la pobreza, la ceguera y la pérdida, hasta la cima de la música mundial, donde transformó el dolor en arte y rompió barreras raciales y estilísticas con una voz única. Murió el 10 de junio de 2004, a los 73 años, por una insuficiencia hepática. Ray Charles toca con los pies levantados mientras dirige al piano una banda en televisión (Ceroveinticinco) Infancia, oscuridad y el nacimiento de un don Criado en Greenville, una pequeña comunidad conformada por humildes casas de madera en Florida, Ray creció viendo cómo su madre, Aretha Robinson, lavaba ropa ajena para mantenerlo a él y a su hermano menor. La violencia institucional era parte del paisaje conocido: baños separados, leyes que impedían votar o cruzar ciertas puertas, y escuelas públicas segregadas, donde los niños negros asistían a instituciones para ‘coloured’ con pupitres rotos, libros usados y un futuro incierto desde la entrada. “Sabíamos que éramos ciudadanos de segunda”, recordaría años más tarde al evocar su infancia. Eso sucedía puertas afuera. Dentro de casa, Aretha imponía otra ley: la de la entereza silenciosa, la dignidad sin concesiones y la resistencia como forma de amor. Por eso, cuando Ray comenzó a perder la vista —a los cinco años— ella se negó a tratarlo con condescendencia. No quiso hacer de él un niño con incapacidades sino que lo entrenó para moverse solo, para servirse, para no depender de nadie. Le exigía responsabilidad y autosuficiencia, incluso cuando el avance del glaucoma hacía irreversible su ceguera. “Mi madre me enseñó que ser ciego no me hacía menos. No quería que me compadecieran, y no me dejó compadecerme a mí mismo”, revivió esos días que lo marcaron para siempre, décadas más tarde en la misma autobiografía, Brother Ray. Ray Charles junto a su madre, Aretha, en 1944 Cuando cumplió siete años ya estaba completamente ciego y fue admitido en la Florida School for the Deaf and the Blind, en St. Augustine. Allí aprendió a leer música en braille, a tocar Bach con la mano izquierda y Beethoven con la derecha. Descubrió a Mozart, a Louis Armstrong y desarrolló una técnica precisa. Aunque tenía todo lo que necesitaba, las clases eran rígidas y muy formales para su espíritu: estaban pensadas para formar músicos disciplinados, pero Ray tenía un fuego interno que iba mucho más allá y la música de sus raíces comenzaba a quemarle los dedos. “Querían que tocara como Beethoven. Yo quería tocar como la gente hablaba en las calles de mi pueblo”, recordaría en su biografía. Cuando se desajustaba la corbata y regresaba de la escuela a casa, allí sonaba el góspel, el blues, el boogie-woogie. Esa era su verdadera escuela y cada vez que ponía los dedos sobre el teclado de un piano, el mundo se volvía mágico. Aquel silencio de la infancia se convertía en ritmo y la muerte de George en sonido. A los quince años, en 1945, Aretha murió. Su padre, Bailey Robinson, los abandonó poco después del nacimiento de George. “Después de que mi madre murió, sentí que no tenía a nadie. Ella era mi todo. Mi guía, mi fuerza. Me quedé completamente solo”, revivió el duro momento en el biografía que vio la luz en 1975. Golpeado por la pérdida, se vio obligado a abandonar la escuela para ciegos y comenzar su vida como músico itinerante. Sin red familiar ni apoyo económico, debió valerse únicamente de su talento, del carácter que ella le había inculcado y de un oído absoluto. Así empezó a forjar la voz con la que, años más tarde, haría vibrar primero a América y luego al mundo. Y aún lo sigue haciendo. Una noche improbable: Jack Nicholson, Michael Jackson y Ray Charles en un encuentro informal cargado de historia musical y cinematográfica Música + rabia = soul Durante los años que siguieron, Ray Charles durmió en colectivos, trabajó en giras con bandas de poco calibre y tocó por unos pocos centavos en clubes del sur segregado de los Estados Unidos. Llevaba con él su escaso equipaje: una valija, una taza de aluminio, su don y una voluntad inquebrantable. En esos escenarios improvisados aprendió a moldear su sensibilidad. Absorbía todo lo que escuchaba: Nat King