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  • El pueblo que Hitler arrasó para vengar a uno de los principales ideólogos nazis: se llevaron hasta a los muertos del cementerio

    Buenos Aires » Infobae

    Fecha: 10/06/2025 04:35

    Apenas se enteró de la muerte de uno de sus hombres de máxima confianza, Hitler quiso revancha Hitler quería venganza. Una venganza sangrienta, feroz, total. Que no dejara dudas, que subyugara a los que creía enemigos. Y que enviara un doble mensaje: que los nazis eran capaces de arrasar con lo que se les pusiera enfrente y que además podían borrar los rastros de sus crímenes. Adolf Hitler quería vengar el asesinato de Reinhard Heydrich, uno de los más grandes ideólogos del Holocausto. Heydrich había sido el jefe del organismo que agrupaba a la Gestapo, la Policía Criminal del Reich y la SD. Él mismo había sido uno de los creadores de la SD, la división de Inteligencia del nazismo que se encargaba de detectar a miembros de la Resistencia para luego deshacerse de ellos. Su capacidad para organizar sistemáticamente los crímenes del nazismo le valieron apodos como “El Verdugo”, “La Bestia Rubia” y “El Carnicero de Praga”. Sobre él, el Führer decía: “Es el hombre del corazón de hierro”. Lo fue hasta el 27 de mayo de 1942, cuando cumplía funciones como Protector del Reich en Bohemia y Moravia, territorio que hoy es República Checa. Ese día, “El Verdugo” fue herido de muerte. El ataque a Heydrich fue perpetrado por dos integrantes de la resistencia bohemia que se habían entrenado en el Reino Unido y que, para volver a su tierra en medio de la ocupación nazi, se tiraron en paracaídas desde un avión inglés. Pasaron varios meses en la clandestinidad y, en el marco de la llamada “Operación Antropoide”, hirieron al representante de Hitler y del Reich en esas latitudes. El mapa de Lídice que le sirvió al nazismo para orientarse y tomar decisiones en la zona del pueblo. Foto: Library of Congress, Geography and Map Division. “El Carnicero de Praga” murió una semana después del ataque tras sufrir una sepsis generalizada. Había caído uno de los hombres más importantes para Hitler, uno de los grandes ideólogos del Holocausto. La venganza, determinó el Führer, sería terrible. Y se desplegó enseguida. Sin evidencias para atacar Sin pruebas concretas pero sin detenerse sobre esa falta de rigurosidad en la acusación, Hitler y su séquito posaron sus ojos sobre Lídice, un pueblo cercano a Praga. Asumieron que desde allí había partido el ataque a Heydrich, y que lo que le tocaba a ese pueblo era ser pulverizado. Desaparecer del mapa y de la memoria. Lo primero, al menos por un tiempo, lo conseguirían. Pero lo de la memoria sería más difícil. El 10 de junio de 1942, hace exactamente 83 años y menos de una semana después de la muerte de “La Bestia Rubia”, las fuerzas nazis desplegaron toda su violencia contra ese pueblo que pretendían aniquilar. No había ninguna forma veraz de ligar a Lídice con la Operación Antropoide, pero sí había una decisión: mostrar que el nazismo era implacable con sus enemigos. Aunque los estuviera inventando para mandar un mensaje a la Resistencia que se había exiliado de Bohemia y Moravia pero que seguía de cerca el destino de su tierra y de sus compatriotas. Los nazis reforzaron su presencia en Lídice en las últimas horas del 9 de junio y desplegaron enseguida su masacre. A la tarde del día siguiente todos los varones mayores de 15 años habían sido ejecutados. En apenas unas horas, los oficiales ejecutaron a unos 150 varones, entre adultos y adolescentes Era tan masiva la masacre -mataron a 173 adolescentes y hombres- que primero fusilaban de a cinco víctimas y luego lo hicieron de a diez para acelerar el aniquilamiento. No hubo piedad ni para los habitantes que en ese momento no estaban en Lídice: los fueron a buscar a donde estuvieran -algunos en prisión, otros comerciando en algún pueblo vecino- y los ejecutaron. La decisión de borrar a Lídice implicaba borrar a cada uno de sus habitantes. A la matanza de hombres se sumó la de animales. Los nazis acribillaban a los perros y gatos de las familias del lugar delante de los chicos, que lloraban desesperados, entre la pena y el pánico. Los que no murieron por el impacto de las municiones del Reich, perdieron la vida en medio de una explosión o un incendio. A la masacre de adolescentes y hombres se le sumó el traslado forzoso de casi doscientas mujeres del pueblo, que serían deportadas a Ravensbrück, uno de los campos de concentración del nazismo más cercanos al pueblo amasijado. Los niños también fueron deportados a un campo de