Cole, Art Tatum, Louis Jordan. Aún imitaba estilos, analizaba fraseos y buscaba una voz propia... “No me interesaba hacerme famoso. Quería comer. Quería tocar”, declaró Ray en una entrevista con la National Public Radio (NPR), en 1998, durante un programa especial dedicado a su legado musical. Aunque parece que ya hubiera vivido dos vidas, recién tenía 17 años cuando se instaló en Seattle y grabó sus primeros discos con pequeños sellos: pese a que el estilo elegante y el contenido de Cole, la música que hacía todavía no tenía su huella. El quiebre llegó en 1954 con I Got a Woman, una canción que mezclaba el góspel de su infancia con el blues y el ritmo callejero: fue un escándalo para sectores religiosos que lo acusaron de profanar la música sagrada. El público, sin embargo, lo consagró. “Tomé el góspel, lo llevé al club y le hablé a la gente de carne y hueso. El deseo, el dolor, la fe. Todo eso está en mi música”, solía decir Ray (captura) “Tomé el góspel, lo llevé al club y le hablé a la gente de carne y hueso. El deseo, el dolor, la fe. Todo eso está en mi música”, solía decir Ray, al explicar cómo convirtió los sonidos de la iglesia en el alma de su música. El especialista en música afroamericana Nelson George lo sintetizó: “Ray Charles tomó la música de iglesia y la sexualizó. Al romper la división entre el púlpito y el escenario, vinculó sin vergüenza lo espiritual y lo sensual”, escribió en el libro The Death of Rhythm and Blues (1988), donde analiza cómo Charles fue decisivo en transformar la música góspel —de raíz religiosa— en un lenguaje “cargado de deseo, pecado y redención”. No hubo vuelta atrás. Había nacido el sonido Ray Charles: sensual, crudo, contradictorio. Una mezcla radical que más tarde sería llamada soul, género que él fundó. Su voz áspera y herida, su risa improvisada entre versos, sus silencios cargados de emoción: todo en él era distinto y era dueño de una fuerza creativa que desbordaba cualquier categoría. Había llegada la década del 50 y Estados Unidos estaba cambiando. Esos años anticipaban el estallido del movimiento por los derechos civiles. En ese contexto, Ray fue una figura incómoda e inclasificable: un artista negro que triunfaba entre blancos, que hablaba de deseo y redención en la misma canción. Con la canción What’d I Say (1959), cruzó definitivamente todas las fronteras: sexo, religión y groove —ese ritmo hipnótico y vibrante que parecía salir del cuerpo más que de la partitura—. Fue censurada en algunas radios, pero en otras sonó durante meses. Dueño de una energía que desbordaba el escenario, hacía de cada interpretación una celebración irrepetible del alma “Algunos me odiaban. Otros no podían dejar de bailar”, solía decir al describir cómo su música provocaba rechazo y fascinación, casi al mismo tiempo. Finalmente, en 1952, llegó el contrato con Atlantic Records, que lo posicionó como uno de los músicos más influyentes de la década. Estuvo lo suficientemente cómodo para moldear su sonido: mezcló el góspel, el blues y el jazz, y sentó las bases del soul moderno. Siete años después, en 1959, firmó con ABC-Paramount y se convirtió en el primer artista afroamericano en hacerlo. Además, cobró muy bien las regalías por sus composiciones y tenía control total sobre sus grabaciones. Esa autonomía le permitió grabar lo que quería, con quien quería, cuando quería. Pero Ray no era solo un cantante. Era un músico que negociaba como empresario, elegía su repertorio y definía su rumbo artístico. Eso lo convirtió en pionero en el manejo de su propia carrera, algo impensado para un hombre negro en el sistema discográfico de la época. Fuera del estudio, su vida era menos armoniosa. Durante casi dos décadas padeció las consecuencias de su adicción a la heroína. “Era mi modo de no sentir tanto. Porque sentía todo demasiado”, escribió en su autobiografía Brother Ray. En 1961 fue arrestado por posesión de drogas y, pese a eso, no fue preso porque accedió a iniciar un programa de rehabilitación. Lo hizo y nunca más volvió a consumir. Ray Charles - I got a woman Ese mismo año, en plena efervescencia por los derechos civiles, se negó a actuar en un teatro de Augusta, Georgia, donde las leyes locales exigían que los afroamericanos se sentaran separados del público blanco. Esa decisión pública le hizo pagar un costo: fue vetado en ese estado durante años. En 1979, el Estado de Georgia declaró Georgia on My Mind —su emblemática interpretación de la balada compuesta en 1930 por Hoagy Carmichael y Stuart Gorrell— como himno oficial estatal. No significó una decisión musical: fue simbólica, política, casi reparadora. “Ese día lloré. No porque me lo dieran, sino porque me lo habían negado tanto tiempo”, confesó tiempo después. Durante las décadas de 1960 y 1970, Charles exploró todos los géneros: country, jazz, música orquestal, boleros. “El soul no tiene que ver con el género. Es decir la verdad, es sentirla”, explicó en 1983. Aunque su sólo cantar representó más de una vez un acto político y de reivindicación de los derechos afroamericanos, siempre mantuvo independencia partidaria. Apoyó abiertamente Martin Luther King y también tocó en la Casa Blanca para Ronald Reagan. No era militante: era una voz con la autoridad de quien había vivido lo indecible. Su lugar era el de los que incomodan, de los que traducen lo que otros no se atreven a decir. De los que cantan, sin pedir permiso. Ray Charles junto al presidente Bill Clinton durante la 42ª edición del International Achievement Summit, meses antes de su muerte. En 1993, Clinton le había entregado la Medalla Nacional de las Artes, reconociéndolo como uno de los grandes arquitectos del sonido estadounidense Despedida sin lamento y el eco de una vida irrepetible Durante las décadas de 1980 y 1990, Ray era simplemente una leyenda viva. No necesitaba demostrar nada. Compartió estudio con Willie Nelson, con Quincy Jones —un viejo compañero de ruta—, y hasta con los Rolling Stones. Fue reconocido con doctorados honorarios, múltiples premios Grammy y, en 1986, ingresó al Rock and Roll Hall of Fame como uno de los arquitectos del sonido americano. En 1993, el presidente Bill Clinton le dio la Medalla Nacional de las Artes, como quien agradece a un faro por haber estado encendido durante la tormenta. Pero mientras los homenajes se repetían, su cuerpo empezaba a decirle “basta”. Primero fue el corazón, luego los pulmones. En 2003, los médicos confirmaron lo inevitable: Ray tenía una enfermedad hepática terminal. Entonces se retiró de los escenarios. Se recluyó en su casa de Beverly Hills, no para guardar silencio, sino para dejar su última huella. Últimos acordes: Ray durante una de sus últimas presentaciones públicas, en 2003. Ya enfermo, grabó su álbum de despedida, Genius Loves Company, con la misma intensidad de siempre En ese último año grabó Genius Loves Company, un disco de duetos con Norah Jones, Elton John, B.B. King, Diana Krall, Bonnie Raitt y otros artistas. Cada canción fue grabada con una mezcla de ternura, rigor y despedida. Como si supiera que esas tomas serían su testamento. El álbum salió poco después de su muerte y vendió más de 200 mil copias en las primeras semanas: se llevó ocho premios Grammy, incluido Álbum del Año. Ray Charles murió el 10 de junio de 2004, a los 73 años, por una insuficiencia hepática. El país entero lo despidió. En su funeral, en la iglesia de West Angeles Cathedral, Stevie Wonder, Clint Eastwood y Quincy Jones estuvieron en silencio junto al féretro; frente a los estudios Ray Charles Enterprises, cientos de personas se reunieron a cantar Georgia on My Mind mientras dejaban flores, cartas y anteojos negros sobre las escalinatas. “No me molesta ser ciego. Lo que me hubiera molestado sería no haber intentado ver más allá”, dijo alguna vez. Y eso hizo. Ray fue un músico que escuchó lo que otros no podían y transformó la música desarmando prejuicios, mezclando todo lo que estaba prohibido mezclar y convirtió la oscuridad en un sonido profundo y luminoso. Escucharlo hoy, no es solo un viaje musical sino entender que incluso en la sombra hay compás, intensidad y belleza. Y que a contraluz brillan los genios.
Ver noticia original