concentración, pero separados de sus madres. La mayoría murió en cámaras de gas en el campo de exterminio de Chelmno, en Polonia, aunque hubo alrededor de 17 sobrevivientes de la masacre -de un total de alrededor de 105 chicos-. Fueron apropiados por familias de oficiales de las SS, que los consideraron “racialmente valiosos” y “aptos para la germanización”. Que no queden ni los muertos Sin sobrevivientes y siempre bajo las órdenes del mismísimo Hitler, las fuerzas nazis profundizaron la destrucción de ese rincón de tierra cercano a Praga. Incendiaron casas, destruyeron los restos con explosivos, cerraron y eliminaron las rutas que llegaban hasta el lugar, sacrificaron a cualquier animal que hubiera llegado vivo hasta esa instancia. En el Lídice que fue reconstruido, un grupo escultórico recuerda a los 82 chicos que fueron asesinados por el nazismo Además, cavaron hasta dar con los cimientos de las casas y edificios -por ejemplo, una iglesia del siglo XVIII-. Los destruyeron y cubrieron esos nuevos pozos con tierra y plantas. Para que no quedara nada de Lídice. Nada de nada. Ni siquiera los muertos de ese pueblo de Bohemia y Moravia. En una última acción arrasadora, las tropas hitlerianas entraron al cementerio de Lídice y exhumaron los cuerpos que habían sido enterrados allí. Se los llevaron del lugar y los destruyeron lejos, quemándolos. La decisión era que nadie pudiera llorar a esos muertos allí donde se les había dado sepultura, que era donde habían transcurrido todas esas vidas. “Los edificios del pueblo han sido arrasados y su nombre, borrado”, hicieron saber los hombres del Reich a sus líderes. Querían que Hitler supiera que la misión estaba cumplida. Y querían sostener ese mensaje que el Führer había decidido dar: que el mundo supiera que allí donde alguien atentaba contra un nazi, el nazismo respondería salvajemente. Como una topadora. La intención de borrar a Lídice del mapa chocó contra la indignación entre los Aliados, que combatían al nazismo en plena Segunda Guerra Mundial. El Reino Unido, en donde se había entrenado la Resistencia bohemia, sería el foco de la lucha por reivindicar a Lídice. Ante la información que el nazismo quiso desplegar para amedrentar, se desplegó una indignación internacional generalizada. Stoke-on-Trent, una ciudad a mitad de camino entre Manchester y Birmingham, fue el epicentro de la lucha por evitar la desaparición simbólica del pequeño e indefenso pueblo cercano a la actual capital checa. “Lídice debe vivir” se llamó la campaña que se organizó desde allí, sostenida por el médico Sir Barnett Stross, de origen polaco, y por la Asociación de Mineros del Norte de Staffordshire. "La Bestia Rubia" fue atacada por dos integrantes de la Resistencia. Murió unos días después, tras una sepsis generalizada Esa organización de trabajadores recaudó parte de los salarios de sus integrantes destinada exclusivamente a la reconstrucción de ese pueblo del que no quedaba nada en pie. Reunieron un fondo equivalente a un millón de libras esterlinas de la actualidad. Había trabajo minero en Lídice, y esa especie de fraternidad conmovió a la población de Staffordshire. Tras su restauración al mando de ese territorio, el gobierno de lo que hoy es República Checa inició los trabajos para levantar Lídice nuevamente. El trabajo de Stross, el médico polaco decidido a ser parte de la recuperación, fue rastrear y traer de vuelta a los pocos niños que habían sobrevivido a la masacre del pueblo. Esa masacre se cobró casi 350 vidas y la existencia material de un pueblo acusado de un crimen que no había cometido. El nazismo no consiguió su objetivo allí: no sólo se trabajó para reconstruir geográficamente Lídice, sino que varios pueblos y ciudades del mundo adoptaron ese nombre como un gesto de reivindicación y memoria. Hay Lídices en Panamá, Venezuela, Bulgaria, Brasil, Estados Unidos, México, Chile y, claro, Inglaterra. Tomar el nombre fue una manera de perpetuarlo ante un enemigo que había intentado que desapareciera. El nuevo Lídice, el que se reconstruyó tras la victoria de los Aliados, recuerda la masacre. Hay allí un gran grupo escultórico a escala humana: son 82 niños de bronce, los 82 que fueron asesinados en campos de exterminio. Una cruz señala la fosa común de los fusilados de aquel 10 de junio terrorífico. Aquel 10 de junio en el que el nazismo intentó borrar de un plumazo la existencia de un pueblo. De sus habitantes, sus casas, sus perros y sus gatos, su iglesia. Hasta de sus muertos. Intentó pero no pudo: Lídice resurgiría de sus propias cenizas.

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